Cluny Brown. Margery Sharp

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Cluny Brown - Margery Sharp Sensibles a las Letras

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que enseñarle cuál era su lugar.

      Cuando llegaron a la parada del autobús, el señor Porritt ya había tomado una decisión. Se volvió hacia Cluny y la miró muy serio.

      —Después de esto lo tengo claro —le dijo—. Entrarás a servir.

      CAPÍTULO 3

      I

      Nada más fácil para una muchacha, en aquel año de 1938, que entrar a servir en una buena casa. Las mansiones solariegas de Inglaterra esperaban con las puertas abiertas. Cluny Brown, además, tenía ciertas ventajas: era alta, desprovista de atractivo (aunque de piel clara) y absolutamente inexpresiva. Esta última cualidad no era algo constante, pero la mujer de la oficina de colocación no lo sabía y veía en Cluny el arquetipo de aquella especie tan preciada y que tan rápido estaba desapareciendo: la Doncella de Altura. Addie Trumper también conocía el paño; ella misma había servido con una buena familia y, ahora que los lacayos estaban casi extintos, le daba la impresión de que no habría en todo el país una casa tan principal que Cluny no pudiese aspirar a colocarse en ella. La señora Trumper estaba en la gloria: no solo habían seguido su consejo, además habían dejado todo el asunto en sus manos. Se sentó junto a Cluny, en la oficina de colocación, como quien exhibe el ejemplar que se ha llevado el primer premio en una feria de ganado.

      —Hay que ser conscientes —dijo la señorita Postgate en tono de reproche— de que su sobrina carece por completo de experiencia.

      —Como casi todas hoy en día —replicó Addie.

      Las dos mujeres se tomaron la medida: la señorita Postgate, propietaria y directora de un célebre establecimiento que, cuando muriese, dejaría una suma de veintidós mil libras, y Addie Trumper, de Portobello Road.

      —Eso es cierto —concedió la señorita Postgate—. Veamos, hay un sitio en Devonshire…

      Cluny Brown no hizo ningún comentario. Tras dos días de continuas y clamorosas protestas, había aceptado la derrota, aunque aún seguía desconcertada por todo aquello. Que su tío Arn ya no la quisiera con él era increíble y, de hecho, el señor Porritt admitió, apurado, que le daría pena verla marchar. («En cierto sentido», añadió enseguida.) ¿Quién iba a atender el teléfono cuando no estuviera en casa?, le preguntó Cluny. El señor Porritt, al recordar lo que había ocurrido cuando la joven cogió la llamada del domingo, dijo que ya se las apañaría. ¿Y quién iba a remendarle los calcetines? Addie Trumper se encargaría. Addie también iba a buscar una mujer respetable que le llevase la casa y, además, podía ir a comer a Portobello Road siempre que quisiera. Addie Trumper, pensó Cluny, estaba echando bien la zarpa, y le dirigió una mirada de odio tan evidente que fue una suerte que la señorita Postgate no lo viera.

      —Dos criadas más —estaba diciendo la señorita Postgate— y una excelente gobernanta. Un servicio reducido, pero de la mejor clase. La conozco personalmente y, como ella me conoce a mí, no habrá problema con las referencias. Friars Carmel, por supuesto, está en el campo…

      —Tanto mejor —terció la señora Trumper.

      —Pero el sueldo es bueno. Y si quiere para su sobrina una disciplina rigurosa, en ningún sitio aprenderá más que con la señora Maile. Le escribiré de inmediato. —La señorita Postgate recogió unos cuantos papeles para dar a entender que la entrevista había concluido y se volvió hacia Cluny con una agradable sonrisa—. No voy a decir que espero volver a verla, señorita Brown, porque no es así. Espero que vaya a Devonshire y que se quede allí muchos muchos años.

      —¡Venga! —voceó la señora Trumper—. Cluny, ¡da las gracias!

      Cluny se humedeció los labios. Solo había hablado una vez en todo ese tiempo, para decir su edad, y la señorita Postgate se había llevado una buena impresión tanto por su voz grave como por el hecho de que después hubiera permanecido en silencio.

      —¿Ha leído usted La cabaña del tío Tom? —le preguntó Cluny alto y claro.

      —No, creo que no —dijo sorprendida la señorita Postgate.

      —Pues debería —repuso Cluny.

      II

      Las gestiones siguieron avanzando con espantosa fluidez: la señorita Postgate escribió a la señora Maile; la señora Maile, cabe suponer que después de consultarlo con su patrona, lady Carmel, contestó con prontitud y adjuntó el dinero para un billete de ida de tercera clase; y Addie Trumper invadió la casa del señor Porritt para supervisar cómo se preparaba el equipaje, incluyendo el lavado y zurcido de toda la ropa de Cluny. El uniforme se lo darían allí. ¡Una chica con suerte!, exclamó la señora Trumper muy animada. ¡No tener que buscarse sus propios delantales! Cluny no dijo nada. Esos últimos días apenas abría la boca y el señor Porritt estaba casi tan callado como ella. Por la noche, cuando Addie se marchaba por fin, el silencio caía como un apagavelas sobre la antes alegre morada de String Street. Los dos habían dicho ya lo que tenían que decir, casi con demasiados pormenores, y al menos el señor Porritt estaba decidido a no volver a empezar. Pero la última noche que Cluny iba a pasar en casa, justo ocho días después de su incursión en la vida artística, su tío llegó con un paquetito rectangular y lo dejó en silencio delante de ella: dentro había tres fotografías, una de él, otra de Floss y otra de la madre de Cluny, dispuestas una junto a otra en un marco dorado de estilo inglés.

      —¡Oh, tío Arn!

      —He pensado que deberías tenerlas —dijo el señor Porritt algo brusco—. No he encontrado ninguna de tu padre.

      —¡Tú eres como mi padre! —exclamó Cluny con vehemencia—. Tío Arn, ¿por qué tengo que marcharme?

      —Es lo mejor.

      Cluny observó su rostro, cuadrado, un poco chato y de expresión decidida, y se dio cuenta de que nada le haría cambiar de opinión. Tenía que irse, entrar a servir en Devonshire. Era su destino. Lo que la suerte le tenía reservado. Las viejas preguntas —Cluny también era consciente de ellas— por fin tenían una respuesta. ¿Quién te crees que eres, Cluny Brown? RESPUESTA: Una Doncella de Altura.

      —¡Tío Arn! —suplicó Cluny—. ¿Puedo volver si no me gusta?

      —No —dijo el señor Porritt—. Que no te guste no es razón suficiente.

      —¿Y si no me dan de comer? ¿Y si me pegan? —insistió Cluny a la desesperada.

      —No harán nada de eso —le aseguró su tío—. Si lo hacen, escríbeme.

      Cluny contempló la habitación con cara de espanto, como si fuera un furgón policial que iba a llevarla a prisión. La imagen de algunas de sus cosas aún desperdigadas por ahí —restos de costura, su colección de calendarios, un libro que había que devolver a la biblioteca de dos peniques— se burlaba de ella con ese falso aire hogareño y, cuando vio el pájaro de cristal hilado en lo alto del reloj, el que había guardado del último árbol de Navidad que la tía Floss y ella habían adornado juntas, se le llenaron los ojos de lágrimas. Pero no sirvió de nada; no había lágrimas que pudieran ablandar a su tío, que ahora rellenaba su pipa con parsimonia mientras endurecía el corazón con la idea de que aquello era lo mejor. Cluny cogió el marco con las fotografías y lo envolvió de nuevo con cuidado.

      —Es un regalo muy bonito. Pensaré mucho

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