Novia prestada - En la batalla y en el amor. Elizabeth Lane
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—El mocoso, como tú lo llamas, es tu nieto… quizá el único que tendrás nunca. ¿Y si algo le sucede a Quint? ¿Y si no regresa a casa?
—No digas esas cosas tan horribles. Ni siquiera lo pienses —se llevó una mano a la cabeza—. En cualquier caso, tú estás aquí, ¿no? Seguro que querrás casarte como Dios manda, tener hijos que sean tuyos…
—No en mi estado actual.
—¡Qué tonterías! ¡Mírate! ¡Estás perfectamente! ¡Más fuerte cada día!
Judd suspiró profundamente.
—Madre, a veces envidio tu capacidad para ver solamente lo que quieres ver. Y ahora, si me disculpas… Los hombres han empezado a preparar el nuevo prado para los caballos.
Sin esperar su respuesta, abandonó el salón y salió a la veranda que recorría todo el ancho de la casa. En el largo viaje de vuelta a casa, había dispuesto de tiempo más que suficiente para reflexionar sobre su vida. No le habría importado formar una familia, desde luego. Pero tener que soportar su depresión y sus pesadillas… eso no se lo deseaba a ninguna mujer. No estaba hecho para ser un buen marido, ni tampoco un buen padre. En ese momento, sin embargo, tenía la oportunidad de rescatar a alguien de una situación terrible. ¿Qué clase de hombre sería si se negaba a actuar?
Haría lo que tenía que hacer por el bien de Quint y de su hijo. Trataría a Hannah como a una hermana, mantendría las distancias, evitaría cualquier contacto físico que pudiera ser malinterpretado. Y cuando volviera Quint, firmaría los papeles del divorcio y se la entregaría al padre de su hijo, intacta.
Su comportamiento estaría a salvo de todo reproche.
Hannah lavó los platos de la cena y se los pasó a su hermana Annie para que los secara. La brisa vespertina agitaba las cortinas de tela de saco de la ventana, refrescando el interior de la casa. Cantaban los grillos en los sauces del arroyo.
Annie, que tenía dieciséis años, charlaba animada sobre el vestido que se estaba haciendo. Hannah intentaba escucharla, pero sus pensamientos se agitaban inquietos como una bandada de mirlos. Tres días atrás, su madre había abordado el tema de su embarazo. La discusión había terminado en lágrimas. Era consciente de haberle fallado a su familia. A no ser que Quint volviera para casarse, se montaría un escándalo… y tendrían una boca más que alimentar. Peor aún; ella quedaría marcada como una mujer caída, deshonrada. Su reputación proyectaría su sombra sobre la familia entera, principalmente sobre sus hermanas.
Había estado tan enamorada… Aquella noche, había sido incapaz de negarle nada a Quint… ni siquiera su cuerpo joven y bien dispuesto. ¿Pero cuántas vidas quedarían afectadas por aquel insensato error?
Oyó roncar a su padre, repantigado en su sillón, y sintió una punzada de ternura. Soren Gustavson trabajaba de sol a sol, cultivando el huerto y atendiendo a los cerdos. Por fuerza tenía que haberse enterado del estado de su hija. Pero el embarazo era un asunto de mujeres, y él estaba demasiado agotado para lidiar con ello. Su cuerpo, gastado por el exceso de trabajo, empezaba a acusar las primeras señales de la vejez. El bebé de Hannah añadiría una carga más a sus encorvados hombros.
Sobre su cabeza, el suelo del altillo donde dormían los pequeños crujió bajo los pasos de su madre. Mary Gustavson siempre sacaba tiempo para acostarlos y hacerles rezar sus oraciones. Esa noche, sin embargo, no se oía aquella serena cadencia de costumbre en sus pasos. Parecía inquieta, nerviosa.
Durante la cena, había mencionado algo sobre una inminente visita de Judd Seavers. Pero la visita de un vecino no era razón para ponerla tan nerviosa. Judd iría seguramente a hablar del prado fronterizo a su rancho. Los Seavers llevaban intentando comprárselo a Soren durante años. Y Soren siempre se había negado. Esa vez no sería diferente.
Mary bajó las escaleras, alisándose el pelo. Se había cambiado su arrugado delantal por uno limpio, recién planchado.
—Lávate la cara, Hannah. Tienes una mancha en la mejilla. Luego ven aquí para que te peine. ¡Eres demasiado mayor para llevar esas trenzas!
Annie soltó una risita mientras Mary arrastraba a Hannah hacia el aguamanil. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué debería importarle a nadie el aspecto que ofreciera a Judd? Ciertamente la había visto con trenzas antes… y desde luego no se había parado a mirarla dos veces.
Esbozó una mueca mientras se dejaba peinar, con sus pensamientos viajando aún más veloces que las manos de su madre. ¿Cómo podía saber Mary que iba a ir Judd, a no ser que hubiera hablado antes con él? ¿Y qué podía querer él de ellos, que no fuera la tierra que deseaba comprarles?
El corazón le dio un vuelco en el pecho. ¿Y si algo malo le había sucedido a Quint? ¿Y si la familia había sabido algo, y era Judd el encargado de comunicarles la noticia? Estaba intentando hacer acopio de todo su coraje cuando tres ligeros golpes a la puerta sobresaltaron a todos. Mary se detuvo con el cepillo en el aire. Soren se despertó de su siesta. Fue Annie quien corrió a abrir.
Judd vestía una camisa nueva de algodón y un fino chaleco de lana. Se había afeitado y todavía tenía el pelo húmedo, recién peinado. Por lo demás, su cara era la de un penado a la espera de su ejecución.
—Buenas tardes, Judd —lo saludó educadamente Annie—. ¿Has venido a ver a mis padres? Te están esperando.
Judd se removió ligeramente. Sus botas de montar brillaban relucientes.
—Buenas tardes, señora Gustavson, señor Gustavson… En realidad no es a ustedes a quienes he venido a ver. Me gustaría contar con su permiso para poder hablar con Hannah… a solas.
Tres
—Vamos, Hannah. Judd y tú podéis salir a hablar al porche.
Mary Gustavson la empujó levemente con el mango del cepillo. Judd vio a Hannah dirigirse hacia él como arrastrada por una cadena invisible, con los ojos azules muy abiertos, de puro terror. ¿Qué le habría contado su madre? ¿Sabría realmente a qué había ido?
Quizá estuviera a punto de cometer un error colosal.
Se le secó la garganta mientras la observaba. Siempre había sabido que era una chica bonita. Pero nunca la había visto así, con la luz de la lámpara arrancando reflejos a su maravilloso pelo, enmarcando su rostro en un halo dorado. Incluso con aquel viejo vestido, estaba preciosa.
Pero… ¿en qué diablos estaba pensando? Incluso pobre y embarazada, aquella chica tenía pretendientes que se pelearían por casarse con ella. ¿Por qué habría de aceptar a un hombre como él, aunque sólo fuera para darle a su hijo el apellido Seavers?
—Buenas tardes, Judd —sus voz apenas fue un susurro.
Judd se tragó el nudo que tenía en la garganta.
—Salgamos fuera, Hannah —le ofreció su brazo.
Vaciló antes de apoyar la mano en su manga. Fue un contacto leve como una flor de diente de león, pero pudo sentir el calor de su piel a través de la tela. Aquel contacto le provocó una inesperada, e inoportuna, punzada de calor. Maldijo para sus adentros. La situación iba a resultar terriblemente incómoda.
Salieron al porche iluminado. Cuando llegaron a los escalones,