Cluny Brown. Margery Sharp

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Cluny Brown - Margery Sharp Sensibles a las Letras

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—añadió Cluny vacilante.

      —Por supuesto que sí…

      —Y el taxi han sido tres chelines y seis peniques, pero no necesito coger otro para volver.

      —Digamos entonces que una libra y estamos en paz —concluyó el señor Ames.

      Pero Cluny no quiso. Cogió el billete, le dio el cambio de seis chelines y seis peniques y empezó a recoger sus cosas. En unos minutos se habría ido; el señor Ames era consciente de cada segundo que pasaba, pero la creciente y acelerada presión de sus deshonrosas intenciones, como si fuera una leve conmoción cerebral, lo había dejado sin palabras. Por primera vez en la vida, no sabía cómo empezar. Y, sin embargo, había una jugada tan simple, tan obvia, que la propia Cluny la planteó de la forma más natural.

      —¿Podría lavarme un poco?

      —¡Por Dios, claro que sí! —exclamó el señor Ames.

      Mientras la acompañaba al cuarto de baño, recuperó todo su aplomo. Era el lugar perfecto para despertar en ella, como ya deseaba con urgencia, un sentimiento de asombro y admiración. Confiaba en su cuarto de baño y no le decepcionó. Ante la inmensa bañera de color ámbar, los espejos tintados del mismo tono, las cortinas de seda impermeable y los innumerables y relucientes artilugios, esta vez fue Cluny la que se quedó sin habla. No hacía más que mirar y mirar a todas partes, hasta que sus ojos se convirtieron en dos charcos de tinta.

      —¿Bonito? —apuntó el propietario.

      —¡Cielos! —resolló Cluny.

      —A mí también me gusta —dijo el señor Ames—, aunque mis amigos creen que parece un nidito de amor.

      Tenía la costumbre de introducir este término en la conversación con las jovencitas a las que acababa de conocer, para observar su reacción. La de Cluny fue inesperada.

      —¡Ojalá el tío Arn estuviera aquí!

      Algo chafado, el señor Ames preguntó por qué el tío Arn.

      —Porque es fontanero —le explicó Cluny.

      Con aire profesional, examinó los grifos, los desagües y la serpenteante manguera de la ducha de mano. La estera de goma amarilla y el cenicero en forma de pez le provocaron una emoción puramente estética, y, al contacto de las suaves cortinas contra sus mejillas, estuvo a punto de ronronear como un gato.

      —¡Es tan bonito como en las películas! —suspiró al fin—. ¿De verdad puedo lavarme aquí?

      —Por supuesto. Dese un baño —sugirió el señor Ames.

      Se encendió un cigarrillo mientras Cluny consideraba la propuesta. Era una situación poco corriente, ya que la joven necesitaba un baño de verdad, y el señor Ames, que tenía más experiencia, estaba sin duda más sorprendido que Cluny. Tuvo la impresión de que nunca había empleado esa táctica en circunstancias tan favorables y aquello le pareció un buen presagio.

      —Es usted muy amable… —empezó a decir Cluny.

      —No tiene la menor importancia. Le traeré una toalla.

      Sin embargo, Cluny Brown aún no se había decidido. En el mundo de los Porritt-Trumper donde se había criado, uno no se daba un baño así como así, con tanta ligereza. Había que planearlo de antemano, prestando la debida consideración a cuándo se encendía la caldera y quién más quería bañarse. Y, sobre todo, después hacía falta una muda limpia. Por supuesto, Cluny no había llevado ropa para cambiarse y eso la disuadió. Además, estaba segura de que disfrutaría casi igual aseándose en el lavabo.

      —Solo voy a lavarme —dijo—, pero gracias de todas formas.

      —Es mucho mejor darse un baño —insistió el señor Ames.

      —¿Huelo mal? —preguntó Cluny intranquila.

      Y aquel fue el error del señor Ames. Debería haberle dicho la verdad, que de hecho apestaba bastante, pero no estaba acostumbrado a que la gente se tomase bien la sinceridad.

      —Santo cielo, no.

      —Entonces solo me lavaré —repitió Cluny—. Váyase.

      En la cerradura no había llave, pero eso no la preocupaba porque el señor Ames, claro, ya sabía que ella estaba dentro. Se quitó la parte de arriba del vestido, empezó a baldearse enérgicamente con aquella deliciosa agua caliente y se cubrió de espuma con un maravilloso jabón perfumado de geranios. (El señor Ames, que había vuelto a abrir la puerta sin hacer ruido, no vio nada salvo su espigada espalda de marfil; y Cluny, con los ojos llenos de espuma, no vio al señor Ames.) Aspiró encantada ese aroma dulce y picante, que neutralizó con facilidad el persistente olor del agua estancada del fregadero, y volvió a colocarse el vestido con una justificada satisfacción. Tenía la nariz brillante otra vez, pero por alguna feliz casualidad los artículos de aseo incluían un gran tarro de polvos. Cluny no era de las que perdían la herradura por un solo clavo. Cuando volvió al estudio, el señor Ames, que estaba preparando unos cócteles, la olió antes de verla.

      No habló de inmediato; la oportunidad se presentaba de nuevo (el señor Ames conocía bien esos momentos). Al igual que se había sorprendido antes por la extraña familiaridad con la que Cluny entraba por la puerta de atrás, se sorprendía ahora por la familiaridad con la que venía de su cuarto de baño. La miró detenidamente y luego el hielo tintineó en la coctelera cuando la dejó sobre la mesa.

      —¿Cóctel o té? —le preguntó.

      —Cóctel —dijo Cluny sin vacilar.

      Ames le tendió una copa helada, el primer cóctel que iba a probar Cluny Brown. Era un martini seco y le bajó por la garganta de marfil en un único y prolongado trago.

      —¡Santo Dios! —exclamó el señor Ames—. ¡Eso no se bebe así!

      —Pues la cerveza sí —repuso Cluny sin más.

      Extrañamente conmovido por aquella falta de sofisticación, el señor Ames la hizo sentarse en el diván y esperó, con una inquietud casi paternal, a que llegasen los efectos. No parecía haber ninguno. A su pregunta de cómo se encontraba, Cluny contestó que muy bien y le pidió otra copa para bebérsela como es debido. El señor Ames le sirvió una no muy llena y se puso otra para él y, bajo su dirección, Cluny volvió a intentarlo: iba bebiendo a sorbitos y apoyaba la copa, entre uno y otro, en una mesa baja de café. El diván también era bajo, muy amplio y mullido, con el respaldo lleno de cojines. Cluny se arrellanó a sus anchas, feliz al estar convencida de que, como los cócteles eran al parecer mucho más relajantes que el zumo de naranja, sin duda tonificarían mejor el organismo. El señor Ames se apoyó en un codo y la miró. Ahora le parecía increíble que alguna vez la hubiese considerado fea: solo era capaz de ver la extraordinaria y delicada textura de su piel blanca y el magnífico y nítido contorno de sus párpados sobre aquellos almendrados ojos negros.

      —¿Y su fiesta? —preguntó Cluny de repente.

      —Se quedará usted, claro.

      —¿Cree que debería?

      —Seguro.

      —Muchas

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