Bajo la piel. Susana Rodríguez Lezaun
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—¿Estás peor? ¿Has tenido una recaída?
—No te preocupes, chiqueta, tú tranquila. Yo estoy bien. Cansada, pero bien. Me temo que en mi saco ya no cabe ni un día más.
—Vamos, mamá, te queda cuerda para rato.
Escuchó un largo suspiro al otro lado del teléfono, y luego la voz de un hombre que pronunciaba palabras ininteligibles.
—Bueno, mi niña, te paso con el médico, que quiere hablar contigo. Este es nuevo, no le conoces. —Otro suspiro—. Chiqueta, cuídate mucho. Te quiero.
Marcela se quedó un momento en blanco antes de responder. Nada de aquello era normal.
—Yo también te quiero, mamá.
No estaba segura de si su madre la oyó, porque un segundo después le llegó la voz del hombre, ahora clara y rotunda.
—Señora Pieldelobo, soy el doctor Betés, el médico de su madre.
Oyó el sonido de los pasos del hombre sobre la madera de su casa. Luego una puerta. Se estaba alejando en busca de intimidad. Sólo las malas noticias necesitan privacidad.
—Hola —saludó ella, lacónica, expectante.
—Me temo que el estado de su madre ha empeorado gravemente y de manera irreversible.
—¿A qué se refiere? Acabo de hablar con ella y está bien. Cansada, pero bien —afirmó, repitiendo las palabras de su madre.
—Me llamó ayer a la consulta porque se sentía más agotada de lo normal y vine a verla por la tarde. Una simple auscultación ya me indicó que su corazón está… Bueno, está en las últimas. Insistí en trasladarla a Huesca para hacerle unas pruebas, proceder quizá con un cateterismo, observar el estado de las válvulas coronarias y del resto de los órganos… Podríamos probar con inmunoterapia o algunas sesiones más de quimio, pero se ha negado. Dice que no se quiere mover de aquí. Es tozuda como una mula. De todos modos —suspiró—, como supongo que sabe, el cáncer está muy extendido… Lleva mucho tiempo en paliativos…
Al otro lado del teléfono, Marcela asentía en silencio. Su madre era terca, pero también fuerte. Habían llegado hasta allí y seguirían adelante. No podía estar muriéndose. De ninguna manera. Una madre nunca muere. No hasta que su hija está preparada para despedirse y, desde luego, ella no lo estaba en absoluto. Su madre siempre estuvo allí, incluso en la lejanía, a través del teléfono. Esas carcajadas sonoras, que le retumbaban en el pecho y la obligaban a sonreír. Su madre era una figura inamovible, perenne, segura. Su ancla. Alguien que había formado parte de todas las etapas de su vida, y que seguiría allí para siempre.
Y ahora le estaban diciendo que no, que eso no iba a ser así.
—Su corazón no aguantará demasiado.
—¿Cuánto es «no demasiado»? —consiguió preguntar por encima del nudo de su garganta.
—Unas cuantas horas, un día… No puedo decírselo con exactitud.
—Estaré allí en dos horas. Tres a lo sumo.
Colgó el teléfono y lo dejó sobre la mesa. Le temblaban las manos.
Observó su reflejo en la pared acristalada.
Inspectora Marcela Pieldelobo. Treinta y cinco años. Divorciada. Sin hijos. Destinada en la comisaría de Pamplona desde hacía casi una década. Ninguno de aquellos datos decía nada sobre ella. Frías realidades que apenas raspaban la superficie. Letras y números en el documento de identidad. Nada más.
Se pasó la mano por la cabeza y la dejó caer por la nuca hasta el cuello. La camisa la estaba asfixiando. Hacía mucho calor allí dentro. Inspiró, espiró y apretó los dientes. Luego irguió la espalda y se puso en marcha.
Descolgó el teléfono de su despacho, informó a su superior de que necesitaba ausentarse de inmediato por motivos personales, habló brevemente con el subinspector Bonachera y corrió hasta el coche.
Voló por la carretera, sorteó las curvas y el tráfico. Voló, pero no lo bastante deprisa. Cuando llegó, casi a la vez que su hermano Juan, su madre ya había muerto. No recordaba haberse despedido, no estaba segura de si la había oído decirle que la quería, y esas dudas abrieron en su pecho un agujero tan grande que estaba segura de que jamás sería capaz de cerrarlo.
Y allí estaba ahora, con un tormo húmedo y acre en la mano, contemplando desde arriba el féretro de su madre. Su hermano lanzó la tierra que guardaba en el puño y esperó a que ella hiciera lo mismo. Unos segundos después la tocó suavemente en el brazo para animarla a soltar la tierra sobre el ataúd.
—Marcela… —susurró Juan.
—No puedo —respondió ella, que había cerrado los ojos para no seguir viendo la caja marrón, tan brillante que parecía una incongruencia que estuviera allí abajo—. Si echo la tierra, es como si la enterrara yo misma, y no puedo…
—Eso es una tontería —la urgió su hermano, consciente de las miradas perplejas de todos los asistentes—. Es un símbolo, nada más.
Marcela no respondió. Soltó la tierra a sus pies, lejos de la fosa, y dio un paso atrás. Bajó la cabeza y hundió las manos en los bolsillos de su abrigo. Su hermano no dijo nada, se limitó a colocarse a su lado y a meter la mano en el bolsillo de Marcela, como cuando de niños volvían del colegio en invierno. En lugar de darle la mano, Juan colaba sus pequeños dedos en el bolsillo de Marcela, que los rodeaba con su mano enguantada y los calentaba hasta casa. El pequeño gesto infantil pudo con ella. Ya no era capaz de rodear la mano de su hermano, mucho más alto y robusto que ella, así que apretó el puño y lo colocó en la palma de Juan, que lo envolvió con cariño. Apoyó la cabeza en su hombro y dejó escapar todo el dolor y la pena que la atenazaban desde que salió de Pamplona.
No se quedaron a ver cómo los operarios del cementerio cubrían la fosa de tierra. Su hermano y su cuñada se cogieron del brazo y ella los siguió unos pasos por detrás hasta la salida del camposanto. Agradeció alejarse del olor de los cipreses, de sus sombras bailarinas y de la tierra suelta que se le metía en los ojos, arrastrada por el viento procedente de las montañas. Viento helado que le congelaba las lágrimas antes de que pudiera derramarlas. Mejor así. Llorar era uno de los actos más dolorosos a los que se había enfrentado nunca.
Caminaron hasta el coche y poco después llegaron a la gran casa en la que hacía apenas dos días había muerto su madre. Un grupo de vecinas se había encargado de despejar el salón de la planta baja y llenar las mesas con platos de jamón, queso, chorizo casero, frutos secos y ensaladilla rusa. Además, habían desplegado un número considerable de vasos de plástico que esperaban perfectamente alineados junto a las botellas de vino tinto listas para ser descorchadas. Hacía demasiado frío como para quedarse de pie en la iglesia o en el cementerio a recibir las condolencias de todo el pueblo, como era costumbre, así que decidieron adoptar una tradición extravagante para muchos, pero que cada vez se repetía con mayor frecuencia por aquellos lares, sobre todo cuando la muerte llegaba en invierno.
Los hijos de Juan, sobrinos de Marcela, se habían quedado con su otra abuela, la madre de Paula, su cuñada. Eran demasiado pequeños para entender expresiones como muerte, vida eterna, dolor o desaparición, aunque Marcela creía que en realidad no estaban preparados para