Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini
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—Es terrible, terrible —dijo su madre con voz temblorosa—. Quizá deberíamos abandonar la ciudad. Podríamos pasar el resto del verano en la finca de Wilhelm y Amalie, hasta que amaine la violencia.
El padre de Sara negó con la cabeza.
—Ya sé que el panorama no es muy alentador, pero Hitler no es presidente, ni canciller, ni lo va a ser nunca. El pueblo alemán jamás aceptará que alguien como él sea su líder. Está completamente incapacitado para desempeñar ese papel.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —respondió la madre de Sara—. Los miles de alemanes que se concentraron en el Lustgarten para apoyar a los nazis parecían de lo más dispuestos a coronarle rey.
—Ya se les apagará el entusiasmo —dijo su padre con firmeza—. De aquí a un año, la estrella de Hitler dejará de brillar, y con ella la influencia de los nacionalsocialistas. Podrán sembrar el odio y la violencia, pero no gobernar.
La madre de Sara asintió, apaciguada, pero Sara seguía con sus dudas. Quería creer a su padre, pero no se le iba de la cabeza la descripción que había hecho Natan del salvaje fervor que asomaba a los ojos de las masas presentes en el acto. Había fuegos que solo se apagaban una vez que habían arrasado con todo lo que estaba al alcance de las llamas.
Capítulo ocho
Abril-noviembre de 1932
Greta
Zúrich era todo lo que Felix había prometido y más. La elegante residencia de los Henrich era un oasis de serena prosperidad, y como Felix y Julia la trataban como a un miembro más de la familia, Greta disfrutaba de lujos hasta ahora desconocidos para ella: trufas de Périgord, caviar ruso, el mejor champán… Su suite, compuesta por un amplio dormitorio, un cuarto de estar y un cuarto de baño adjunto, era más grande que cualquiera de los apartamentos que había considerado su hogar, y las ventanas presumían de unas preciosas vistas de montañas nevadas y verdes valles abarrotados de ásteres violeta y senecios amarillos. Felix y Julia la incluían en sus salidas al teatro, a la ópera y a las salas de conciertos, y disponía de todo el tiempo que quisiera para explorar Zúrich y los alrededores a solas.
Su trabajo era interesante y ameno, y nunca tan arduo como para que tuviese ganas de quejarse. La biblioteca de Felix era el sueño de cualquier bibliófilo, inmensa tanto en cantidad como en variedad, pero estaba embalada de una manera tan arbitraria que la primera vez que abrió las cajas Greta se rio a carcajadas de puro asombro ante el desorden. Las dos niñas eran listas y encantadoras, generosas en abrazos, besos y piropos, y aprendían las sencillas lecciones de inglés tan deprisa que Julia confesaba que estaba asombrada y que envidiaba sus dotes. A cambio de todo esto, Felix pagaba a Greta un sueldo generoso además de la pensión completa. De este modo, podía cubrir sus necesidades, ahorrar para cuando vinieran las vacas flacas y enviar una buena suma de dinero a sus padres, agradecida de ser capaz de devolverles, por fin, una pequeña parte de todo lo que habían sacrificado por ella.
Y, para colmo, vivir en Zúrich le permitía poner más de ochocientos kilómetros entre ella y Adam, cuyas cartas, cuando Greta dejó de responder, se volvieron cada vez más infrecuentes hasta que dejaron de llegar del todo.
Greta siempre había sabido que el empleo no iba a durar para toda la vida, pero sintió una punzada de tristeza cuando colocó en su sitio el último de los libros de Felix y cayó en la cuenta de que el idilio suizo estaba llegando a su fin. Felix y Julia le aseguraron que podía quedarse cuanto quisiera como profesora de inglés de las niñas, pero las clases solo le ocupaban unas horas a la semana, y se notaba nerviosa, impaciente por enfrentarse a un nuevo desafío.
Llevaba tiempo observando a los estudiantes cuando iban a clase y a conferencias o estaban enfrascados en sus libros en la biblioteca y en los patios de la Universidad de Zúrich, escenas que le recordaban su época en la Universidad de Wisconsin. Pensaba con melancolía en su tesis doctoral inacabada, en sus planes frustrados, y empezó a preguntarse si no debería terminar lo que empezó. Por mucho que hubiera disfrutado de su desvío hacia el teatro, era difícil ver cómo podría continuar por esa senda sin toparse tarde o temprano con Adam. El tiempo y la distancia habían aliviado el dolor, pero las cicatrices eran demasiado recientes como para arriesgarse a hurgar de nuevo en las heridas.
Durante las largas tardes que seguían a las clases de inglés de las niñas, Greta escribía cartas a universidades alemanas para pedir información. Empezó con sus antiguos profesores de la Universidad de Berlín. También hizo consultas a la Universidad de Jena, preguntándose si Arvid y Mildred Harnack estarían entre el profesorado y diciéndose que sería maravilloso reunirse con ellos o, al menos, con Mildred. Y hubo más cartas: a universidades en Giessen, Fráncfort y Hamburgo (esta última le recordó dolorosamente el Internationale Theaterkongresse) y a varios lugares de Austria y de Suiza, por si acaso.
A comienzos de septiembre, recibió una respuesta de Karl Mannheim, un profesor de Sociología de la Universidad de Fráncfort del Meno.
—Dice que mis méritos le parecen impresionantes —les dijo Greta a Felix y a Julia esa misma noche, después de cenar—, pero insiste en entrevistarme antes de aceptarme oficialmente.
—Tienes que ir a la entrevista, por supuesto —dijo Felix—. No buscaremos una nueva maestra para las niñas hasta que decidas aceptar el puesto.
—Quizá no me lo ofrezcan.
—Estoy seguro de que sí.
—La única duda es si aceptarás —dijo Julia—. Si luego resulta que no crees que te vayan a gustar el trabajo o el profesor Mannheim, vuelve a casa con nosotros.
Conmovida al ver que Julia la consideraba parte de su hogar, Greta les dio las gracias y prometió tener en cuenta su amable oferta. Y, sin embargo, cuando llegó la hora compró un billete de ida y empaquetó todas sus pertenencias. Aun cuando el profesor Mannheim no la contratase, sabía que su futuro no estaba en Zúrich.
Por la mañana temprano, después de despedirse de la familia Henrich y de que a sus jóvenes alumnas se les saltase la lagrimilla y le rogasen dulcemente que volviera pronto, Greta recorrió los cuatrocientos kilómetros en dirección norte que la separaban de Fráncfort del Meno, una próspera ciudad que seguía el curso del río Meno a su paso por Hesse. El doctor Mannheim no había cumplido los cuarenta, tenía el cabello oscuro y con entradas, una mirada penetrante e inteligente y una voz a la que el encantador acento húngaro infundía calidez. La saludó cordialmente, fumó en pipa durante toda la entrevista y pareció que lo que más despertaba su curiosidad eran las investigaciones de Greta en la Universidad de Wisconsin y su trabajo con el profesor John Commons y los Friday Niters. Explicó que sus intereses intelectuales se centraban en la sociología del conocimiento, y le dijo que esperaba que pudiera darle más información sobre las novedades académicas de Estados Unidos.
—Tengo suficientes fondos en mi presupuesto para contratar a un estudiante de posgrado que pueda servirme de ayudante y secretario —le dijo—. Una de sus primeras tareas sería poner en orden mi biblioteca.
—De hecho, tengo una dilatada experiencia organizando bibliotecas.
Veinte minutos después, al salir de su despacho, tenía el trabajo, y también la firma del doctor Mannheim en valiosos documentos que la aceptaban en la universidad como doctoranda.
De nuevo, tenía ocupadas todas las horas del día. Alquiló un cuarto en una casa de huéspedes a poca distancia del campus, se instaló y se familiarizó con la sección de Sociología