Simbad. Krúdy Gyula

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Simbad - Krúdy Gyula En serio

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anciano como ellos: Portobányi, el viejo escritor, y Sámuel Ketvény Nagy, el actor jubilado. De ahí que el joven aprendiera singulares conceptos sobre las mujeres. El señor Portobányi pobló la imaginación de Simbad con aldeanas jóvenes y regordetas y con muchachas campesinas de fuertes muslos, mientras Ketvény Nagy introducía a su educando en el mundo de los teatros de provincias con su característico olor a masilla. Simbad pronto se hizo amigo de todos los miembros femeninos del elenco de la pequeña ciudad, a quienes saludaba ceremoniosamente en la calle, y se paseaba del brazo con el obeso cómico de la compañía por los aledaños del teatro. En el jardín del restaurante El Tilo, donde se alzaba el coliseo construido con tablones de madera, Ketvényi Nagy contaba viejos recuerdos a sus jóvenes colegas mientras no paraba de frotarse los ojos y la nariz con un gigantesco pañuelo multicolor. A su vez, el señor Portobányi, quien atribuía a su relación con el arte dramático su distanciamiento de la naturaleza, de la aldea y de las muchachas aldeanas, tomaba asiento en la sala interior de El Tilo, donde escribía con ahínco y fervor sus memorias.

      Era el estío, y los enormes tilos despendían fragancia en torno al teatro. Los actores jugaban a los bolos ya por la mañana, y el eco de las bolas de madera sonaba hasta lejos cuando daban en el fondo de la bolera. Las mujeres se quedaban sentadas bajo el verdor de los árboles, y sus sombrillas filtraban la luz roja del sol. Los zapatos de charol brillaban bajo los volantes de las faldas y la brisa hacía ondear los ramilletes de cintas. La puerta trasera de la barraca estaba abierta y junto a la pared marrón cubierta de viejas revistas de teatro y azotada por la lluvia se sentaba el director con su carraspera y con sus pantalones de tela de pata de gallo.

      Era el período vacacional, y Simbad residía en la pequeña ciudad con sus tutores, de manera que por las noches lanzaba besos a Irma H. Galamb al verla aparecer en escena. En el fondo estaban sentados Ketvényi Nagy y Portobányi, y el actor jubilado tarareaba en voz baja las melodías conocidas, sobre todo cuando la orquesta tocaba en los registros más graves. Portobányi no cesaba de menear la cabeza en señal de desaprobación, lo cual no impedía que siguiera con el máximo interés la función desde el primer hasta el último compás. Y nunca escatimaba risas cuando el cómico representaba a personajes borrachos sobre el escenario.

      Un buen día, Sámuel Ketvényi Nagy se presentó con una iniciativa.

      —Ahora hay que empezar un asedio en toda regla. Mañana mismo enviaremos unas flores a Irma, acompañadas de una tarjeta de visita con unas líneas amables para cuya redacción solicito los servicios de mi distinguido amigo Portobányi.

      Simbad, que por aquel entonces se sonrojaba a menudo, se ruborizó pero aprobó riendo la propuesta.

      —A lo mejor podría acompañar las flores con el anillo que heredé de mi madre... —sugirió en voz baja.

      —Eso no podrá ser —respondió después de cierta reflexión Ketvényi Nagy—, porque el viejo y respetable director nos podrá enchironar a los dos por culpa del anillo. El ramo de flores, en cambio, ya puede ir marchando.

      Arreglaron un ramo con rosas rojas («las flores del amor», explicó el histrión), y el señor Portobányi se quitó el abrigo negro y grasiento —que hacía tiempo que le quedaba pequeño— con el objeto de ponerse a redactar el texto para la tarjeta que acompañaría las flores. Arrugó la frente y paseó varias veces sus ojos saltones por la habitación antes de sumergir la pluma en el tintero. Luego comenzó a escribir, poco a poco, ponderadamente, con letras bien redondas.

      —Tenga, por favor, la amabilidad de acoger a mi joven corazón.

      Leyó la frase dos o tres veces en voz alta. La recitó luego Ketvényi Nagy con voz retumbante, y Simbad la susurró para sus adentros y se la tomó muy en serio.

      Al día siguiente, el ramo de flores partió hacia Irma H. Galamb.

      ● ○

      Esa noche, los tutores aprovecharon el entreacto para huir del aire viciado del teatro y buscar refugio en la mesa cubierta con un mantel rojo de El Tilo, donde enseguida mezclaron agua mineral de Parád con vino blanco. Cuando terminó la función, los tutores continuaban departiendo sobre uno de sus temas de siempre, las cuestiones léxicas y gramaticales. ¿Qué era más correcto? ¿Decir poncela, poncella o pucela?... La orquesta había callado hacía tiempo y Simbad se quedó junto a la puerta trasera del teatro en la calurosa noche veraniega. Estaban abiertas las ventanas que daban a los vestuarios, donde las mujeres apenas vestidas soltaban risas estridentes, se oía la voz profunda del director de escena y la voz atiplada de una muchacha que decía una y otra vez:

      — Por el amor de Dios, mi liguero...

      Espiaba Simbad por los huecos entre los tablones y, conteniendo la respiración, contemplaba a las mujeres que se vestían. Hombros blancos, rodillas blancas, cuellos desnudos aparecían ante él a través de la estrecha grieta por la que veía oscilar el haz rojo y dorado de la lámpara, pero no podía saber a quiénes pertenecían esos hombros y esos cuellos. La arteria latía con fuerza en su sien, y un hormigueo le recorría la espalda, las rodillas. Alguien cubrió la lámpara con una pantalla de papel roja, de manera que con aquella luz Simbad percibía como una visión las piernas embutidas en medias negras y los vestidos blancos de las mujeres.

      — Por el amor de Dios, mi liguero — se quejaba de nuevo la voz atiplada de antes.

      Una redondez blanca, una figura femenina con pantalones se acercó entonces al hueco entre los tablones, se apoyó en estos y se ajustó los cordones de los zapatos. Simbad sintió en el rostro el aroma de aquel cuerpo femenino y le dio un mordisco al tablón...

      Poco a poco se fue haciendo silencio en el vestuario. La puerta se abrió y se cerró varias veces ruidosamente, polvos y perfumes revolotearon en el aire, se volcó una jarra de cerveza, y las dos actrices que quedaban hablaron en voz baja y tono serio sobre algo muy importante. Saltó el botón de un guante, y unas de las actrices escupió al suelo.

      —¡Qué asco! —dijo—. ¿De verdad quería eso?

      La otra respondió quedamente, asegurando que sí. Luego ambas se echaron a reír despacio, con un tono similar al ronroneo de un gato, y se marcharon antes de que se apagara la luz.

      Simbad se quitó el sombrero y dio unos pasos trémulos, inseguros a la vera de la barraca... Una mujer ataviada con una capa blanca y fragante, sombrero grande con plumas y un ramo de flores en la mano pasó a su lado en la penumbra... La farola de petróleo entre los tilos iluminó el rostro y sus hoyuelos, así como la naricita curva y el arco audaz de las cejas.

      —Le beso la mano, señora —dijo Simbad casi sin voz, rápidamente, y se quedó rígido, olvidando quitarse el sombrero.

      La mujer se volvió y miró vacilante en la penumbra, entrecerrando los ojos, ya que era un tanto miope.

      —¡Vaya, es usted! —exclamó con una voz sonora que vibró ante Simbad como el agua del río a la luz de la luna—. ¿Cómo se llama? Tiene un nombre extraño. Vaya, sí... Simbad... Gracias por el ramo de flores...

      Su voz sonaba ya como un arrullo cuando alargó la manita regordeta y enguantada y la capa blanca que llevaba suelta se abrió. Era una mujer baja y gordita que llevaba la blusa abrochada como al descuido de manera que dejaba ver la combinación blanca.

      Simbad se acercó y cogió rápidamente esa manita. Estampó dos o tres besos sobre el guante de hilo empapado de sudor, y los brazaletes tintinearon en la muñeca de la actriz.

      —Pues sí —continuó Irma H. Galamb—, conozco a Nagy. Le mando saludos... Y besos —añadió con una ligera carcajada que sonó

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