La ternura de caníbal. Víctor Álamo de la Rosa
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу La ternura de caníbal - Víctor Álamo de la Rosa страница 6
—Vale, le escucho.
—Verá, es que su compañera me dijo que usted me daría cita.
—Bueno, no creo que mi compañera le haya dicho exactamente eso, sino que yo valoraría su caso y después consultaría la agenda de mi jefe y, una vez efectuado ese trámite, procedería al registro de la posibilidad de una cita, para la cual yo misma le telefonearía.
Mal empezamos. Necesité más mar, más muro azul y alto, oleajes largos de paciencia. Pensé en Melany. Pensé en Melany. Pensé en Melany y en su pobrecilla bici aplastada.
—Verá, señorita, en realidad yo quería entrevistarme con su jefe hoy. Mi caso es de suma urgencia, no sé si me explico. Además, hablamos de una simple bicicleta, no de un coche de lujo.
—No se altere, por favor. Le entiendo, claro que sí, pero usted debe entender que todos los casos lo son. Absolutamente todos son urgentes, por una u otra razón.
—Claro, claro. ¿Y para cuándo calcula usted que podría concederme esa cita?
—Sí, muy bien. Espere un momento.
—De acuerdo.
—Por favor dígame su nombre.
Intento hablar, pero vuelve a disparar:
—Dígame su número de carné de identidad.
Intento hablar, pero…
—Dígame brevemente de qué se trata.
Respondí, despacio, abriendo poco la boca, casi mascullando, con la secreta convicción de que así, en caso de que me crecieran, no podría ver mis colmillos ni su sed de venganza.
—Concluyo entonces que usted no tiene en su poder los datos del conductor que se dio a la fuga, ¿no es así?
—No, no los tengo, como le he dicho.
—Le adelanto que su caso tiene difícil solución para la compañía.
—Ya. Precisamente porque no paran de repetirme eso quiero ver a su jefe.
—Aguarde un instante, por favor.
La secretaria consultó el ordenador. Movió el ratón y me percaté de que era zurda. Me acordé del diablo. Pavorosos rojos cuernos de macho cabrío envuelto en llamas y humos, representación clásica repintada en cientos de cuadros, ilustraciones y películas. Nada de particular.
—Podría atenderle dentro de tres semanas, el 22 de marzo, a las nueve quince horas de la mañana, si le viene bien.
—¿Tres semanas?
—Sí. Lo siento. Imposible antes. Pero ya le adelanto que su caso tiene difícil solución.
Detrás de ella había una puerta. Ahí no había cristal sino pared. Debe de ser el despacho del jefe. Me imaginé dando un portazo, entrando y dando rienda suelta a mi cólera, repartiendo vengadoras dentelladas a diestro y siniestro. Quizá en ese momento pudieran entreverse mis colmillos salivantes. No lo sé, pero juraría que sí, a juzgar por el pozo de susto que pude ver salpicando los ojos de la secretaria. Pero pensé en Melany. De nuevo. Pensé en que yo no era un caníbal. Pensé en la bici despachurrada y otra vez en el alto muro azul del mar de mi paciencia y respiré hondo; tragué rabias cuyos nacimientos y manantiales lejanos desconocía, giré marcialmente sobre los tacones de mis zapatos y me fui sin decir adiós ni proferir insultos, único lujo que concedí a esa ensordecedora llamada lobezna que desasosegaba adentros que yo mismo desconocía.
Me subí a la moto y, ya antes de arrancar y oír su bramido de toro bravo, sabía que, antes de telefonear a Melany, acudiría raudo a la tienda de bicicletas que había en mi barrio. Compraría el mismo modelo, llamaría a Melany y posiblemente no le contaría toda la verdad. Todavía prefería que las cosas de este mundo fueran lógicas y que mi compañía de seguros hubiera sufragado la compra. Es lo que tiene perseverar en la conciencia. Sus renuncias, sus juegos de moral, su pequeña pero constante retahíla de frustraciones, ¿desaparecen? No lo creo, se agazapan a la espera de prender la llama del desconcierto ingobernable. ¿Habré de ser un caníbal? Pensé en Melany, elegí una bicicleta muy parecida, pero con mejores prestaciones por ser el último modelo, saqué de la cartera mi tarjeta de crédito y pagué, seguro de que todavía no habría de entrar en números rojos. El rojo de los números, el mejor color para robar.
DIEZ
De la época de esplendor de mi ciudad recuerdo la imagen de los cuatro rascacielos, gigantescas torres de más de setecientos metros de altura que podían contemplarse desde cualquier ángulo, lejos o cerca, de este enredo de avenidas, calles, callejones y callejuelas en el que vivo. Las cuatro torres, tan altas que un avión habría podido estrellarse contra ellas. Las luces multitudinarias de sus ventanas, durante la época de esplendor, podían divisarse a kilómetros de distancia sin esforzar la vista. Como árboles navideños plantados por Dios. Los rayos láser de sus azoteas, siempre con ocasión de días singulares, como la noche de Fin de Año, atravesando los cielos hasta adentrarse en el oscuro y prometedor espacio cósmico, acaso escarbando tras la pista de las moradas divinas. Igual daban cielos despejados que cielos encapotados, cielos de cúmulos que cielos de cirros, cielos con lunas llenas que cielos con lunas menguantes. Igual porque sus acerados rayos láser cortaban el aire hasta hendir las nubes y dibujarles panza o sacarles imprevistos relieves de colores. Los rayos en Fin de Año, los rayos conmemorativos del Día de la Independencia, los rayos multicolores del Día del Desfile de Carnaval. Todo eso cuando era el esplendor. Cuando eran los días amables, cuando entre ricos y pobres la distancia era mucho más corta y había un espacio medio más o menos confortable.
Ahora no hay rayos nunca ni hay tantas ventanas encendidas, sino que las cuatro torres, enjambres de pobreza, son cárceles por las que libremente transitan excluidos, cartoneros, vagabundos, desempleados, maleantes, prostitutas, drogatas y escoria general. Cuando el esplendor había allí oficinas con espigadas plantas de interior, despachos espaciosos, sedes empresariales con inmensos logos corporativos, gentes pudientes. Hasta que el Gobierno, remota ya la época de esplendor, pensó que sus oficinas y habitaciones y pasillos y terrazas serían un magnífico hogar, un refugio para confinar a miles de mendigos que de ese modo serían más invisibles y uno no tendría que topárselos en su zaguán o en el interior de las cabinas de los cajeros automáticos o en la boca del metro o bajo las marquesinas del tranvía o en la más sencilla y despojada intemperie. Cárceles desgobernadas donde campar a sus anchas a partir del toque de queda, reductos donde tenerlos controlados porque dentro de las torres sabían que habrían de tener un techo bajo el que dormir, unos cuartos de baño generales y a veces un hilillo de luz eléctrica. Por eso ahora sus ventanas no eran ya multitudinarias sino simples recuadros oscuros solo a veces titilantes, rebrillo tristón de alguna vela en las últimas, alicaída, apenas sostenida por su propio bastón de cera consumida. Antes eran símbolos, pero lenta, casi imperceptiblemente, el mundo cambia.
A mí me gustaba subir con mi moto a Lomo Alto, en las afueras de la ciudad, con alguna de mis conquistas, y contemplar las cuatro torres. Su arquitectura imponente desafiando a las tripas del cielo, sin importar la entraña nube. Imaginar, hacia dentro de aquellos cuadrados de luz, las historias de vida y muerte que podrían estarse produciendo en esas mazmorras inmensas. Familias cenando, venga, vamos, todos a la mesa antes de que se enfríe. Familias viendo la tele, pero solo hasta las once, que mañana hay que madrugar para ir al cole. Parejas haciendo el amor. Parejas deshaciéndolo. Ancianos cansándose la vista frente a las páginas de