Vindictas. Varias Autoras
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Los primeros días después del incidente no salí en absoluto, pendiente todo el tiempo de si se repetía el fenómeno. Me lavaba de tres a cinco veces diarias y me ponía talco y colonia otras tantas veces. Como no ocurrió de nuevo volví a mis actividades de siempre pero, eso sí, tomando precauciones estrictas. Jamás, bajo ninguna circunstancia, salía a la calle sin lavarme. Usaba pantalones y cada dos horas reemplazaba las toallas perfumadas. A Roberto lo noté contento porque en esos meses nunca tuve que decirle “espérate, que me voy a bañar”.
Todo igual, ningún indicio de lo que iba a venir. El lugar era pequeño, pocas personas, caras sin maquillaje, ropa sencilla, cerveza, humo y desde algún sitio, una canción. Después de dos horas todos conversábamos juntos, pero no cabía duda de que nuestra atención estaba en Andrés. Sorprendía con sus observaciones, nos hacía reír con sus chistes, escuchaba cuando era menester. A todas las mujeres nos miró con reconocimiento, reflexionaba sobre política, se sabía superior con la humildad debida y estaba feliz. Yo también intervine muchas veces pero dentro de los límites precisos para hacer continuar la conversación, afirmaciones de respaldo con la cabeza, unas cuantas miradas admirativas, un número discreto de apoyos verbales. Se empezó a discutir un tema del cual yo estaba bastante documentada. No me di cuenta de nada hasta que sentí mezclas de sorpresa, desdén y horror en las miradas detenidas en mi piel. Mi voz había sido templada y el contenido planteaba simplemente otro punto de vista. Intenté quedarme en el último reducto posible y dije: “puede ser que tengas razón”, pero fue inútil, Andrés siguió. Se levantaron tapándose las narices y se situaron en grupos en los extremos de la habitación. Nunca me había puesto tan roja en mi vida ni me he sentido tan humillada. Guardé mi cara en las manos y percibí ese horrible olor en todo mi cuerpo. Salí corriendo sin esperar a Roberto, que también salía disculpándose de toda la gente.
No cogí carro por temor de que el taxista me oliera. Caminé, caminé mucho, y cuando por fin llegué a la casa, corrí desesperada al baño y me lavé diez, quince, veinte veces y nada. El olor se dilataba en ondas, irrumpía en las cosas, impregnaba las paredes, se filtraba por las puertas y ventanas, no podía esconderme en ningún lugar, el olor me acusaba: en mi boca, ademanes, piel; hasta las palabras olían. No había nada que hacer, el olor quedó quieto, presente siempre. Roberto no regresó.
No salía, no podía resistirme a mí misma, pero cosa extraña, mi olfato empezó a habituarse. Acepté la idea de que tenía que ser así. La costumbre de tenerlo siempre hacía que a veces ni siquiera me acordara. Otras, yo misma lo buscaba. Adquirió vida propia, unas veces era muy fuerte, otras tenue y dulzón, otras, extraño y nuevo. Sigue habiendo mucha gente incapaz de tolerarme pero ya no me importa, me gusta percibirme con mis olores, y pensar que el final de la conversación fue una ridiculez, eso de que Andrés me dijera que yo pensaba así porque era una mujer y yo contestándole que no, que pensaba así porque estaba en lo correcto.
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