La ternura de caníbal. Víctor Álamo de la Rosa
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—Me encanta.
—Pues ya somos dos.
—Tres.
—¿Tres?
—Tres contando a la pantera rosa.
—Las panteras arañan. Son bonitas, pero peligrosas.
Cruce de sonrisas pícaras y otro breve chisporroteo de lujuria. ¿Qué está pasando?
El restaurante era pequeño, pero solo a partir de que Melany diera su nombre para comprobar la reserva y nos trasladaran al sótano me percaté de que en realidad tenía dos plantas. No era, pues, tan pequeño como cabía suponer al entrar. Nos acomodaron en una mesa cuadrada. Menos mal, porque odio las mesas redondas. Nunca sé dónde poner las cosas: los cubiertos, las copas, la servilleta… En la mesa una pequeña lámpara sostenida por una miniatura de la Pantera Rosa nos regalaba una luz íntima que imitaba la de una vela. Sin embargo, el mantel era sobrio, blanco, correcto, y las copas y cubiertos eran de calidad. Boca amplia, cristal fino, perfectas para acunar la placidez de un buen vino. Las paredes del local, pintadas de rosa palo, contribuían a crear una atmósfera cálida y cómoda.
—Gracias, Melany, me gusta mucho. Es un lugar muy agradable. Enseguida se siente uno cómodo.
—Me alegro de que te guste.
Iba a decir alto y claro me estás gustando tú, Melany, pero la punta de mi lengua se llenó de prudencia. Calma, vaquero.
He querido detenerme en la somera descripción del restaurante porque he buscado demorar el momento que esperamos: la descripción que me interesa. Vamos allá. Me gustó muchísimo Melany vestida con esa prudente, pero astuta, elegancia. Despojada ya de su gabardina, imaginé que había supuesto que le haría falta para que no le diera frío si nos subíamos a mi moto, podía verla con una blusa blanca cuyo último botón abrochado empezaba a dibujar la promesa del escote. Una piel blanca, limpia de manchas y pecas, que sin embargo no se iba hacia los tonos lechosos, sino que aparecía matizada por alguna capa tostada, acaso producto de un moreno antiguo. La blusa redondeaba sus caderas, ceñidas sin embargo por un pantalón negro pegado al cuerpo y que, descendiendo entubados, desembocaban en unas bailarinas también negras pero llenas de dibujos forjados con diminutas tachuelas brillantes.
Nada colgaba de su cuello. Ningún collar, ningún extraño abalorio. Tenía unos pendientes en forma de argolla que, a pesar de ser grandes, solo asomaban ocasionalmente, como lémures que muestran su hocico a la puerta de la madriguera: su abundante cabello impedía el libre movimiento pendular de las argollas. ¿Por qué registramos todos estos detalles? Enseguida queremos encontrar en la otra persona la constatación de lo que nos gusta, aunque, a menudo, sean proyecciones de nuestras propias manías. Yo por ejemplo me puse nervioso solo cuando me percaté de uno de esos detalles que sin embargo son tan poderosos que nos gobiernan los ojos: el tejido blanco de la blusa de Melany no era transparente, ni mucho menos, pero tampoco era tan grueso como para no dejar traslucir un apunte del sujetador, casi un pálpito de la carne superior del pecho, del pecho cuando asoma hacia arriba apretado, con ligero pero estupendo arqueo. Ese simple detalle y ya mis ojos conquistados por el imán, pero, al mismo tiempo, librando esa batalla campal que los obligara a encerrarse en los ojos de Melany y no en su escote. ¿Acaso tienen vida propia estos ojos rebeldes? Era importante para mí que ella no apreciara ese forcejeo, aunque, acaso, ella misma, a la hora de vestirse, se hubiera decantado por aquella prenda justamente por esa razón. A nadie haría daño un poco de insinuación escrupulosa pero suficiente. Pero la verdad es que miré varias veces. Estoy seguro. Me gustaba imaginar el dibujo rotundo de sus senos, atrapados en la copa del sostén, pero al mismo tiempo abombándose para reclamar su protagonismo. Aunque Melany se había maquillado ligeramente para la ocasión, resultaba clara su disposición a la sencillez. Nada de colores barrocos circundando los ojos o exagerada base de maquillaje sino más bien un tenue toque realzador de su parpadeo, nitidez de pestañas, preciso marco para sus ojos que por la mañana también serán sus ojos. Nada que ver con esas mujeres tan pintarrajeadas que solo a cara lavada descubres su verdadero semblante. A veces con susto, a menudo con sorpresa casi incómoda.
No sé si seguir contando la velada. Me gustaría convocar aquí mismo una especie de plebiscito e idear un mecanismo de votación y que todos me fueran indicando si les interesa ver el menú o incluso la carta de vinos o si por el contrario prefieren que continúe describiendo a Melany o que les adelante que la noche tendrá final feliz. Quizá si me gritaran fuerte yo podría escuchar sus preferencias, conocer sus expectativas, en vez de enfangarme en páginas que solo a Melany y a mí nos interesan. Háganme llegar a esta dirección ([email protected]) llamada Buzón de Sugerencias sus deseos, sus inquietudes, porque yo ahora mismo he de volver a la mesa y convenir con Melany que vamos a pedir el menú degustación Le Comilón, ocho pequeños platos cocinados al antojo del chef y que sea lo que Dios quiera, que yo para estos imprevistos gastronómicos siempre llevo encima mi dosis de omeprazol.
—Estupendo, me parece bien. Buena idea.
—¿Te parece que sigamos la recomendación y probemos ese vino francés?
—Por supuesto, tengo curiosidad.
—¿Cómo te gustan los vinos?
—Me gustan los vinos cálidos, los que hacen su música en la boca, pero reservándose un matiz final, una especie de sorpresa inacabada. Y me quedo con los tintos, sin duda —dije, inspirado, luciendo un poco mis dignos conocimientos enólogos.
—Sí, también yo prefiero los tintos —compartió ella mi revelación.
No recuerdo si ya he dicho que Melany tiene en su cara un sinfín de recursos expresivos. Por eso creo que es tan natural, que no hay dobleces o extrañas máscaras, sino que es así, prodigio de comodidad ahora incluso cuando se me van los ojos díscolos hacia la protuberancia prometedora de su busto. No tiene aún arrugas de expresión, cero patas de gallo, pero a veces aprieta los ojos para indicar asentimiento y otras frunce un pelín el ceño para expresar desacuerdo. No habla rápido, sino despacio, como para que podamos detenernos a contemplar unos dientes perfectos. Ya no busco en ella nada que me disguste, algo que, en cierto sentido, me desagrade y me vuelva a mi vida tranquila, sin altibajos. Ahora me alegro de que un conductor negligente hubiera unido nuestras cuatro ruedas solitarias. Por eso dije, atrevido:
—Esta cita debería ir sobre ruedas.
Y ella recogió el testigo del humor y añadió que para eso teníamos que ser buenos conductores y no salirnos de la carretera, ni ir muy despacio ni ir muy deprisa.
—Ni dar volantazos o hacer bruscos cambios de dirección —apostillé.
—No es cuestión de provocar accidentes —añadió Melany, como para dejar claro que no solo era ocurrente, sino que tenía sentido del humor.
Durante la velada no se posó ningún ángel en nuestra mesa, por invocar esa memez que dice la gente cuando se espesa el silencio y se quedan sin nada que decir. Nosotros no paramos de hablar y no dejamos espacio a serafines aburridos salvo Cupido, quien quizá remoloneara perezoso esa noche por el comedor del Le Comilón. A lo mejor era amigote de la Pantera Rosa o tenía hambre también él. Quizá vino a comer algo para asegurarse la lozanía de sus alas y la turgencia sonrosada de su piel y, de paso, ensayar la puntería con su arco y sus flechas. Quizá