Bajo la piel. Susana Rodríguez Lezaun
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El vino, oscuro y áspero, le calentó primero la garganta y luego el resto del cuerpo, aunque seguía teniendo las manos heladas y las uñas de un curioso tono azulado. Se moría por un cigarrillo, pero se obligó a esperar un poco. Ese sería el reto del día.
Los dolientes empezaron a llegar poco a poco, un goteo constante y silencioso de personas vestidas de negro, con la cabeza gacha, la espalda combada y un gesto apesadumbrado en la cara. Se arremolinaron alrededor de las mesas bien surtidas y comenzaron a comer, beber y charlar en voz baja. Marcela los observaba desde la puerta que daba al pasillo. Algunos rostros le eran vagamente familiares, pero a muchos estaba convencida de no conocerlos de nada. El vino, tibio y peleón, le dejó un desagradable regusto agrio, aunque al menos ya no tenía tanto frío. Necesitaba un pitillo. Fin de la prueba de fuerza de voluntad.
Se escabulló hacia el jardín trasero y se agachó para colarse en lo que un día fue un pequeño gallinero, después un productivo huerto y hoy sólo un hueco baldío cubierto de malas hierbas. Su hermano le había prometido mil veces a su madre que adecentaría ese rincón, pero las palabras, como las buenas intenciones, se las lleva el viento. Y ahora ya no corría ninguna prisa.
Retiró con la mano la tierra que cubría el enorme tocón que ocupaba la parte más alejada del desvencijado cercado, se sentó y sacó la cajetilla de tabaco y el mechero del bolsillo del abrigo. Cerró los ojos para disfrutar de la primera calada. Lo de aguantarse las ganas de fumar era una tontería. No conseguiría dejarlo así. Primero, porque el sufrimiento injustificado y sin recompensa era una solemne estupidez. Y segundo y más importante, porque a día de hoy, fumar era el único placer que se permitía y no pensaba renunciar a él. Hacía mucho que beber dejó de ser un placer. Bebía por prescripción facultativa, la suya propia. Era su anestésico, su antibiótico, su vendaje compresivo.
La sobresaltó el ruido de la portezuela al abrirse con un quejido agudo. Vio a su hermano agacharse aún más que ella para poder acceder al descuidado parterre. Se hizo a un lado para hacerle un hueco sobre la madera húmeda y le pasó el pitillo que le pedía sin palabras.
—¿Te escondes para fumar? —le preguntó Juan.
—La costumbre. No me hago a la idea de encenderme un cigarrillo en esta casa. No lo hacía ni cuando venía de visita. ¿Y tú? Ya no eres un crío.
—No conoces a mi mujer. Tiene peor genio que mamá. Me olisquea cada tarde cuando vuelvo de trabajar, dice que para calcular cuánto he fumado. Dios, me he casado con un sabueso.
Apuraron el pitillo en silencio, con largas caladas y media sonrisa en los labios, cómodos uno al lado del otro a pesar de la distancia que los separaba después de tantos años sin apenas tratarse más allá de lo que marcaban las fórmulas sociales. Las cenas de Navidad, un par de días en verano, algún fin de semana esporádico y las rápidas visitas de ida y vuelta cuando su madre enfermó. Pero se querían, y ambos sabían que el otro siempre estaría ahí para lo que hiciera falta.
Aplastaron las colillas en la tierra y las ocultaron debajo del tocón, junto a los restos amarronados de viejas boquillas y jirones claros del interior de los filtros. Marcela dedujo que su hermano visitaba con frecuencia el destartalado gallinero.
Permanecieron unos minutos sentados sin decir nada. Hacía frío allí fuera, pero era agradable escuchar el sonido del viento sobre sus cabezas.
—Has pasado un mal rato en el cementerio —empezó su hermano. Su tono se parecía al de una disculpa.
—Estoy bien —le aseguró Marcela—. ¿Sabías que los neandertales ya enterraban a sus muertos y llevaban flores a su tumba? Y en la cultura Bo, en China, colgaban los féretros de las paredes de una montaña para acercarlos más al cielo.
—WikiMarcela —bromeó Juan—. Deberías ir a un concurso de la tele.
—No doy el perfil —respondió con una sonrisa— y, además, entonces todo el mundo sabría que soy un poco friki.
—Un poco, dice…
Empujó a su hermano y escondió las manos entre las piernas para hacerlas entrar en calor. Permanecieron mudos, Juan contemplando el suelo, Marcela siguiendo con la mirada el combado recorrido del alambre que rodeaba el gallinero. No había ni un solo rombo igual a otro. Los picos de las aves, las pequeñas garras de los roedores, el óxido y sus propios dedos se habían entretenido durante muchos años en deformar lo que un día fue una alambrada casi perfecta.
—¿Qué tal te va todo? —preguntó Juan después de un largo suspiro, consciente, quizá, de que su hermana no tenía intención de acabar con el prolongado silencio.
—Bien —respondió ella, lacónica—. Ya sabes. Trabajo, trabajo y más trabajo. Si es cierto que el trabajo es salud, yo voy a vivir mil años.
—Te veo más delgada.
—Llevo los mismos pantalones de hace tres años.
—No lo dudo, pero te quedan grandes.
—Ya te he dicho que estoy bien, en serio. Mamá estaría orgullosa de mi dieta —añadió, y le dio un codazo a su hermano en las costillas que les arrancó una sonrisa—. ¿Y vosotros? ¿Qué tal van las cosas por aquí?
Juan sacó otro cigarrillo de su propia cajetilla y le ofreció uno a Marcela, que aceptó el pitillo y lo cebó con su mechero.
—Bien, supongo. La falta de noticias son buenas noticias, y aquí nunca pasa nada.
El aire olía a tabaco rubio, a tierra mojada y a excrementos de animales. Marcela hinchó los carrillos y soltó el humo que guardaba en la boca, formando una densa nube gris frente a la cara de Juan.
—¿Qué es lo que va mal? Me ha parecido que todo está como siempre.
—Eso es lo malo, que todo está como siempre.
Marcela guardó silencio, esperando que continuara. Sin embargo, su hermano apuró el pitillo, lo apagó en el suelo y lo hundió en la tierra oscura. Ella le imitó.
—Será la crisis de los treinta —dijo por fin—. O de los treinta y tres. Chorradas, sólo chorradas. Y será por el día. Muchas emociones y ninguna buena.
Juan se inclinó sobre ella y le dio un beso en el pelo. El gesto de ternura la pilló tan desprevenida que su primera reacción fue la de alejarse de él. Vio la tristeza en sus ojos. La reconoció porque era la misma que veía cada día en el espejo.
—Tú también no, por favor —le suplicó en un susurro.
—Nunca —le prometió ella. Se acercó y le besó en la frente—. Yo siempre estaré aquí.
La noche ya era un hecho y dentro de la casa la gente pronto empezaría a despedirse. Paula se enfadaría mucho si la dejaban sola en el velatorio de su suegra. Se levantaron y volvieron a la casa.
Nada más entrar en el salón se toparon con la mirada nerviosa y ofendida de su cuñada. Caminó hacia ellos con brío y se detuvo a un paso de su marido. Husmeó el aire, torció el gesto y soltó un bufido. Quedaba al menos una veintena de personas en el salón. Al parecer, casi nadie se había marchado mientras ellos fumaban y disfrutaban de la soledad en el viejo gallinero.