Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini

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Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer  Chiaverini HarperCollins

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      —La radio funciona.

      —Deben de haberle desconectado el micrófono —dijo Karl Behrens—. Espero que sea lo único que han hecho.

      Mildred dio un grito ahogado.

      —Seguro que Dietrich está bien —dijo Arvid, pero su voz forzada traslucía incertidumbre.

      Hubo que esperar al día siguiente para que Arvid consiguiera comunicarse con su primo. Estaba a salvo, ileso… y furioso. No se había dado cuenta de que alguien de la emisora le había desconectado el micrófono y había seguido hablando cinco minutos más, advirtiendo al pueblo alemán que no imbuyese a Adolf Hitler los atributos de un icono religioso.

      —Dietrich está empeñado en difundir su mensaje, así que está intentando que se lo publiquen —le dijo más tarde Arvid a Mildred—. Ya ha empezado a escribir otro ensayo en el que sostiene que los cristianos tienen la obligación moral y religiosa de defender a los judíos de la persecución.

      —Espero que consiga que mucha gente cambie de opinión, y cuanto antes.

      —Dietrich no está solo. Hay más gente diciendo lo que piensa, y nosotros también debemos hacerlo, antes de que perdamos la oportunidad. Hemos de apartar a Hitler de su nuevo cargo, antes de que eche raíces demasiado profundas.

      Pero todo apuntaba a que se les estaba agotando el tiempo. Dos días después, el canciller Hitler reforzó su flamante autoridad convenciendo al presidente Hindenburg para que disolviese el Reichstag y convocase nuevas elecciones generales para el 5 de marzo.

      Asustados e indignados, socialistas y comunistas aunaron fuerzas para oponerse a la jugada. Mildred y Arvid se hallaban entre los doscientos mil manifestantes que, portando antorchas, coreando eslóganes y entonando canciones de paz y unidad, se reunieron en el Lustgarten la gélida noche del 7 de febrero para protestar contra el nombramiento de Hitler. Aunque Mildred estaba temblando de frío, le reconfortó ver la cantidad de manifestantes que llenaban la plaza, personas como Arvid y ella y sus amigos, que reconocían el peligro de la marejada fascista y se negaban a ser arrastrados por ella. Había grupitos de camisas pardas merodeando a los lados de la protesta, lanzando miradas malévolas, pero aquella noche, al ser muchos menos, se abstuvieron de los habituales actos de violencia.

      Fue una protesta triunfal, esperanzada, pero en los días siguientes miles de enemigos políticos, sobre todo comunistas, fueron arrestados por las SA, que con cualquier pretexto se los llevaba a cárceles improvisadas. A mediados de febrero, la violencia en las calles de Berlín se disparó cuando las turbas de camisas pardas sumaron los ataques a miembros del Partido Católico de Centro y a sindicalistas a los que venían siendo sus objetivos habituales, los comunistas y los socialdemócratas. Hubo políticos que hicieron un llamamiento a la calma a medida que se acercaba el día de las elecciones, pero muchos empleados públicos prominentes guardaron un extraño silencio.

      —Todo el mundo sabe que los nazis son responsables de la violencia —dijo Arvid—. Ninguna persona razonable quiere que esto continúe. Seguro que el pueblo alemán votará para que Hitler y todo su partido abandonen el poder.

      Mildred esperaba que estuviese en lo cierto. La situación era insostenible, y al final tendrían que prevalecer la razón y el sentido común. Las elecciones del 5 de marzo eran la oportunidad de volver a encarrilar la situación política para poder centrarse en la economía, en los puestos de trabajo y en ayudar a los pobres.

      Entonces, el 27 de febrero, al caer la tarde, cuando Mildred empezaba a bostezar sobre un montón de trabajos de sus alumnos y se decía que ya era hora de acostarse, el gemido de la sirena de un camión de bomberos hizo que Arvid y ella se acercasen a las ventanas del mirador. A esta sirena siguió otra, y después otra más, hasta que la fría noche invernal parecía chillar alarmada.

      Al noroeste, un rojo resplandor teñía el horizonte, y las ráfagas de viento traían olor a quemado. Arvid quería salir a ver qué se estaba quemando y si Neukölln corría peligro, pero Mildred, temiendo que hubiera disturbios o algo peor, no se lo permitió.

      —A ver qué dicen en la radio —le insistió, pero las pocas emisoras que seguían abiertas a esas horas estaban retransmitiendo música, como cualquier otra noche.

      Mildred y Arvid se quedaron cerca de las ventanas, mirando y escuchando hasta pasada la medianoche, cuando, al ver que las sirenas se acallaban y que ya no había camiones de bomberos en Hasenheide, se convencieron de que el fuego había sido sofocado. Exhaustos, se fueron a la cama y durmieron con el sueño agitado.

      Por la mañana, se enteraron de que el origen del humo y de las llamas era el Reichstag, reducido ahora a un montón de ruinas que ardían lentamente al borde del Tiergarten.

      Capítulo diez

      Febrero-marzo de 1933

      Sara

      El lejano gemido de las sirenas despertó a Sara en la madrugada del último día de febrero, pero después de unos instantes de confusión en los que el sonido empezó a debilitarse y se desvaneció, volvió a quedarse dormida, confiando en que el peligro, fuera cual fuera, estaba demasiado lejos como para amenazar a su familia.

      Al amanecer, se enteró de que no podía haber estado más equivocada.

      Los periódicos de la mañana daban la espantosa noticia. Mientras dormían, el edificio del Reichstag había sido pasto de las llamas. En menos de tres horas desde que saltara la primera alarma, los bomberos habían controlado el incendio y habían llegado a la conclusión de que se trataba sin lugar a dudas de un incendio provocado. Sin pruebas en las que apoyarse, Hitler había echado la culpa del incendio a los disidentes comunistas. Poco había tardado en convencer al presidente Hindenburg, que estaba enfermo, para que promulgase un decreto de emergencia concediéndole poderes sin precedentes…, en apariencia, para permitirle encontrar y arrestar a los culpables, pero, en realidad, para eliminar a los comunistas como rivales políticos.

      A primera hora de la mañana, Hitler ya había aprovechado su nueva autoridad dando orden a la policía de detener a más de cuatro mil comunistas. Los derechos humanos garantizados por la Constitución de Weimar se suspendieron por tiempo indefinido. De la noche a la mañana desaparecieron el habeas corpus, la inviolabilidad del domicilio, la libertad de expresión, la libertad de prensa, el derecho a la intimidad de la correspondencia, el derecho a la propiedad y los derechos de reunión y asociación. La definición oficial de traición incluía ahora la producción, difusión o posesión de material escrito que llamase a la huelga o a cualquier otro tipo de sublevación.

      —Tenemos que advertir a Natan —dijo la madre de Sara palideciendo—. Siempre ha sido demasiado lenguaraz. Puede que, sin querer, escriba algo que ayer se toleraba y hoy se considera traición.

      —¿Sin querer? —repitió Sara—. Más probable me parece que lo haga aposta.

      —Sara —la reprendió su padre, suplicándole con una mirada furtiva que no disgustase a su madre. Y añadió, dirigiéndose a su mujer—: Estoy seguro de que Natan está al tanto de las nuevas normas.

      —Dudo que Natan vaya a llamar a la rebelión, pero no podemos pedirle que deje de escribir sobre las atrocidades nazis —dijo Sara—. Una prensa libre es el adversario más peligroso del fascismo. Por eso Hitler quiere desacreditarla y silenciarla.

      —No se me ocurriría pedirle a Natan que deje de contar la verdad —contestó su madre—, solo que

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