Cluny Brown. Margery Sharp

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Cluny Brown - Margery Sharp Sensibles a las Letras

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la osa! —voceó Addie Trumper—. ¿Pero quién se cree que es?

      Ahí estaba de nuevo, la inevitable pregunta que, por alguna extraña razón, Cluny Brown parecía suscitar siempre. Y, sin embargo, ¿podía haber una respuesta más sencilla? Su difunto padre conducía un camión, tenía un tío fontanero, su madre había sido la cuñada de ese fontanero, su otro tío era mozo de estación (en la Great Western)… ¿Cómo iba a dudar nadie de quién era Cluny? ¿Cómo podía haber ninguna duda respecto a quién creía que era? Era evidente. Y, aun así, si el señor Porritt no había oído esa pregunta mil veces, no la había oído ninguna. Él mismo se la hacía. Pero ni para él ni para Addie Trumper tenía respuesta.

      —Lo que le hace falta a la joven Cluny —afirmó la señora Trumper cogiendo aire—, ya lo he dicho antes y volveré a decirlo, es entrar a servir. En una buena casa, con una gobernanta estricta. Acuérdate bien de lo que te digo.

      Pero el señor Porritt no tenía intención de dejarse intimidar.

      —Y yo ya te he dicho que no puedo prescindir de ella. Necesito a alguien que atienda el teléfono cuando no estoy en casa.

      —¡Para qué te hará falta un teléfono!

      El señor Porritt y Trumper intercambiaron una mirada fraternal. Claro que un fontanero necesitaba un teléfono: la mitad de los avisos, y todos los que eran urgentes, llegaban por teléfono. Aquella era una de las razones de la prosperidad del señor Porritt: siempre podías localizarlo. La gente llamaba a medianoche, o incluso más tarde, y aunque el señor Porritt no fuese de inmediato, su tono solemne y profesional les procuraba consuelo y, si decía que estaría allí a primera hora, rara vez se molestaban en llamar a nadie más. Pues claro que le hacía falta un teléfono…

      —Y, por cierto —añadió la señora Trumper volviéndose hacia su marido—, te has dejado un desplantador fuera. —Luego agarró el News of the World y se marchó.

      Pasaron unos segundos antes de que el ambiente se tranquilizara de nuevo. Los dos hombres se habían quedado muy quietos, como peces en el fondo de un estanque revuelto. El señor Porritt miró a su cuñado como excusándose y alargó un brazo para coger sus botas.

      —No hace falta que te vayas —dijo Trumper con amabilidad.

      —Será lo mejor —repuso el señor Porritt.

      —Tú haz lo que te parezca bien. Si la joven Cluny te ayuda y puedes mantenerla, no es asunto de Addie.

      —Ya —asintió el otro. Aun así, terminó de atarse las botas—. Pero a ti no me importa decírtelo: estoy preocupado. —Hizo una pausa. Estaba lo del té en el Ritz y había algo más, algo que no había mencionado ni siquiera a la mujer del parque—. La han estado rondando —dijo al fin.

      Trumper silbó.

      —¿Rondando? ¿A Cluny?

      —Dos veces —le aseguró el señor Porritt—, la semana pasada. La primera vez me lo contó ella, la segunda lo vi yo mismo. En High Street, a las puertas de una tienda: Cluny y el individuo en cuestión estaban hablando. Él se largó a toda prisa en cuanto me vio.

      —Apuesto a que sí —dijo Trumper con aire convencido.

      —Cluny dice que estaba mirando los sombreros del escaparate cuando el tipo se le acercó y le preguntó si había algo que le gustara. Cluny dijo que no, que solo estaba pasando el rato. Luego él le dijo que tal vez si iban hasta el West End encontrarían algo mejor. Entonces fue cuando llegué yo.

      —No se le habría ocurrido irse con él.

      —Eso dijo ella. Dijo que quería escuchar un programa en la radio. Lo que no me explico es por qué. No puede decirse que sea guapa…

      —Corriente y moliente —convino Trumper de buena gana. Los dos reflexionaron unos segundos—. Y la otra vez ¿fue el mismo tipo o era otro?

      —Otro. En la puerta del cine.

      —No debería andar tanto por ahí.

      —¿Y qué va a hacer la muchacha? —razonó el señor Porritt poniéndose a la defensiva—. ¿No puede mirar un escaparate? Quizá… No te lo he dicho, pero he estado hablando de Cluny con una señorita y quizá nos estamos equivocando en la manera de tratarla. A lo mejor no hay que atarla tan corto, sino animarla a tomar vuelo o algo así.

      —A Cluny no —aseguró el señor Trumper—. Quien te haya dicho eso es que no la conoce.

      Aquello era tan cierto que el señor Porritt no podía discutírselo. Por un momento, en cambio, guardó un obstinado silencio. La franqueza de esa mujer, justo antes de que los interrumpieran, había hecho mella en él: su actitud hacia su sobrina se había vuelto más flexible que nunca. Estaba dispuesto a hacer algo en su favor, a alterar de algún modo la sólida rutina de su vida en común si era necesario. En el fondo de su cabeza germinaba la idea de que tal vez Cluny debería aprender a escribir a máquina.

      —¡Y esa tontería de las naranjas! —añadió Trumper con retintín.

      —Las ha pagado ella. Y no me importa admitir —dijo el señor Porritt en una repentina aceptación de su debilidad— que, tontería o no tontería, y preocupado como estoy, es un verdadero consuelo saber que está a salvo en casa y en la cama.

      Decía (como siempre) lo que creía que era verdad.

      CAPÍTULO 2

      I

      Que Cluny Brown no estuviera en la cama, y ni siquiera en casa, se debía a la pura diligencia, una cualidad que rara vez se le reconocía. El artículo del periódico hacía mucho hincapié en que el reposo fuera absoluto: persianas bajadas y nada de teléfono. Cluny había cerrado las cortinas, pero no podía evitar que la gente tuviese que llamar a un fontanero y, cuando poco antes de las tres el timbre empezó a sonar, de mala gana (pero con gran diligencia) sacó las largas piernas de la cama y, aún descalza, bajó corriendo las escaleras.

      —¿Diga? —contestó con su peculiar tono grave.

      Le respondió la voz de un hombre, apremiante, brusca, áspera y con ese aire de agravio frecuente en todos los que tienen problemas con el suministro de agua.

      —¿Es el fontanero? Necesito que venga alguien de inmediato.

      —Ha salido —dijo Cluny.

      —¿Y no puede localizarlo?

      Cluny reflexionó. No hacía tiempo para que reventasen las cañerías y ella no tenía intención de interrumpir el descanso dominical de su tío por ninguna calamidad menor.

      —No, no puedo —repuso.

      —¡Santo Dios! —gritó la voz con vehemencia—. ¡Esto es intolerable! ¡Inaudito! ¿Y no hay nadie más? ¿Quién es usted?

      —Cluny Brown —contestó ella.

      Hubo una breve pausa y, cuando la voz volvió a hablar, lo hizo en un tono muy diferente.

      —No

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