Cluny Brown. Margery Sharp

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Cluny Brown - Margery Sharp Sensibles a las Letras

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nos haría más felices —añadió Andrew con formalidad— que disfrutar de su compañía.

      —¿Ahora?

      —Sí, claro que ahora —dijo Betty—, antes de que alguien nos retenga. Vaya a por su abrigo.

      Se quedaron otra vez los tres solos mientras Belinski se aplicaba en buscar a la anfitriona. Betty Cream estaba animadísima, pero Andrew y John parecían muy solemnes. Al contrario que ella, eran conscientes de la importancia de su invitado.

      —No sé cómo has tenido valor —dijo Andrew—. Es uno de los hombres más distinguidos de Europa.

      —Parecía tan perdido… —comentó Betty con aire ausente—. ¿Adónde lo llevamos?

      —Al Claridge —sugirió John.

      —Muy remilgado. Vamos al Soho, al Moulin Bleu.

      —Deberíamos ir al club —replicó Andrew—. ¡Qué demonios, deberíamos ofrecer una cena en su honor!

      —Con Betty, el club está descartado. Sigo diciendo que al Claridge.

      En ese momento, Belinski volvió a aparecer. Betty lo puso al corriente enseguida.

      —¿Prefiere ir a un sitio donde hay buena comida pero que parece un cementerio o a un lugar más excéntrico pero divertido?

      —Me pongo en sus manos —dijo el señor Belinski.

      II

      Fueron, por supuesto, al Soho, y cada minuto que pasaba, durante la prolongada comida, la atmósfera iba enrareciéndose más y más. No había forma de hacer hablar a Belinski, salvo si se le preguntaba directamente, y sus respuestas revelaban una situación en extremo alarmante. Su periplo, por ejemplo: desde Bonn, donde habían empezado los problemas, iba a regresar a Berlín, pero acontecimientos políticos —dijo sin más— lo hacían desaconsejable, de modo que fue en dirección opuesta, a París. Allí descubrió que lo consideraban un alborotador: las autoridades polacas se oponían a que volviese a Varsovia y la policía francesa lo tenía en el punto de mira. Vendió un par de condecoraciones incrustadas de joyas y viajó a Londres, donde esperaba encontrarse con su editora americana, que por desgracia se había marchado una semana antes. En ella aún depositaba Belinski sus esperanzas, pues habían hablado de un posible viaje del escritor a Estados Unidos, y aparte de eso parecía no tener ningún plan en absoluto. Entretanto, vivía al día como en un vacío. Tenía una habitación en Paddington y pasaba la mayor parte del tiempo en bibliotecas públicas. No se había dado a conocer a nadie y no quería que lo buscasen. Relataba aquellos hechos con voz melancólica y sin reticencia, como si fueran algo corriente y desprovisto de interés que debía de ser bastante aburrido escuchar.

      —¡Santo cielo! —exclamó John al fin—. Pero si tiene que haber gente, instituciones, deseando contar con usted. Cambridge, sin ir más lejos, o cualquier universidad. En fin, es usted famoso. Sería un… un lujo para ellos. No lo entiendo.

      —Bueno, ya estoy harto de todo eso —repuso el señor Belinski.

      Se quedaron más sorprendidos que nunca. Los jóvenes miraban a Adam Belinski con los ojos como platos mientras este se entregaba a su sabayón. ¿Harto de todo? ¿Harto de ser un alborotador? ¿Harto de ser el centro de disputas, de investigaciones secretas, de enredos internacionales? Tal actitud solo les parecía explicable por una razón: la mala salud. Aún no se habría recuperado de la paliza…

      —Necesita un buen descanso —dijo Betty en tono alentador.

      —Necesito trabajar —corrigió el señor Belinski—. Soy un artista, no una figura política. Ese es el problema en Polonia: no hay suficientes polacos distinguidos y los que hay tienen que cumplir una doble función. Fíjense en Paderewski, el mejor músico del mundo: pues teníamos que hacerlo también presidente. Si ganas una carrera de coches, te nombran ministro de Comercio. Como yo tengo éxito con mis obras, debo convertirme en profesor. Gracias a Dios que no me pusieron al frente de la policía. Y así me veo envuelto en esta lucha y apenas puedo trabajar. —Hizo un aspaviento con la mano y, por primera vez, los jóvenes se dieron cuenta de que tenía la muñeca torcida, como si se le hubiera roto y no se la hubiesen recolocado bien—. Yo no quiero ser más que lo que soy y estoy decidido a conseguirlo. Además, al parecer causo problemas. Incluso si volviera a dar conferencias, no iría a una de sus universidades para, tal vez, crearles dificultades.

      —Pues sí que está usted en el candelero —dijo Betty muy interesada.

      Sin embargo, era evidente que el conocimiento del idioma de Belinski no llegaba a esos coloquialismos. Parecía confuso.

      —Quiere decir —tradujo Andrew— que entiende muy bien, como todos nosotros, por qué tiene que pasar inadvertido. Pero es una infamia.

      Luego miró a John Frewen y, en ese momento, el gran plan afloró en sus mentes. Apenas necesitaron hablar; con unas cuantas palabras, por debajo de la cháchara de Betty, los detalles más importantes quedaron decididos.

      —¿Horsham? —murmuró John refiriéndose a su casa.

      —Mejor en Devon, que está en el quinto infierno —repuso Andrew también en un susurro.

      —¿Y tu familia?

      —Sin problema, creo. ¿Se lo decimos ya?

      —No, espera. Mañana. Que parezca que lo hemos consultado con la almohada…

      A la hora de la verdad, sin embargo, ambos temieron que, una vez se separasen de él, Belinski pudiera desaparecer de nuevo antes de que lograran salvarlo; así que, mientras John acompañaba a Betty a su casa, Andrew se fue con el señor Belinski a Paddington, con el pretexto —pues al principio rehusó su compañía— de tener que coger un tren. Con absoluta solemnidad, entonces, el polaco insistió a su vez en acompañar a Andrew hasta la estación y este último, que hasta el momento había sido incapaz de llevar la conversación más allá del plano abstracto, se sentía francamente ridículo. Parecía que ya iba a perder la oportunidad, pero estaba decidido a no dejarla escapar.

      —Señor Belinski —le dijo.

      —¿Sí? ¿Es que no encuentra su tren?

      Andrew se dio cuenta de que había estado mirando los paneles indicadores y se ruborizó.

      —Señor Belinski, ¿le gustaría venir a pasar una temporada con mi familia en Devonshire?

      —Disculpe, ¿cómo dice?

      —A mi casa, en el campo. Es un sitio muy tranquilo. Allí podrá trabajar, sin duda, porque no hay nada más que hacer.

      Belinski lo miró divertido.

      —¿Se trata de otra fiesta? ¿Una de fin de semana?

      —No, no —repuso Andrew—. He pensado que podría quedarse unos años.

      En ese momento, un mozo de estación se abrió paso a empujones entre ellos (era, de hecho, el tío de Cluny, Trumper) porque también quería ver los indicadores. Andrew se apartó a un lado y Belinski al otro y, durante ese instante de separación, la mente de este último debió de trabajar a toda velocidad,

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