Cluny Brown. Margery Sharp

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Cluny Brown - Margery Sharp Sensibles a las Letras

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por articulación desde los dedos de los pies hasta el cuello. «Ahora imagine que es un gato persa», decía el artículo del periódico; pero Cluny, cuya imaginación era más concreta que romántica, se sentía más bien como uno de esos cojines con forma de salchicha que algunos vendedores pregonaban por las calles para evitar que entrase aire por debajo de las puertas. Probablemente no importaba… Lo que sí importaba era que, apenas había conseguido llegar a ese envidiable estado, el teléfono volvió a sonar. «Déjalo», pensó Cluny, y continuó con el siguiente paso: vaciar por completo la mente. Solo que no podía por culpa del teléfono. Siguió sonando y sonando hasta que al final no le quedó más remedio que levantarse y contestar de nuevo.

      —¿Señorita Brown? —dijo la voz—. Por favor, acepte mis disculpas.

      —¿Y para eso me ha sacado de la cama? —vociferó Cluny indignada.

      Una vez más, se hizo un silencio. De haber estado escuchando, el señor Porritt se habría compadecido de la persona que estaba al otro lado de la línea. Cuando llamas a un fontanero, no te esperas… Bueno, no te esperas a Cluny.

      —¡Cielos! —exclamó la voz con consideración—. ¿Está enferma? ¿Quiere que le lleve un poco de vino?

      —No es el vino, son las naranjas.

      —¿El qué?

      —La cura. Pero no estoy enferma. —Habiendo llegado tan lejos, Cluny creyó mejor aclararlo todo—. Te quedas veinticuatro horas en la cama bebiendo solo zumo de naranja, aunque supongo que si las chupas es lo mismo, y el cuerpo entero se tonifica de maravilla.

      —Parece que ya está usted mejor —observó la voz.

      —Me siento mejor —convino Cluny.

      —¿Y no estará lo bastante bien para pasarse por aquí y ver qué le ocurre al fregadero?

      Cluny vaciló. De hecho, se sentía muy bien. Allí de pie, con su camisón de algodón, en la corriente de aire, descalza sobre el linóleo sin alfombrar, se sentía extraordinariamente bien, en conjunto, salvo por una herida que tenía en el labio superior de tanto chupar naranjas. ¿Podría ser que la cura ya hubiese hecho efecto? Y si era así, ¿no debía cumplir con su deber para con el negocio y tal vez conseguir un cliente nuevo para su tío? Un fregadero no parecía nada grave; estaría atascado, lo más probable, y nadie habría tenido la sensatez de desenroscar el codo…

      —Le daré diez chelines, ya que es domingo —la tentó la voz—, y puede coger un taxi. Es el diez A de Carlyle Walk, en Chelsea. ¿Va a venir?

      —De acuerdo —dijo Cluny, y con gran diligencia fue a por el libro de avisos para apuntarlo.

      II

      El atuendo apropiado para que una joven señorita vaya a arreglar el fregadero de un hombre un domingo por la tarde nunca se ha definido con criterio de autoridad alguno. Cluny tenía que llevar la bolsa de herramientas de su tío, desde luego, pero para compensar se puso sus mejores galas. Iba toda de negro, pues seguía de luto por la señora Porritt, y aquella particularidad, en ese momento de su trayectoria vital, no carecía de importancia. Explicaba, por ejemplo, cómo había conseguido una mesa en el Ritz. Con su excepcional altura, delgada como un arenque ahumado y vestida con un sencillo abrigo negro, Cluny daba muy buena impresión. De espaldas parecía elegante, aunque su cara estropeaba el efecto si la mirabas de frente. En veinte años, sin embargo, Cluny se había acostumbrado a su rostro y ahora, mientras se daba unos toques de colorete, podía contemplarlo sin resentimiento: pómulos afilados, boca grande, nariz grande, ni pizca de color; achatado de la frente a la barbilla, de mandíbulas anchas y marcadas; el pelo espeso y oscuro, que se cortaba ella misma en cuanto le llegaba por debajo de los hombros y que llevaba recogido en la parte de arriba, lejos de la nuca, de modo que sobresalía como una cola de caballo. «Suerte que el tío Arn es miope», pensó Cluny con filosofía, y luego bajó a toda prisa las escaleras, riéndose porque de pronto se le había ocurrido que tal vez la Voz buscaba algo de diversión y, si era así, no se asustaría poco cuando la viera.

      III

      El diez A resultó no ser una casa, sino un estudio construido en el jardín de una mansión en los prósperos días del arte victoriano. Desde entonces, la mansión se había transformado en un bloque de pisos y el estudio en garaje, reconvertido ahora de nuevo en estudio por parte del señor Hilary Ames. Él no era artista, pero le gustaba dar fiestas. Esa noche daba una y por eso necesitaba desatascar el fregadero con urgencia. No obstante, la malicia de Cluny también estaba medio justificada: su voz grave y lo absurdo de sus pasatiempos habían despertado el gusanillo del señor Ames. No era algo difícil: el gusanillo del señor Ames se despertaba con bastante facilidad cuando se trataba de jovencitas, pero Cluny acertó además al prever un ligero sobresalto en el primer encuentro. Llegó, llamó a la puerta y al entrar descubrió en el rostro de aquel hombre una expresión sumamente confusa.

      —Veamos, ¿cuál es el problema? —preguntó Cluny, benévola, observándolo casi con la actitud de un joven policía. Era, con mucho, la más alta de los dos, y lo primero que advirtió del señor Ames fue la pequeña calva que tenía en la coronilla. Por lo demás, debía de rondar la cincuentena, era tirando a rollizo y llevaba un jersey amarillo canario que le había costado seis libras y que Cluny pensó que le hacía parecer una ficha del juego de la pulga.

      El señor Ames, por su parte, echó un vistazo a la nariz de Cluny y, descartando de inmediato cualquier pensamiento travieso, la condujo hasta una pequeña y maloliente trascocina. El fregadero rebosaba de agua grasienta y parte se había derramado sobre el suelo, pero no parecía que hubiera reventado nada y no olía a gas. Cluny dejó la bolsa con un ademán muy profesional, se quitó el abrigo y se lo dio al señor Ames. Podría haber sido Arnold Porritt en persona.

      —¿Puede arreglarlo? —le preguntó inquieto el señor Ames (era lo que preguntaban todos)—. Espero a unos cuantos amigos sobre las seis y esto es un desastre.

      —Lo olerían a un kilómetro de distancia —reconoció Cluny alegremente—. ¿Tiene un perchero?

      —Por supuesto —dijo el señor Ames, que pareció sorprenderse—. ¿Necesita uno?

      —Aquí no —repuso ella—, pero podría llevarse mi abrigo y colgarlo.

      En cuanto se fue, Cluny se desabrochó las ligas y se enrolló las medias por debajo de la rodilla (era su mejor par). Luego se arremangó la blusa, se subió la falda y se puso manos a la obra. No era difícil: solo había que aflojar una tuerca, desenroscar la junta y dejar que el agua sucia se vaciase en un cubo. En este caso el atasco era considerable, pero con la ayuda de una caña de bambú Cluny sacó hasta el último resto de porquería. Luego abrió los grifos al máximo y dejó que corriera el agua y, para rematar la faena, fregó la pila con Vim. Además, abrió la puerta trasera, vació el cubo al pie de un macizo de arbustos bastante desastrado y cogió un par de botellas de leche que había en el escalón. En ese momento volvió el señor Ames y resultó un instante de peculiar relevancia. La silueta de Cluny, alta y delgada, oscura a contraluz, exhibía un equilibrio admirable entre el cubo que llevaba en una mano y las botellas en la otra, y, cuando volvió la cabeza, la ridícula coleta trazó una llamativa floritura en el aire. No se parecía a nadie en el mundo salvo a Cluny Brown y, al mismo tiempo, cuando entró con la leche, daba la impresión de pertenecer íntimamente a aquel entorno. Por alguna razón que no alcanzaba a entender, el señor Ames se imaginó de pronto un mirlo en la ventana.

      —¡Pues ya lo tiene! —exclamó Cluny—.

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