Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini

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Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer  Chiaverini HarperCollins

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entradas baratas para el Teatro Real de Drury Lane, el Prince Edward, el Adelphi, el Phoenix. El cine también lo frecuentaba, permitiéndose comedias y musicales además de dramas y adaptaciones literarias. Y cuando los noticiarios daban reportajes alarmantes sobre el aumento del fascismo en Alemania, los murmullos indignados del público la consolaban y le daban la sensación de que, en efecto, sus preocupaciones y su rabia estaban justificadas, que no eran fruto de una imaginación excesivamente activa ni de un progresismo ferviente.

      Una noche, después del pase de El expreso de Shanghái en el cine Carlton, Greta se dirigía a casa paladeando todavía la maravillosa interpretación de Marlene Dietrich cuando oyó que alguien la llamaba. Buscó con la mirada y vio a una coreógrafa que conocía de Berlín cruzando la calle a la carrera. Se abrazaron, asombradas de encontrarse de manera tan improbable tan lejos de casa, y sin más preámbulos decidieron ponerse al día tomando tarta y té en un café cercano.

      Las noticias que traía Anna de Berlín eran perturbadoras.

      —El teatro alemán está muerto —dijo tajantemente echándose azúcar en el té—. Los genios que crearon nuestra edad de oro, ya sean judíos, comunistas o simplemente adversarios del fascismo, han huido del país o guardan silencio. La única opción que tienen es amoldarse al nuevo régimen, que a mí me parece un destino peor que la muerte.

      El renombrado autor teatral Bertolt Brecht había dejado la cama del hospital para escapar a Praga con su mujer y su hijo de ocho años, dejando en Alemania a su hija de dos con la esperanza de que unos parientes pudieran sacarla más adelante. El célebre cineasta judío y director de escena Max Reinhardt había huido a su Austria natal. El productor judío y socialista Leopold Jessner, que Adam había presentado a Greta en el Internationaler Theaterkongresse, se había ido a Nueva York. Erwin Piscator, miembro declarado del Partido Comunista, se había refugiado en Moscú.

      —Günther Weisenborn es más valiente que todos nosotros juntos —dijo Anna—. Su obra Warum lacht Frau Balsam? se estrenó el mes pasado en el Deutsches Künstlertheater tal y como estaba previsto, pero se había corrido la voz de que era antifascista y los nazis asaltaron el teatro. El espectáculo terminó esa misma noche y la obra fue inmediatamente prohibida. Solo Dios sabe cuándo podrá producir Weisenborn otra obra en Berlín.

      —Una gran pérdida… —murmuró Greta. Günther Weisenborn tenía un talento excepcional, como todas las personas que había mencionado Anna—. Sin Jessner, ¿qué va a pasar con el Staatstheater?

      —Nada bueno, eso seguro. Ahora está al mando Franz Ulbricht, que nunca ha intentado ocultar su admiración por Hitler y Mussolini. —Anna se estremeció y se inclinó sobre su taza como si quisiera fortalecerse con su calor—. Yo, al menos, jamás volveré a trabajar allí.

      —¿Y qué es de Adam Kuckhoff? —preguntó Greta en un tono demasiado indiferente.

      Anna le dirigió una mirada cómplice.

      —Ha recibido un montón de ofertas de teatros de otros lugares de Europa, pero parece empeñado en no moverse. Me dijo que, al no ser ni comunista ni judío, es uno de los pocos escritores alemanes comprometidos que no está en el punto de mira por motivos raciales o políticos. Que, como puede quedarse, su obligación es quedarse, enfrentarse al fascismo desde dentro.

      Greta notó cómo le recorría el cuerpo una grata sensación de afecto y orgullo. Qué típico de Adam, tan valiente y desinteresado… y tan temerario.

      —Espero que consiga esquivar esos nuevos campos de prisioneros —dijo.

      Anna le sostuvo la mirada por un instante antes de mirar hacia otro lado.

      —Su cuñado, Hans Otto, no se lleva bien con Ulbricht. Ha recibido ofertas de teatros de Viena, Zúrich y Praga, pero parece tan reacio a abandonar Alemania como Kuckhoff.

      Greta asintió con la cabeza. Entendía lo que intentaba decirle Anna. Si Otto no se marchaba, entonces su mujer tampoco, y por tanto Armin-Gerd, el hijo que había tenido Marie con Adam, tampoco. Si el resto de la familia se quedaba en Alemania, era muy probable que Gertrud, hermana de Marie y esposa de Adam, también lo hiciera. La situación doméstica de Adam seguiría siendo tan complicada como siempre.

      —Estás mejor aquí —dijo de repente Anna, alargando el brazo por encima de la mesa para agarrarle la mano—. Las dos lo estamos.

      —Eso dicen también mis amigos de la Universidad de Fráncfort. Me dicen que tengo mucha suerte por poder respirar libremente y escribir, y que no se me ocurra volver en varios meses, pero…

      —¿Pero…? —la incitó a continuar Anna.

      —Pero Alemania es mi hogar —dijo Greta con vehemencia—. Estoy de acuerdo con Adam. El que pueda quedarse y luchar, debe hacerlo. Judíos y comunistas… sí, ellos deberían huir si pueden. Llevan una diana dibujada en la espalda. Pero el resto de nosotros… —Movió la cabeza—. ¿Quién se va a quedar para resistirse a los nazis si toda las personas decentes se escapan?

      —Bueno, pues la persona decente que te habla piensa quedarse en Londres hasta que tenga claro que es seguro volver a casa. —Anna la escudriñó—. Tienes que ser consciente de que volver te puede costar la carrera, la libertad, incluso la vida.

      El corazón de Greta latía con fuerza, pero al ver la angustia de su amiga se limitó a encogerse de hombros y forzar una sonrisa.

      —Tal vez. Eres muy persuasiva. ¿Por qué no? Podría quedarme aquí, darle un buen empujón a la tesis y disfrutar del West End en la medida de mis posibilidades. ¿Qué importancia tiene una mujer más o menos, sobre todo una mujer tan poco capacitada para la política como yo?

      La preocupación que había asomado a los ojos de Anna remitió un poco.

      —Cuando escriba a los amigos —dijo con cautela—, ¿digo que preguntaste por Kuckhoff?

      Greta hizo un gesto desdeñoso con la mano.

      —Da lo mismo. He preguntado por muchas personas. No hace falta que menciones a Kuckhoff a no ser que menciones a los demás.

      Anna se encogió de hombros y tomó un sorbito de té como si fuera un asunto sin importancia, pero Greta sospechó que Adam no tardaría en enterarse de que estaba en Londres.

      Una semana después, el profesor Mannheim llegó a Londres, exhausto pero elogiando y agradeciendo efusivamente los esfuerzos de Greta.

      —Todo perfecto —dijo—. Es como si fuese a la deriva en un bote salvavidas y la London School of Economics me hubiese llevado a un puerto seguro. Dudo que reconocieras la Universidad de Fráncfort, con la cantidad de profesores que se han ido.

      —Eso me temía —dijo Greta—. En su última carta, mi padre mencionaba que había leído en el periódico que, de repente, los profesores de toda Alemania están pidiendo la excedencia. Dijo que solo en Fráncfort del Meno había seis bajas.

      —¿Solo seis? La información de su padre está anticuada. —El profesor Mannheim soltó una risa sardónica—. Excedencia. Menudo eufemismo. A los judíos, a los comunistas y a otros indeseables se les está extirpando a la fuerza de la academia. ¿A quién le tocará después?

      —A las mujeres, me imagino.

      El profesor le dirigió una mirada comprensiva por encima de las gafas.

      —No permita que eso

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