La ternura de caníbal. Víctor Álamo de la Rosa
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Nunca pensó que arrancarle la cara fuera a ser tan fácil. Desde que su colmillo izquierdo aferró la comisura derecha de Ramírez Oblea y tiró, brusco giro de cabeza triunfante, Saturno devorando a sus hijos, la piel cedió como si fuera plastilina, resquebrajándose hasta la oreja. Escupió y el camino del segundo mordisco sobra decir que ya fue aun más sencillo. Agarró carne desde el pómulo y ya cuando arrastró la mordida pudo sentir la dureza del hueso.
El porqué no escuchaba los gritos de Ramírez Oblea es difícil de explicar. Mucho. Porque chillaba, ya sin cara que llamar cara, ya sin superficie donde pasar su magnífica hojilla de afeitar. Amorfo conglomerado sanguinolento, barbaridad de sangre en menos de lo que canta un gallo.
Por fin se oyó un disparo y el caníbal cayó fulminado. Alguien accionó la alarma y en cuestión de un minuto los empleados de la sucursal bancaria quedaron aislados y seguros en sus urnas de cristal. La plebe, antes incluso de empezar a escuchar las lejanas sirenas de la policía, rompió filas y huyó. Ramírez Oblea moría desangrándose con la mala suerte que suponía tener encima el pesado cadáver del caníbal que, una vez, fue orgulloso propietario de un deportivo de alta gama. Cosa curiosa, apunte sin mayor importancia: cuando el caníbal cayó sobre Ramírez Oblea debió apretar el mando de la llave, porque, instante mágico, el coche pareció conmemorar la reciente refriega con el alarmado encendido de sus cuatro intermitentes.
DOS
Lo propio sería introducir aquí una descripción de la ciudad. Decir su nombre, doblar sus esquinas, trazar sus calles, monumentos, plazas y parques, situar sus barrios céntricos y sus barrios periféricos y sus arrabales, insistir en que las afueras rebosan barriadas de ladrillo y techos de madera y cartón, suburbios insalubres y extrarradios de burdeles de carretera, además de nidos chabolistas donde se trafica con toda suerte de drogas a punta de navaja. Pero descubrimos que nada de esto es indispensable, que, a la postre, todas las ciudades son la misma y que, meditado seriamente, no necesitan ni nombre. Es la Ciudad.
Los edificios, tomados desde el centro, decrecen en altura a partir del cogollo central de rascacielos que albergan oficinas, sedes de empresas, despachos de abogados, notarios, políticos, funcionarios, periodistas, médicos, banqueros, mafiosos, aunque, demasiado a menudo, todas estas profesiones se den en realidad al mismo tiempo, hecho, digamos, un análisis genérico. Cerca del centro se van diseminando un par de gigantescos complejos hospitalarios, varios palacetes de gobierno y colegios e institutos y fundaciones y enseguida las recoletas casas del barrio histórico con su arquitectura decimonónica y algunas zonas de chalés adosados con pequeño recuadro jardín y más serpenteo de calles que conforme avanzan hacia las afueras van empobreciendo su aspecto: menos farolas públicas, más desconchones en el asfalto, menos bocas de alcantarillas, ninguna plaza donde ubicar dos o tres columpios para entretener a los niños y muchos feos inmuebles de mediana altura cuyas fachadas discapacitadas a duras penas se sostienen con las muletas de alguna obra o reforma inacabada. Son un verdadero desfile de lisiados: las ventanas rotas, los ojos del ciego, algunas vigas y pilastras soportando alféizares y balcones decrépitos, cojos apuntalados por sus bastones, y grandes cicatrices en las fachadas donde otrora hubo pintura uniforme, a imagen y semejanza de las marcas que nos dejan las enfermedades de la piel.
Y lejos, mucho más lejos, enturbiando el horizonte doblado por el peso de la contaminación, espigan las chimeneas de las fábricas y los hornos con sus bocas fumadoras. Y los esqueletos metálicos de las refinerías de crudo, monstruos con tanques como globos oculares y enrevesadas tuberías, intestinos gigantescos, tripas que regurgitan, huesos retorcidos de un dinosaurio, grandes insectos que llamar también centrales eléctricas y, un poco más lejos, los altos cráteres de tres reactores nucleares que los aviones esquivan para posarse con gris chirrido neumático en el aeropuerto. Un avispero de industrias de aspecto desigual, imposible saber qué se fabrica allí dentro, salvo en la siderúrgica, tan ruidosa que hasta sus fuegos son ensordecedores y sus reflejos pálidos rebrillan en el cielo de la noche como sacándole astillas. Desde aquí, tan altos, subidos a las azoteas de las cuatro torres, los rascacielos más vertiginosos de la ciudad, se diría que hasta el propio horizonte huye espantado. Que se aleja, acobardado, por tanto repunte metálico y tantos nubarrones de gases, espuma nociva de los días.
Lo propio. Lo normal. Es la Ciudad. Donde viven millones de seres humanos. Donde también viven los caníbales y los seres humillados. Así es. Así ha sido siempre, a poco, insistimos, que se medite seriamente.
TRES
Ramírez Oblea, a la postre, tuvo inmensa suerte. Dos veces no lo cuenta. Algo así le dijo a su hermano, el senador Ramírez Oblea, cuando lo visitó en el hospital. Casi no lo cuento, hermano. Porque llegó la ambulancia, envuelta en fosforescencias naranja y girando sus luces apremiantes, cuando boqueaba estertores finales, con su cara hecha un mapa de sangre, hilillos que delimitaban países y provincias, y le quitaron de encima al caníbal, y pudieron colocarle la mascarilla de oxígeno y hacerle la retahíla urgente de primeros auxilios y ponerlo en una camilla y trasladarlo a la ambulancia que, también con algo de suerte, no se topó con demasiado tráfico y pudo acelerar a fondo hasta enterrarse en las entrañas del más cercano complejo hospitalario. Luces de quirófano, susurros de cirujanos, tráfico de metálicas herramientas quirúrgicas y prisas. Ramírez Oblea pasará allí todo el próximo mes y medio, recibiendo visitas, leyendo revistas, hablando de política con su hermano, porque, tras operarlo de urgencia durante cinco horas y someterlo a varias transfusiones de sangre, infructuosamente trataron de recomponerle un poco los maltratados tejidos de la cara, aunque estaba claro que no habría de disfrutar más de los placeres rutinarios del afeitado. Que no se queje, de todas formas, que la mayoría de gentes no pueden contar ni en sus mejores sueños el relato de haber sobrevivido al ataque mortífero de un caníbal.
CUATRO
Ramírez Oblea no podía saber que Melany, la primera enfermera que lo atendió diligente aun en la ambulancia, no solo fue eficaz profesional por sus estudios y por su vocación solidaria, sino porque su vida estaba propulsada por los motores entusiastas de la felicidad: estaba enamorada. Perdida, loca, extremadamente enamorada de mí. Dicho así casi parece altanero o pretencioso por mi parte, pero es la verdad. Así de seguro estoy. Me lo dicen todo el tiempo sus ojos, todo el tiempo me lo dicen sus labios con sus besos sus besos con sus palabras sus palabras con sus labios sus labios con sus besos. Todo el tiempo. Jamás olvida ese detalle, el beso en la boca antes de irse al trabajo, o la caricia breve y oportuna en mi cachete o en mi oreja o el güasap inesperado con rotundas palabras de amor, todo ese sinfín de atenciones que demuestran entrega, compromiso, fidelidad, todos esos conceptos tan anchos que a menudo nos parecen inabarcables.
Melany, ya lo dije, es enfermera. De las buenas. Acaso lo ha sido siempre. Desde pequeña, cuando jugaba a los médicos, ella lo hacía en serio, reconcentrada, con una arruga de atención en pleno entrecejo porque de veras le interesaba aquel juego donde podía montar y desmontar todos los órganos humanos del muñeco, maniquí que se quejaba emitiendo agudos pitidos con voz llorosa cuando la niña Melany cometía una equivocación y alguno de sus huesos no había sido encajado en su sitio, que tampoco es tan fácil distinguir falanges, cóndilos, húmeros, cúbitos, coxis, tibias y peronés. Descubrir tempranamente una vocación es una suerte que nos ahorra dar palos de ciego y caminar desnortados por la vida.
Saber lo que le gusta, tener plena certeza de saber para qué nació y de su lugar en el mundo y, además, estar aturdidamente enamorada hacían de Melany una persona feliz, una mujer en cuyos brazos se sentía la pulsión cálida del hogar y el abrigo del puerto seguro. ¿Qué más se podía pedir? Meditado seriamente, siempre cabe más, aunque sepamos que no se puede tener todo, nos