Pack Bianca y Deseo marzo 2021. Varias Autoras
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Paul Watts entró en el ascensor del hospital y presionó el botón de la cuarta planta con más fuerza de la necesaria. Dos horas más tarde, se iba a marchar de Charleston para asistir a una conferencia de una semana sobre ciberseguridad. Su instinto le decía que estaba cometiendo un error. La salud de su abuelo, que tenía ochenta y cinco años, no mejoraba. Grady había tenido que ingresar en el hospital seis días antes a causa de un edema cerebral que le había ocurrido como complicación del gravísimo ictus que había sufrido tres meses atrás y que le había afectado al habla y que le había dejado paralizado un lado del cuerpo. La familia estaba muy preocupada por que Grady no durara mucho más. Por eso, Paul estaba teniendo dudas sobre su viaje.
Aunque Grady había cedido el cargo de director gerente del imperio naviero de la familia hacía ya una década y había delegado la dirección de la empresa en el padre de Paul, Grady había seguido siendo el presidente del consejo. Como no era de los que se quedaban de brazos cruzados, había seguido estando activo en su jubilación asistiendo a las reuniones de varias organizaciones y manteniendo una gran vida social.
Paul, que estaba acostumbrado al incansable vigor, la testarudez y la franqueza sin paliativos de su abuelo, no podía comprender por qué Grady no luchaba por ponerse bien y, gracias a la tensa relación que había entre ambos, no era muy probable que consiguiera una respuesta. Su distanciamiento era un dolor que nunca desaparecía, pero Paul se negaba a lamentar su decisión de labrarse una carrera en el mundo de la ciberseguridad en vez de unirse al negocio familiar. Detener a los malos satisfacía su necesidad de justicia de un modo que jamás lo haría dirigir el negocio naviero de la familia.
Las puertas del ascensor se abrieron y Paul salió al rellano. Al pasar junto al puesto de las enfermeras, saludó con una breve inclinación de cabeza y tomó el pasillo que conducía hasta la habitación de su abuelo.
Sus pasos fueron perdiendo brío a medida que se acercaba al lugar donde Grady yacía tan quieto y derrotado. Nadie podría decir nunca que Paul era un pusilánime, pero temía que lo que se iba a encontrar en cuanto entrara en la habitación. Todos los aspectos de su vida se habían visto influidos por la personalidad arrolladora de su abuelo. La fragilidad de Grady en aquellos instantes causaba en Paul un profundo desaliento. Igual que su abuelo parecía haber perdido las ganas de vivir, la seguridad de Paul se había convertido en desesperación. Sería capaz de hacer cualquier cosa que insuflara a Grady el deseo de presentar batalla.
Al llegar a la puerta, se detuvo y respiró profundamente. Entonces, escuchó música al otro lado de la puerta. Una mujer estaba cantando una melodía dulce y motivadora. Paul no reconoció la voz. No pertenecía a ningún miembro de su familia. Tal vez era una de las enfermeras. ¿Había descubierto alguna de ellas que su abuelo adoraba la música?
Paul abrió la puerta y entró en la habitación. La imagen que vio lo hizo detenerse en seco. Grady estaba tumbado, totalmente inmóvil, con la piel pálida como la cera. Si no hubiera sido por el tranquilizador pitido del monitor que le controlaba el corazón, Paul habría creído que su abuelo ya había fallecido.
Al otro lado de la cama, de espaldas hacia la ventana, una desconocida le sostenía la mano a Grady. A pesar de la amable expresión de su rostro, Paul se puso en estado de alerta. Ella no era la enfermera que había esperado. Se trataba de una mujer guapa, esbelta, de unos veinticinco años. Llevaba puesto una especie de disfraz formado por un vestido de campesina de color lavanda y una peluca rubia peinada con una gruesa trenza adornada con flores de mentira. Unos enormes ojos castaños dominaban un delgado rostro de pronunciados pómulos y afilada barbilla. Parecía una muñeca que hubiera cobrado vida.
Paul se quedó tan sorprendido que se olvidó de moderar la voz.
–¿Quién es usted?
La pregunta resonó en la habitación, provocando que la mujer interrumpiera en seco su canción. Abrió los ojos de par en par y se quedó inmóvil, como una cierva deslumbrada por los faros de un coche. Entreabrió los rosados labios por la sorpresa y respiró profundamente. Sin embargo, Paul le disparó otra pregunta sin darle tiempo a responder la primera.
–¿Qué está usted haciendo en la habitación de mi abuelo?
–Yo… –susurró ella mirando hacia la puerta.
–Venga, Paul, tranquilízate –dijo una voz a sus espaldas. Era Ethan, el hermano menor de Paul. El tono de su voz encajaba mejor con una habitación de hospital que la de Paul–. Te he oído desde el pasillo. Vas a molestar a Grady.
Paul se percató de que su abuelo había abierto los ojos y que movía la boca como si tuviera una opinión que quisiera compartir. El ictus le impedía formar las palabras que le permitían comunicarse, pero no había duda de que Grady se encontraba muy agitado. Movía la mano derecha. La mirada de la mujer pasó de Paul a Grady y luego una vez más a Paul.
–Lo siento, Grady –dijo Paul mientras avanzaba hacia la cama de su abuelo. Entonces, apretó los dedos del anciano y notó cómo le temblaban–. He venido a verte. Me sorprendió ver a esta desconocida en tu habitación –añadió mirando de nuevo a la mujer–. No sé quién es usted –añadió en un susurro–, pero no debería estar aquí.
–Claro que debe estar aquí –anunció Ethan colocándose junto a su hermano y comportándose como si presentarle a Paul a una mujer disfrazada fuera lo más normal del mundo.
La falta de preocupación de Ethan hizo que a Paul le subiera la tensión.
–¿La conoces?
–Sí. Es Lia Marsh.
–Hola –dijo ella, con una voz dulce y limpia como un fino cristal.
En cuanto Ethan entró en la habitación, se había empezado a mostrar más relajada. Evidentemente, consideraba al hermano de Paul como su aliado. Le ofreció a este una tímida sonrisa. Sin embargo, si creía que una sonrisa iba a bastar para borrar las sospechas de Paul, estaba muy equivocada. A pesar de todo, él descubrió que la ansiedad que llevaba días atenazándolo se aliviaba un poco. Una confusa e inesperada sensación de paz se apoderó de él cuando los nublados ojos verdes de Grady se posaron en Lia Marsh. Parecía contento de tenerla a su lado, a pesar de su extraño disfraz.
–No entiendo lo que esta mujer está haciendo aquí –insistió Paul.
–Ha venido a alegrar al abuelo –respondió Ethan mientras colocaba una tranquilizadora mano sobre el hombro de Grady–. Yo se lo explicaré a Paul.
¿Qué había que explicar?
Durante la conversación de los dos hermanos, la mujer apretó la mano de Grady.
–He disfrutado mucho del ratito que hemos pasado juntos –dijo ella. La musical voz creó un oasis de tranquilidad en la habitación–. Vendré a verte de nuevo más tarde.
Grady dejó escapar un ruido de protesta, pero ella ya se había apartado de la cama. Paul ignoró las protestas de su abuelo y le interceptó el paso.
–De eso nada –afirmó.
–Lo comprendo –dijo ella, aunque su expresión reflejaba tristeza y desaprobación. Miró a Ethan y sonrió–. Hasta luego.
Se dirigió hacia la puerta dejando tras ella el rastro de un perfume floral. Paul no pudo evitar aspirarlo. La energía de la habitación pareció caer en picado en cuanto ella desapareció por la puerta. Paul se quedó