Novia prestada - En la batalla y en el amor. Elizabeth Lane

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Novia prestada - En la batalla y en el amor - Elizabeth Lane Ómnibus Harlequin Internacional

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contra el pequeño y huesudo cuerpo de Edna, se esforzaba por permanecer quieta, Por fin, cuando la calesa estaba cruzando el puente del arroyo, ya no pudo soportar más aquel silencio.

      —Seguro que tienes muchas historias de la guerra que contar, Judd… ¿Qué sentiste al galopar por San Juan Hill al lado de Teddy Roosevelt?

      Judd soltó un gruñido.

      —Fue Kettle Hill, no San Juan Hill. Y no galopábamos. Íbamos a pie. El único caballo que había a la vista era el que llevaba debajo el trasero gordo de Roosevelt.

      —Oh. Pero tú estuviste en los Rough Riders. ¿No era una unidad de caballería?

      —Las tropas de caballería necesitan caballos. Los nuestros no habían llegado a Florida para cuando zarpamos. Los Rough Riders desembarcamos en Cuba y luchamos como infantería. ¿Es que no lees los diarios?

      Hannah se encogió como si hubiera recibido una bofetada. De hecho, su familia no podía permitirse comprar diarios. E incluso aunque su padre hubiera llevado alguno a casa, ella habría estado demasiado ocupada ordeñando, haciendo queso, desbrozando el huerto, fregando los suelos y ocupándose de sus hermanos para tener tiempo de sentarse un rato para leerlo.

      —Bueno, era lo que había oído… Pero debió de ser glorioso cargar contra el enemigo…

      —¡Glorioso! —resopló Judd con un gesto de desdén—. ¡Fue una carnicería! Setenta y seis por ciento de bajas, hombres cayendo al suelo como trigo segado… ¡todo para que Teddy Roosevelt se convirtiera en un maldito héroe!

      —En serio, Judd… —los dedos de Edna, finos como patas de araña, apretaron con fuerza el paraguas recogido—… toda esta conversación sobre la guerra me está levantando dolor de cabeza, y no he traído mis pastillas. ¿Te importaría quedarte callado hasta que lleguemos a casa?

      Judd soltó un suspiro y se inclinó sobre las riendas. Hannah se retorcía nerviosa en su asiento. ¿Cómo podía aquella familia tan triste haber engendrado a un Quint tan alegre y risueño? Quizá había sido una excepción. O quizá había salido a su padre, que había muerto hacía tanto tiempo.

      En medio de un fúnebre silencio, continuaron por el camino flanqueado de sauces hasta llegar a campo abierto. Hacia el oeste, la nieve de los escarpados picos brillaba por encima de un manto de niebla. La lluvia repiqueteaba ligeramente sobre la capota de la calesa.

      El silencio había vuelto a hacerse insoportable.

      —Quint me dijo que la montaña más alta de Norteamérica estaba en Alaska. ¿Crees que tendrá alguna oportunidad de verla?

      Edna Seavers la fulminó con la mirada: era, de hecho, la primera vez que la mujer la miraba en toda la mañana.

      —Le he pedido a mi hijo que se calle —le recordó—. Por favor, ten la cortesía de respetar mis deseos.

      —Lo siento —murmuró Hannah—. Yo sólo quería…

      —Ya basta, jovencita. Y te agradecería que no volvieras a mencionar a mi hijo en mi presencia. Ya estoy suficientemente molesta con toda esta situación, y mi jaqueca está empeorando.

      —Perdón —Hannah miró a Judd. Seguía mirando al frente, con los labios apretados. Evidentemente no estaba dispuesto a defenderla ante su propia madre.

      Con un nudo en el estómago, bajó la vista a sus manos apretadas sobre el regazo. Ésa había sido la peor mañana de su vida. Y la presencia de esos personajes tan patéticos no estaba mejorando las cosas.

      —Para el carro, por favor. Quiero bajar.

      Judd se volvió para mirarla, sorprendido.

      —No seas tonta. Está lloviendo.

      —No me importa. Ya estoy mojada.

      —Muy bien, si eso es lo que quieres… —tiró de las riendas—. ¿Podrás llegar hasta casa? Quedan todavía unos tres kilómetros de camino.

      —Hay un atajo campo a través. Gracias por todo —bajó de la calesa, recogiéndose las faldas para no marcharse de barro. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

      Judd se la quedó mirando mientras abandonaba el camino y se internaba en un prado. Con la cabeza alta, las trenzas al viento, caminaba con la dignidad y la majestad de una reina. Los Gustavson apenas tenían donde caerse muertos, pero aquella chica tenía su orgullo.

      —Vámonos —dijo Edna.

      —Claro —se puso nuevamente en marcha—. No has sido nada amable con ella, madre. Deberías haberte disculpado.

      —¿Por qué? ¿Para tenerla merodeando por la casa mientras Quint esté ausente? Echaré de menos a tu hermano, desde luego, pero espero que se quede fuera el tiempo suficiente para que esa chica se busque a otro. Es bonita, sí, pero también pobre y ordinaria. Desde luego, no es de nuestra clase.

      Judd no dijo nada. Las opiniones de su madre no habían cambiado en cinco años. Discutir con ella sería una pérdida de tiempo.

      Miró hacia el prado. Todavía podía ver la mancha roja del vestido de Hannah destacando en el amarillo apagado de la hierba. La siguió con la mirada hasta que desapareció entre unos árboles.

      Dos

      19 de mayo de 1899

      Querido Quint…

      No quería que la vieran sus padres, porque entonces le encargarían una nueva tarea. La mayor parte del tiempo eso no le importaba. Pero aquella carta no podía esperar.

      Tenía que terminarla y llevarla al pueblo antes de que el tren del oeste se llevara la correspondencia.

      La sombra de los álamos moteaba su falda extendida mientras apoyaba el cuaderno sobre las rodillas.

      El arroyo bajaba crecido con el deshielo de las nieves de la montaña. El agua reía y susurraba. Una urraca protestaba encaramada en la copa de un pino.

      Fortalecida en su resolución, apretó la punta roma del lápiz en el papel y empezó a escribir.

      Es primavera. Las violetas florecen en los prados. Bessie ha parido otro ternero. Papá me dejó que lo ayudara con el parto…

      Se interrumpió, frustrada. Estaba malgastando tiempo y papel. No había forma de atenuar el efecto de lo que tenía que decirle a Quint. Lo mejor que podía hacer era escribírselo claramente y terminar de una vez por todas.

      En los meses que Quint llevaba ausente, Hannah no había recibido una sola carta suya. Pero Alaska estaba muy lejos. Quint le había advertido de que quizá viajara hasta zonas muy remotas donde no existía servicio postal, y que por tanto no tenía que preocuparse si no recibía noticias suyas. Pero estaba preocupada. Desde su partida, la ansiedad había sido una constante compañera, un parásito que le había devorado las entrañas día y noche. Sobre todo en ese momento.

      Sólo el recuerdo de los fríos ojos de Edna Seavers y la indiferencia de Judd le habían impedido atravesar el prado para

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