El dispositivo del Hospital de Día en Adicciones. Alberto Trimboli
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Es casi una tradición de la salud mental en la Argentina que las experiencias innovadoras sucedan por el impulso que le dan algunos actores específicos, por el deseo y la preocupación de profesionales que no se limitan a repetir las prácticas preexistentes y por una cierta pasión. Muchas de esas experiencias quedaron escasamente documentadas. Por eso este trabajo merece ser celebrado, porque reflexiona y expone una práctica innovadora que puede servir para alimentar otras o para formar red e intercambio con las existentes.
El Equipo de Adicciones del Hospital de Agudos “Teodoro Álvarez”, creado en 1989, abrió un espacio de respuesta y acogida a usuarios de consumos adictivos, que suelen ser rechazados en los hospitales generales e incluso en los servicios de Salud Mental. Es fácil reconocer en esta exclusión el proceso de estigmatización que construye barreras notables de acceso a los servicios de salud generales y específicos para estas personas o las invisibiliza (Vázquez y Stolkiner, 2009). La creación de este servicio, dentro del que se inscribió el Dispositivo de Hospital de Día, anticipó tempranamente una concepción que plasmaría la Ley Nacional de Salud Mental 26657, al colocar los problemas de consumo en el campo de los padecimientos psíquicos, reconociendo para esos usuarios todos los derechos que esa ley establece.
Como lo señala Alberto Trimboli en el primer capítulo –donde historiza y fundamenta la experiencia– al instalar este dispositivo en un Hospital General se conmovía al hospital en su fuerte pregnancia biomédica, tensionándolo como “institución médica” para promoverlo como “institución de salud” en un enfoque interdisciplinario. Eso tendría efectos en el interior del hospital, como lo ejemplifica el capítulo referente al Taller de Fútbol intrahospitalario, sobre lo que volveremos luego, o los dispositivos trasversales que comienzan a romper barreras entre la atención a los pacientes tradicionalmente psiquiátricos y los que tienen consumos adictivos.
Pero también, en esta experiencia y como lo señala el autor, era necesario romper con muchos imaginarios que devenían de la estigmatización. El primero era el que es construido y a su vez construye como modelo hegemónico de atención a las “adicciones” a las llamadas “comunidades terapéuticas” donde se propone la cura por medio de internaciones muy prolongadas en un tipo de establecimiento que no tiene exactamente los requisitos de una institución de salud, constituyendo un modelo que, al decir de Alberto Trimboli, “prevalecía sobre otras alternativas y funcionaba como una barrera infranqueable para la incorporación de tratamientos con fundamentos clínicos y éticos en dispositivos con base en la comunidad”.
Dentro de tales comunidades terapéuticas hay algunas que incluso han terminado en procesos judiciales por muerte de internados y donde, en algunos casos, la ausencia de controles adecuados favorece situaciones de franca violación de derechos (Galfré, 2017). Hay una tradición de estudios sobre este tipo de instituciones que algunos autores consideran dispositivos privilegiados de “(des)-construcción de subjetividad” (Garbi, 2013).
Sucede que hay dos enfoques genéricos del abordaje de las adicciones que forman parte de alineamientos políticos más amplios y que se concretan en las prácticas. Uno de ellos es el enfoque de la penalización-criminalización, que irradia a un imaginario de culpabilización y peligrosidad de la persona que tiene consumos adictivos e incluye un componente de descalificación moral que suele infiltrarse peligrosamente en los diagnósticos y en las terapéuticas. El otro, más ligado a las políticas de reducción de riesgos y daños, coloca los consumos adictivos en el terreno de las problemáticas de salud, en el marco de políticas con enfoque de derechos. El desafío para este último, que esta experiencia aborda innovadoramente, es generar y promover las formas de asistencia y cuidado correspondientes e ir desmantelando las que se fundamentan en el paradigma penalizante. A su vez, Alberto Trimboli señala que la respuesta que se limita a programas socioculturales, que también existe, deja vacante el punto de vista sanitario y el abordaje clínico. Es sobre esa intersección entre lo clínico y las actividades vitales que se estructura el texto en partes y capítulos.
La segunda parte está dedicada a los Espacios terapéuticos. Comienza con el proceso de admisión que, según el Grupo de Trabajo en Adicciones, es el ámbito donde se va construyendo el inicio de tratamiento, más que una puerta de exclusión selectiva. Particularmente porque, con este tipo de problemas, la “baja adhesión al tratamiento” que se endilga a los pacientes suele ser la punta visible de una serie de procesos de exclusión por parte de los espacios de asistencia. Los recursos iniciales son las entrevistas individuales y el grupo de admisión, a los que se fundamenta cuidadosamente; la derivación al Hospital de Día es una de las opciones dentro de la oferta terapéutica. La misma precisión, que es claramente producto de una larga experiencia, aparece en los dos capítulos siguientes que son sobre las psicoterapias grupales y los grupos multifamiliares. En ambos casos, estos valiosos recursos terapéuticos –que además tienen una fuerte tradición en la Argentina– son detallados, fundamentados y ejemplificados.
La tercera parte del libro está dedicada a los talleres terapéuticos del Hospital de Día. Comienza con un capítulo en el que se presenta la trama de los talleres que, al decir de su autora, “funcionan como una bisagra entre lo clínico y lo cultural” y también como espacios de vivencias compartidas, disparadores de situaciones, escenarios de exploración en “un espacio acotado, sostenido y cuidado que favorece y posibilita reconocerse en relación a los propios deseos”. Agregaría que, al entrar en la experiencia de los talleres, se percibe en ellos algo que suele ser muy ajeno a la atención médica y especialmente a esta problemática: la alegría.
Todas las experiencias de talleres que se exponen en los capítulos siguientes establecen un enlace entre el adentro y el afuera de la institución hospitalaria de distintas maneras. La excepción es el Taller de Estimulación cognitiva, que se dirige reparatoriamente a recuperar funciones que hayan podido ser disminuidas por el consumo de sustancias psicoactivas, basándose en el concepto de neuroplasticidad. Al leer su funcionamiento, no pude dejar de pensar que este mismo taller debería ofrecerse a las personas con tratamientos psiquiátrico- farmacológicos prolongados, que también producen algunas dificultades cognitivas, pese a tratarse de drogas legales.
El Taller de Fotografía, con más de siete años de experiencia, ha logrado salir del hospital para exponer en espacios de la comunidad ese trabajo que, a su vez, cada uno produjo a partir de un proyecto, con una cámara que “posibilita una mirada del mundo distinta”.
El Taller de Video se presenta como un espacio donde se trabaja a partir de situaciones cotidianas escenificadas con improvisaciones, para luego planificar grupalmente un producto que durante el proceso ha permitido compartir los “modos de hacer”, pero que también se espera que sirva a otros, por lo que trasciende la barrera de lo institucional.
El Taller de Entrenamiento en habilidades sociales se nutre de un referencial teórico específico de tipo conductual en el que se fundamenta la actividad. El proyecto inicial ha tenido modificaciones a partir de la experiencia, dado que la práctica lo llevó a ampliar las herramientas y habilidades desarrolladas en el programa original. Se trabaja en sesiones semanales, grupales, de tres horas. También, en este dispositivo, los profesionales evalúan que lo trabajado grupalmente se transfiere al contexto vital natural de los pacientes.
A continuación, sigue la cuarta parte del libro, que se destina a un tema fundamental: los dispositivos transversales. Se trata