Simbad. Krúdy Gyula

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Simbad - Krúdy Gyula En serio

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transcurridos en su rostro, lanzaba con sus pálidos ojos una mirada inquisitiva a los alumnos que recorrían el pasillo chacoloteando con sus botas sobre el suelo embaldosado. Como si la santa mujer hubiera querido averiguar en todo momento si los muchachos se habían aprendido la lección. Y en ese preciso instante, San Jorge mataba a su dragón... Y el señor Lubomirski ocupaba un sitio en medio de todo ello.

      Había en el monasterio numerosos alumnos que recibían educación gratuita, y los buenos curas los asustaban señalándoles ese príncipe de ojos redondos.

      En su día, mientras se construía el monasterio, el noble hombre había contribuido con baldosas bien pulidas e irregulares a la difusión del fervor religioso, lo cual le confería el derecho a intervenir desde el otro mundo cuando se amonestaba a los estudiantes. Los pobres muchachos eslovacos que habían ido a parar desde los rectilíneos bosques de abetos a ese monasterio de gruesos muros se quitaban el gorro con sumo respeto ante Lubomirski, el príncipe de cara rubicunda.

      Las señoritas de Podolin, que iban a confesarse con los curas, encajaban flores silvestres en el marco del noble hombre y las señoras que hacía cientos de años habían echado al mundo criaturas hirsutas y barbirrojas rezaban ante el retrato del príncipe igual que ante las imágenes de los santos. (Habían olvidado sin duda que hacía unos cuantos siglos el príncipe gustaba de quitarse el guante de piel de búfalo cuando mujeres de piel nívea se arrodillaban a sus pies. Ahora, empero, ya no se quitaba guante alguno.)

      Así pues, hasta muerto era Lubomirski el primer hombre de la pequeña ciudad; a los niños se los bautizaba cada dos por tres con el nombre de György; y el guardia de servicio disparaba los domingos la bombarda (eso sí, con la pólvora a media carga) no sólo en honor al anciano Dios sino también en honor a György Lubomirski en la plaza del ayuntamiento.

      El caballero ya canoso (quien recordaba esa noche sentado a su escritorio el pasillo abovedado en que sonaban y resonaban los tacones de las botas de los estudiantes hasta perderse definitivamente en la lejanía) había sido en otros tiempos alumno del monasterio, había cursado también estudios en los alrededores de la santa institución y se llamaba Simbad. Había escogido el nombre por su lectura favorita, los cuentos de Las mil y una noches, porque en aquella época no estaba lejos todavía el tiempo en que los caballeros, los poetas, los actores y los fogosos estudiantes podían elegir sus nombres. Un muchacho jorobado, por ejemplo, atendía, vaya uno a saber por qué, al nombre de «papa Gregorio».

      Simbad veneraba al señor Lubomirski, lo cual no impedía que se destocara ante él de la misma manera que ante Müller, el dueño de la pequeña y siempre oscura papelería situada en un sombrío portal. Y en medio de tanta oscuridad la naturaleza había olvidado el orden que la regía, porque el señor Müller no tenía bigote, mas sí lo tenía, en cambio, su hija Fanni, alta, morena y traicionera. Durante mucho tiempo, a Fanni le dio vergüenza ese bigote, pero llegó una vez a la ciudad un joven maestro que lo definió como hermoso y seductor. Y Fanni se sintió feliz, tan feliz que terminó arrojándose al río Poprád junto a la presa del molino.

      Los padres de Simbad pagaban puntualmente la matrícula al monasterio, es más, a veces enviaban un barril de vino para la santa misa, en la que Simbad, vestido con falda roja, ejercía de monaguillo y hacía sonar de forma solemne y autoritaria la campanilla como si de él dependiera que los alumnos sentados en los bancos traseros se hincaran de rodillas. Además, con el manto rojo de su vestimenta de acólito conquistó una vez a Anna Kacskó, cuando ella acudió a la santa misa. Pero no es del todo seguro que así ocurriera realmente...

      ● ○

      Simbad no saludaba al príncipe con toda la humildad debida porque se alojaba a media pensión en casa de los Kacskó. El señor Kacskó era juez de paz y pertenecía a esa raza antigua de jueces de paz que podía encontrarse en las pequeñas ciudades de montaña. En sus años mozos quizá fuera guardia en un juzgado municipal, luego escribano mientras se dejaba crecer una respetable barba, y así, a través de la práctica, aprendió a impartir justicia. Le creció también la barriga, hasta que alcanzó el rango de juez de paz. Los jueces de paz de las montañosas provincias del norte nada tienen que ver con sus altivos colegas de la gran llanura: son gente franca y formal, fundan familias numerosas, ayudan en casa partiendo la leña y vertiendo cera en los moldes para fabricar velas y sólo se enfadan cuando se ha socarrado la sopa. El señor Kacskó golpeaba entonces la mesa con el puño bien redondo:

      —¡Yo soy el juez de paz! —gritaba.

      Su esposa Minka, dócil, tristona y de pelo alisado, le respondía en voz baja:

      —Sí, pero no en casa.

      —¿Lo dices ante mis hijas? —preguntaba el señor Kacskó, abocinaba la mano y la acercaba a la oreja como si interrogara a un eslovaco quejoso en su oficina.

      —Son mis hijas —contestaba con un suspiro doña Minka—. Y el señor juez de paz muy poco se ocupa de que alguna vez se casen.

      A partir de ese momento, a Gyula Kacskó, juez de paz, no le quedaba más remedio que huir a toda prisa a su despacho. Luego mandaba al guardia a casa a que fuese a buscar su pipa preferida.

      A decir verdad, daba la impresión de que nadie se ocupaba del futuro matrimonio de las señoritas Kacskó; eran tres, altas, guapas y sanas, y vivían con Simbad en la primera planta del edificio. Cocinaban turnándose cada semana. Magda se encargaba de la carne de carnero y Anna de la col, mientras que Róza se dedicaba con arte a los pasteles, y por las tardes o al anochecer, cuando Simbad había de dejar por algún misterioso motivo la sala situada en la planta baja (para que el señor y la señora Kacskó pudieran discutir a su gusto, puesto que el juez de paz no podía refugiarse ya en su despacho), las señoritas se turnaban a la hora de acompañar al muchacho, que le tenía miedo a la soledad y no gustaba mucho de estudiar, a su cuarto en la primera planta, se sentaban con él junto a su escritorio y se dedicaban a hacer labor y a leer interminables novelas. Tanto se sumían Magda y Anna en la lectura que Simbad podía dormirse tranquilamente sobre su libro de texto. Róza, en cambio, que acababa de cumplir los dieciséis años y todavía no despreciaba al adolescente Simbad, clavaba a menudo los dedos en la negra cabellera del muchacho y le tiraba del pelo, ora en broma, ora en serio. El alumno protestaba. Enrojecía la cara de Róza, que tironeaba entonces más fuerte del pelo de Simbad.

      —Tú estudia —gritaba con mirada fulgurante—, porque de lo contrario seguro que Lubomirski te suspenderá.

      Simbad se inclinaba entonces rápidamente sobre sus libros hasta que de súbito comenzaba a aullar el viento en la deshabitada segunda planta, donde los sacos de avena yacían como cadáveres abandonados en las habitaciones desocupadas... Se asustaba Róza, se quedaba un rato escuchando el viento con los ojos cerrados mientras el miedo se apoderaba cada vez más de ella y se arrimaba pálida y trémula al muchacho, apoyando la cabeza en su hombro y abrazándole el cuello...

      A Simbad también le atemorizaba aquel viento, hasta tal punto que ni se atrevía a pasar la página de su libro a pesar de haberse aprendido bastante bien esa parte de la lección.

      ● ○

      En esa época en que el príncipe György Lubomirski vigilaba a los alumnos de Podolin y sujetaba con la mano enguantada la empuñadura de la espada en la cual podían verse con claridad los retratos de diversos santos, en que Róza Kacskó le tiraba el pelo a Simbad con una mezcla de buen humor, de ambición y de una pizca de enamoramiento y apoyaba la cabeza en su hombro mientras de esa manera lo castigaba, había un muchacho que era el primero en religión, el primero en ayudar a misa y el primero en respeto a las imágenes sacras y al que por esa o por otra razón los alumnos del viejo monasterio llamaban «papa Gregorio». Papa Gregorio era un muchachito jorobado, de cara y cabeza tan delgadas que parecían la sagrada hostia que tomaba todas las

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