La ternura de caníbal. Víctor Álamo de la Rosa
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ONCE
Melany me telefoneó para agradecerme la gestión para la compra de su nueva bicicleta. Me dijo que había sido todo un caballero y eso me hizo gracia y llamó poderosamente la atención de alguno de esos yoes que transitan mis sótanos, obligándoles a pensar sobre la propia condición que tenían de ellos mismos, que albergaban, en fin, de mí. Alabó largamente mi gesto y mi molestia, insistiendo en que eso ya no se estila, e insistió en explicarme que la nueva bici era un último modelo mejorado porque mejores suspensiones mejores frenos mejores ruedas mejor tracción mejor cadena mejor maneta de engranaje de marchas mejores materiales más ligeros mejor relación peso prestaciones porque mejor tapizado de sillín regulable mejor posición de conducción mejor resistencia al aire velocidad mejores luces y mejor que nos veamos cuando a ti te venga bien porque me gustaría agradecértelo invitándote a cenar o a tomar algo o a lo que quieras y te apetezca, me dijo, después de que yo alabara con toda mi sorpresa su extraordinario conocimiento velocípedo.
—No imaginaba que fueras experta en bicicletas.
—Me gusta conocer la máquina que monto.
Dudé si conceder o no segundas intenciones a sus últimas palabras, pero me emocionó su desparpajo y se despertó dentro de mí el calor de una resolución y una brizna de lujuria.
—Vale, de acuerdo, ¿te viene bien pasado mañana, a las ocho y media?
—Tengo que mirar mi agenda. No, es broma. Me viene estupendo, genial.
—Puedo recogerte en tu casa, si te parece.
—¿Recuerdas la dirección?
—Sí, con toda nitidez. Calle de la Revolución, número 43.
—Buena memoria. Pues hasta pasado mañana, entonces.
—De acuerdo.
—Gracias de nuevo.
—De nada, de nada. Chao.
—Chao.
Pero qué fácil, de pronto, todo. Todo con esta mujer. Rodado sobre ruedas, nunca mejor dicho, tras tanta bici y tanta moto. Estaba excitado, aunque sin acabar de explicarme el porqué. Llamé a Ágata y le pregunté si le venía bien que me pasara un rato por su casa. Y me dijo que sí, que vale, y le di fuego a la moto porque no quería que se desvaneciera aquel ardor felino porque yo también sabía ponerme gíglico y esdrújulo. Pasen y vean: pletórico, lunático, pantagruélico, calórico, estrambótico, ignífugo ser tras el rastro del clítoris y, finalmente, caníbal, aunque para acabar rompa la regla.
DOCE
Tocaré sus hidromurias hasta encontrarle el clémiso y de ese esparcimiento blando de la noche no me iré sin la recompensa del sexo desahogo, ese alivio que vuelve a confinar, aunque sea en celda frágil, a la bestia buscadora de coito sin compromiso sin amor sin matrimonio ni hijos ni serias complicaciones. Esa felicidad rasa, fácil y primera: Ágata, saca tus uñas, maúllame temblores y obscenidades, que mañana nos dará igual. Huéleme y te huelo, olfateémonos los conductos, danza de animales. Nos rodearemos moviéndonos en círculo, como si nos persiguiéramos lo que hay bajo nuestras colas gatas para que el maúllo se alargue hasta casi el rugido tigre y tigresamente copulemos y entonces de golpe se acaben los miramientos y los pudores para ponernos a bailar en serio, sin saber quién está arriba y quién abajo en este abajo arriba girándula, como si quisiéramos envolvernos el otro al uno el uno al otro vueltas y más vueltas sobre la cama, a derecha izquierda derecha izquierda cual sargenta marcha marcial hasta encontrar el punto tuyo que también es el mío. Punto nuestro. Punto adentro las gotas de sudor que nos rebosan y los ángeles que nos rebasan para darnos tiempo a que las respiraciones acompasen sus silencios y llevarnos a los algodonados espacios del sueño.
Esos borbotones del sexo, agarrados a la intimidad de la noche que nos oculta los secretos mutuos, Ágata, nada que ver con el frío de las mañanas, la indiferencia amistosa, las prisas por acercar la hora de la despedida, aunque en realidad no estemos tan ocupados. Ni siquiera un simple desayuno juntos, un poco de ese rarísimo saber estar sin palabras, algo de esa comprensión más allá de la comprensión. Nos ocultamos muy bien. No nos concedemos que pueda interesarnos lo que hay detrás de nuestros nombres y nuestras pieles. Sabemos que entre nosotros no hubo más.
No.
Hay.
Más.
TRECE
El día de la cita con Melany me desperté con ilusión. Me miré al espejo y me sentí coqueto. Bonito, esa palabra molde que encaja en casi todo, describiría a las mil maravillas el sentimiento que me gobernaba y que debió empezar a generarse durante mi sueño. De otro modo, no podría explicarme por qué nada más abrir los ojos sentí ese calorcillo dulzón de la ilusión. Algo, incluso, de latido de ansiedad que sin embargo iría creciendo hasta la hora aproximada del encuentro. Cada vez entiendo menos qué me puede estar pasando. Si pienso en la única vez que he visto a Melany no puedo sino escarbar en imágenes que no la dejan bien. ¿Cómo sería su cabello sin aquella atadura de cola de caballo, por ejemplo?, ¿Cómo serían sus pies en una sandalia o en un zapato de tacón? Y cómo serían en verdad sus ojos en la distancia corta y, más allá, cómo seré yo en esa misma distancia.
Pronto, mira a la cámara y sonríe, podré descubrirlo, aunque ahora deambule con un poco de tiempo de sobra por la ciudad. Ya hoy fui a trabajar, a esa empresa llena de lameculos, moderna actualización de la esclavitud. Ya puse mi huella en el lector del control de presencia cuando llegué y ya la puse cuando me marché, una vez cronométricamente cumplido el horario. Resulta humillante, día a día, ponga usted su dedo. Mi trabajo no me interesa. Mi trabajo no nos interesa. Es gris y estúpido, uno de esos trabajos que inventa el sistema para que no salgas del sistema. Lo hago, me pagan un salario con el que cubrir mes a mes las necesidades básicas e impedirme ahorrar como para fecundar sueños. El sistema todo lo tiene pensado, aunque a veces creamos que no, creamos que somos libres. Si me salgo del sistema acabaré mis días a la luz de una vela en alguna de las cuatro torres. Seré una historia más, acaso el caníbal que a lo mejor me gustaría ser, ¿o tal vez esta idea peregrina también sea una proyección de mis anhelos?
El sistema nos permite tener sueños, pero no para calmar nuestro instinto de progreso social sino para atemperarlo y sujetarlo, y, en realidad, quedarnos solo en el sueño, en la simple idea del sueño, sin pasar a la acción, a la búsqueda activa. Sin organizarnos. Sin comportarnos como abejas en busca de un panal mayor, un lugar donde al menos puedan caber sueños más amplios. Así es. Así funciona.