Vindictas. Varias Autoras
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Esa manera suave de mirar, directa; entre pudor y ansia de distancia, que a veces, inopinadamente, dejaba evaporar permitiendo un asombroso contacto, real e ineludible que le era siempre agradecido. Increíble.
Desde ese primer día conocimos a los gringos, que en realidad eran de todas partes, no solo gringos, hasta un brasileño había, pero en inglés, gringos, gringos, jugando a la bondad y al mensaje de paz todos. Un tenue imperialismo emotivo. Enrique se retrajo de inmediato.
Nos miraron con curiosidad, pero no nos hablaron. Nosotros comíamos con la cabeza baja. Enrique hablaba de mil cosas, deslizaba frases inocentes sobre el sincretismo y la alternancia que él adora y fingía una naturalidad violenta y ambos jugábamos a estar en un café en cualquier parte del mundo.
En ese momento teníamos miedo. Los dos. Su cara había vuelto a ensombrecerse y yo lo odiaba. Teníamos miedo de ver esfumarse ese alivio que habíamos creído sentir y quedar atrapados eternamente en la horrorosa incomodidad en que habíamos estado viviendo. Irini y Christos se convertían de golpe en implacables símbolos de lo ajeno y la muda clientela griega con su aire apacible y sus miradas indiferentemente fijas eran una burla despiadada.
La desesperación me estaba sofocando. A Enrique no. Él simplemente se había cerrado a todo y se negaba a oír la música y las risas y esa alegría ruidosa y sentimental que había invadido el café. Era solo el primer día y ya sentía que odiaba al pueblo y a su gente y a ese tiempo largo y quieto que habíamos propiciado con tanta meticulosidad.
Los celos son terribles. Capaces de llevarlo a uno hasta Grecia. Y cuando son justificados, peor. Son una afrenta personal. Y ese café por la mañana, el autobús siempre repleto, la espera interminable en una tienda porque el de enfrente de pronto debe averiguar cosas palpablemente inútiles. Por qué, a quién le importa si la marca de té que pide ha desaparecido. El odio es fatigante. Y luego el amor y la nostalgia, cuando uno precia tanto la cotidianeidad que parecía inviolable.
Estamos metidos en la isla (otra vez. La aldea) desde hace dos semanas, y es exacto decir: metidos. La paz no ha comenzado a dejarse sentir y cuando la exasperación se infla, uno de los dos explica que es el sol. El sol no es poca cosa, es cierto. Con excepción de las primeras horas de la mañana en que la frescura es deliciosa y Enrique aún duerme mientras yo cruzo la maleza para traer el pan caliente, el resto del tiempo el sol está cayendo, desplomándose sobre nosotros con una crueldad inusitada. No hay quien lo resista. En el café, en el cuarto o en la choza de herramientas los techos trepidan de calor, el mar despide oleadas reverberantes, el cerro adquiere una aureola polvosa y los olivos parecen marchitarse con resignación.
Nos arrastramos penosamente por los mosaicos fríos buscando un rincón donde dejarnos caer semimoribundos a ver el tiempo transcurrir. Por todas partes hay un silencio agobiante mezclado a veces con el esperanzante chapaleo de alguien que está lavando ropa. Nos rehuimos pero si lo encuentro le propongo ir a tomar algo al café. Nos adentramos tristes en la maleza seca para salir del otro lado, a la pequeña plaza. Envidio la vida diaria de esas casas que la bordean. En un extremo hay una escalera ancha y blanca con una hilera rígida de olivos muy adustos, un poco más verdes que los otros; sube hacia el monte y de pronto, abruptamente se interrumpe. A veces me voy a sentar ahí y me empapo de sonidos incomprensibles y de olores domésticos. Me siento espantosamente sola; sufro imaginando a Enrique achicharrarse solo en alguna parte.
Mi amor abandonado, mi nostalgia, es una amenaza que me ronda y que no acepto, no con este calor.
El techo del café proyecta una sombra larga y delgada del lado que da al mar. Varios hombres se sientan ahí, en silenciosa hilera, mirando. No hay viento; el puerto azul violeta parece un cuadro mal pintado por algún triste artista inglés. Hay que luchar con las avispas que rondan monótonamente las bocas de las botellas. Se ha sabido de alguien que al tragarse una y recibir el consiguiente picotazo murió de la asfixia consiguiente. Enrique lee. Lo veo tan separado, tan sumergido en sí que siento ganas de tocarlo, decir su nombre, saber que está ahí adentro de su cuerpo. Me mira y sonríe con ese gesto nuevo que le ha crecido en los últimos tiempos. No sé qué significa. Sospecho que ha cambiado. Sospecho que está a punto de hacer algo. Sospecho que me odia. Pero está bien, lo veo bien, tal vez esté encontrando esa paz que yo no siento aún, a lo mejor ha comenzado a diluirse en este pueblo duro e impenetrable que es ahora nuestro mundo.
Frente a nosotros, al borde del agua, Irini lava unos pescados. No creo que piense ni se diga cosas. Creo que más bien se vuelve un poco esto que está haciendo. El agua hace brillar sus manos rojas y rugosas. Me da un poco de envidia.
A los americanos no los volvimos a ver porque hemos decidido no venir al café de noche. Comemos en la casa (junto al baño que no tiene agua) y a veces, al atardecer venimos a tomar un ouzo. A ver la puesta de sol. A veces. A mediodía nos vamos a nadar a nuestra roca porque aquí, en esta costa no hay arena. Para llegar allí hay que bordear el puerto y seguir una vereda que es la misma que conduce al faro abandonado. A medio camino hay un recodo que desciende abruptamente hasta esta roca plana y toda lisa. Sombra no hay, pero no nos importa. El primer clavado lava todo. Lo veo sumergirse y salir un poco más adelante con un placer goteante en la cara. Me invade una esperanza absurda y me echo yo. Nadamos y volvemos a la roca para fumar, leer, hablar un poco. Con cuidado, porque si no al final quedamos frente a frente, los odios intactos, todo el resentimiento abierto. Y sin embargo algo muy delicado e imperceptible casi se está formando. No sé si es compañerismo o una soledad en compañía muy consoladora.
Luego comemos una lata de sardinas, naranjas con grandes sorbos de retsina, pan. Todos los días lo mismo y cada día una necesidad fresca de los mismos sabores. Con el aceite que queda en la lata hacemos arcoiris en el agua, echamos migas a unos peces de color lodoso que andan cerca de las rocas. Me dan asco sus cabecitas lisas que brotan de unas burbujas gordas.
Pasamos ahí la mayor parte de la tarde, echándonos al agua cada vez que el sol nos seca. Ya hace dos semanas que hacemos esto y nuestra vida anterior va siendo sepultada por esta repetición callada. Sé que uno se puede habituar a todo, de pronto creo que la repetición inyecta vida, lentamente, nada explosivo, a lo mejor podemos ser felices.
Cuando volvemos al pueblo nos tomamos de la mano. Saludamos a la gente, un rito imprescindible y exigente. No basta una vez al día. Sé que estamos construyendo una imagen en la que buscamos apoyarnos. Nos empiezan a admitir, a reconocernos. Nos confunden menos con los demás extranjeros. Y cuánto me consuela el plural. Sé que hay una mentira en alguna parte y no me importa demasiado. Me siento hipnotizada por un ritmo que está invadiéndome muy paulatinamente. Me gusta imaginar mi muerte ahora, así, antes de revivir la angustia, el miedo, esa certeza que se me escapa siempre en el mismo momento. No veo nada, no siento nada salvo esta mano que aprieto tanto que Enrique me detiene. Estás llorando. No. Otra vez. Estoy bien, estoy increíblemente bien. Los ojos velados de los griegos han registrado todo.
En esa cotidianidad perdida de la que hablaba antes, me ponía a espiar a Enrique, lo admiraba al verlo comer con entereza o al verlo despertar por la mañana. Una feroz urgencia me oprimía. No es así, no debe ser así la vida diaria. Dormirse en la angustia hasta olvidarla. Por lo menos buscar otra ciudad, otros colores, otros sonidos. Decidimos venirnos a una isla en Grecia.
Hoy le dije a Enrique que pensaba escribir sobre lo sucedido. Se enojó. Dejó salir de pronto toda la furia de estos últimos meses. Todo rabioso dijo que no lo estaba haciendo bien, desde el principio, dijo, no lo has estado haciendo bien. Había venido aquí a olvidar y al parecer no hago otra cosa que recrear lo sucedido. Como si no se notara, finalizó con amargura.