E-Pack HQN Susan Mallery 2. Susan Mallery

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E-Pack HQN Susan Mallery 2 - Susan Mallery Pack

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encima del establo, hacia el corral en el que pastaban las llamas.

      –Estás haciendo maravillas con mi práctica veterinaria –le dijo a May–. He tratado a algunas alpacas, pero no a llamas. Tendré que ponerme al día.

      –También tengo ovejas –le advirtió May.

      –Las ovejas son fáciles. ¿Algún otro animal en camino?

      May sonrió.

      –No quiero estropear la sorpresa.

      «¡Oh-oh!», pensó Heidi.

      –¿Lo sabe Rafe? –le preguntó.

      –Por supuesto que no –contestó May–. Me diría que es una locura. Tendrás que esperar para verlo, como todos los demás.

      Heidi alzó las manos.

      –¡De acuerdo, de acuerdo!

      Desvió después la mirada hacia la casa. Rafe estaba hablando por teléfono en el porche, lo recorría de un extremo a otro, concentrado en una intensa conversación.

      –Estaré encantado de atender cualquier otro animal que traigas al rancho –se ofreció Cameron–. Encantado de conocerte, May.

      –Igualmente.

      Se estrecharon la mano y Cameron se volvió hacia Heidi.

      –¿Ya estás mejor?

      –Sí, gracias por venir. Supongo que no debería haberme preocupado tanto por la cabra.

      –Me gusta que mis clientes sean así. Sabes lo mucho que me conmueve.

      Se volvió hacia la camioneta y montó en ella.

      –Qué hombre más amable –comentó May mientras Cameron ponía el motor en marcha. Se despidió de ellas con la mano y giró hacia el camino de entrada al rancho–. Y muy atractivo.

      Heidi pensó en el pelo oscuro de Cameron y en sus ojos verdes.

      –Supongo que sí, pero nunca he pensado en él de esa manera.

      –¿Está casado?

      –Sí, se caso hace dos meses. Pero tampoco habría importado que fuera soltero. No es mi tipo.

      –¿No hay química?

      –Ninguna.

      –Ya veo –May miró entonces hacia el porche–. Es difícil predecir cuándo va a enamorarse el corazón.

      Heidi abrió la boca y la cerró. Aquello era un campo minado. Era preferible alejarse de cualquier tipo de conversación sobre aquel tema, pensó. Y si fuera una mujer inteligente, se alejaría también de Rafe. Pero en lo que a él se refería, no parecía particularmente brillante.

      En cualquier caso, aunque pudiera arriesgarse a seguir sintiendo, se mantendría bien lejos de su cama. Porque cruzar esa línea supondría jugarse todo lo que tenía.

      Las fiestas de la primavera de Fool’s Gold siempre caían en el fin de semana del Día de la Madre. Muchos padres aprovechaban la ocasión para llevar a sus mujeres a la fiesta y dejar que eligieran ellas su regalo. El domingo por la mañana los vendedores de comida servían un menú especial y los diseñadores de joyas solían hacer un buen negocio.

      Las fiestas comenzaban el viernes por la noche con un concurso de chile. Los ganadores, y los perderos, vendían las entradas a lo largo de todo el fin de semana. El sábado por la mañana se organizaba un desfile en el que participaban niños en bicicleta arrastrando remolques decorados con lazos y flores. Los perros de las familias, también disfrazados para la ocasión, acompañaban a los niños.

      Rafe hizo una mueca al ver a una gran danesa desfilando disfrazada.

      –¿Pero qué es eso? –musitó–. ¿Dónde queda la dignidad del perro?

      Heidi se echó a reír.

      –A mí me parece que está adorable.

      –¡Es humillante!

      Heidi miró a la perra, que movía felizmente la cola.

      –Creo que está sintonizando con la diva que lleva dentro. El año que viene a lo mejor visto a Atenea para que participe en el desfile.

      –Se comerá el vestido.

      –Es posible. Pero seguro que estará guapísima.

      Las calles estaban rebosantes de vecinos y turistas. Y aunque todavía faltaban un par de horas para las doce, el aroma de las barbacoas flotaba en el aire. Heidi olfateó con apetito.

      –Has dicho algo sobre la comida, ¿verdad? –le preguntó a Rafe.

      –No te preocupes, te invitaré a comer.

      Después de ordeñar, Heidi se había encontrado a Rafe sentado a la mesa de la cocina. Durante los fines de semana, el ritmo del rancho era diferente. Los hombres que trabajaban en la construcción tenían los dos días libres. Y aunque Rafe salía a montar a Mason y continuaba con sus proyectos, todo parecía ir mucho más despacio.

      Aquella mañana, cuando Heidi acababa de guardar la leche recién ordeñada en la nevera, Rafe la había sorprendido invitándola a ir a las fiestas con él. Y aunque desde el primer momento, ella había sido consciente de que aceptar era un riesgo, no había sido capaz de resistirse. De modo que allí estaban, fundiéndose entre la gente y disfrutando del desfile.

      Cuando terminó de pasar la última bicicleta, Rafe sugirió que dieran una vuelta por los puestos.

      –¿Estás seguro de que te apetece? –le preguntó Heidi.

      –Tengo ganas de hacer de turista.

      –Te creeré cuando te vea comprar un imán para la nevera.

      –A mi madre le encantaría.

      –May disfruta con todo.

      Rafe se echó a reír.

      –Prefiero ignorar la insinuación de que yo no.

      –No he dicho eso. Estoy segura de que también tú tienes tus buenos momentos.

      Continuaron caminando hacia los puestos. Cada vez había más gente a su alrededor. Los niños corrían entre la multitud. Cuando llegaron a una esquina, Rafe le agarró la mano y la atrajo hacia él.

      –Tengo que asegurarme de que no te pierdas.

      Solo estaba siendo amable, se recordó Heidi. Nada más. Pero al sentir sus dedos entrelazados con los suyos, en ella despertaba algo más que la amistad. Se sentía... bien. Le gustaba notar la fuerza de sus dedos, de su mano callosa. Era una mano más grande que la suya y, si se hubiera permitido un momento de debilidad femenina, hasta habría admitido que estando con él le entraban ganas de batir las pestañas y suspirar.

      Se recordó inmediatamente

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