Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini

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Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer  Chiaverini HarperCollins

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montones. Cuando Greta no estaba clasificando libros, pasaba cartas a máquina, organizaba papeles, calificaba trabajos de estudiantes de licenciatura y se encargaba de cualquier tarea aburrida pero imprescindible que le confiase el doctor Mannheim. Sobre la marcha, conoció a otros estudiantes de posgrado del departamento, todos tan sobrecargados de trabajo y a la vez tan contentos de tenerlo como ella.

      Un día especialmente agotador se topó con otro doctorando que se había acercado a comer algo rápido a un café barato cercano al Departamento de Sociología. Cuando, entre trago y trago de café, hizo una pausa para lamentarse de que era imposible sacar dos horas seguidas para trabajar en la tesis, el estudiante asintió con gesto cómplice.

      —Esto es lo que nos pasa por haber elegido profesores así —comentó—. Para la próxima vez ya sabemos que no debemos consentir trabajar para judíos, ¿eh?

      —No sé de qué me hablas —dijo Greta dando un paso atrás. Le había cogido mucho cariño al doctor Mannheim y le fastidiaba que le insultasen, sobre todo con aquellas calumnias antisemitas desagradables y chabacanas que no se apoyaban en ninguna verdad ni exigían un especial ingenio para ser pronunciadas.

      —Sí que lo sabes —protestó el estudiante sonriendo—. Ya sabes cómo son los judíos.

      —¿A qué judíos te refieres? —contraatacó Greta—. ¿A todos? Supongo que no. Ningún aspirante serio a sociólogo sería tan poco científico como para creerse capaz de describir a millones de personas que casualmente comparten la misma religión con un puñado de adjetivos facilones y estereotipos absurdos.

      —No me entiendes. Solo quería decir que…

      —Los judíos que yo conozco son personas trabajadoras, académicos brillantes, amigos generosos… y, vale, también los hay que no lo son tanto, pero incluso el peor de ellos sería mejor compañía que tú.

      Cogió su plato, su taza y sus libros y se fue a otra mesa.

      El estudiante jamás volvió a dirigirle la palabra y evitaba mirarla si se cruzaban por los pasillos, pero Greta no le echaba de menos. Convertir a los judíos en chivo expiatorio —o a los comunistas, a los polacos, a las mujeres o a los inmigrantes— era el refugio de los vagos, de los envidiosos, de los faltos de imaginación. Solo servía para que el mundo se convirtiera en un lugar feo y hostil, y no ayudaba a resolver ningún problema real. Prefería ser una solitaria a contar con intolerantes entre sus amigos.

      Afortunadamente, conoció a muchos más estudiantes del departamento con los que congenió, y hubo varios con los que no tardó en trabar una buena amistad. También organizó un grupo de estudios de estudiantes de posgrado, en parte porque estudiar con compañeros siempre la motivaba, pero también porque estaba deseando reproducir la camaradería de los Friday Niters. Al principio el grupo era muy pequeño, solo Greta y unos compañeros de clase a los que había invitado una tarde a café, pero, cuando decidieron expandirse, los letreros que puso por el departamento atrajeron a un grupo casi cuatro veces mayor. Era imposible escoger un día y una hora al gusto de tantos estudiantes, así que decidió repartir las reuniones a lo largo de la semana para que los miembros pudieran asistir cuando más les conviniera. Los puntos de encuentro también variaban, pero siempre elegían cafés y salas de estudiantes en Zeppelinallee, la simpática calle zepelín, al oeste del campus. Como pasaban volando de un tema importante a otro tan a menudo como cambiaban de horario y de lugar, Greta decía que eran el Fliegergruppe, «el grupo de vuelo», una divertida alusión a sus hábitos así como a la calle favorita de todos ellos.

      En otras ocasiones, por lo general entrada la noche, después de abandonar el despacho del doctor Mannheim muerta de cansancio y con los hombros doloridos de coger mamotretos y colocarlos en estanterías altas, Greta se reunía con estudiantes de otros departamentos, amigos que compartían su interés por la política y su odio al fascismo. Durante aquel tenso otoño, no pudieron desconectar de la cacofonía de la campaña electoral: los nazis y los comunistas se peleaban por ganarse a los votantes de otros partidos antes de las inminentes elecciones. En la anterior ronda de las elecciones, en julio, cuando Greta estaba en Zúrich dando vueltas a su porvenir, ni Hindenburg ni Hitler habían sacado suficientes escaños en el Reichstag como para gobernar en mayoría, así que se habían vuelto a convocar elecciones para principios de noviembre. La mayoría de los nuevos amigos de Greta sostenía que los socialdemócratas habían llevado al país al borde de la ruina, pero estaban todos de acuerdo en que los nacionalsocialistas no ofrecían ninguna solución válida, solo rabia, vagas promesas de devolver a Alemania su grandeza y gritos.

      Varios días antes de que el pueblo alemán acudiese a las urnas, Estados Unidos iba a elegir a su próximo presidente. Greta también siguió estas elecciones con gran interés. Sabía que entre la escalada de la Gran Depresión y una tasa de desempleo superior al veinte por ciento, al presidente Herbert Hoover le iba a costar convencer a nadie de que merecía cuatro años más al frente del país. Greta prefería a su contendiente demócrata, el gobernador de Nueva York Franklin D. Roosevelt. El New Deal que proponía, con su política progresista de ayudar a los empobrecidos y reactivar la economía, perfectamente podía salvar a aquel país, mientras que lo único que ofrecía Hoover era un prolongado estancamiento.

      Hacía ya muchas horas que había empezado el miércoles 2 de noviembre en Berlín cuando Greta se enteró de que Roosevelt había ganado por abrumadora mayoría.

      —¡Siete millones de votos! —exclamó asombrada mientras la radio del Bierpalast daba la noticia con la música de fondo de Vuelven los días felices.

      —Estupendo para los estadounidenses —refunfuñó un amigo—, pero ¿qué supone para nosotros, aquí, en Alemania?

      —Quizá sea una señal de que el mundo empieza a seguir un rumbo nuevo y progresista —dijo Greta.

      Josef la miró, incrédulo.

      —Este optimismo injustificado, ¿es un hábito que adquiriste en Estados Unidos?

      A Greta casi le da la risa.

      —Eres la primera persona que me considera una optimista.

      —Todo es relativo. Díselo al profesor Einstein.

      Otro amigo levantó las manos pidiendo paz.

      —Si el señor Roosevelt consigue darle la vuelta a la economía estadounidense, puede que sus bancos vuelvan a conceder préstamos al exterior. Eso nos ayudaría.

      —Tal vez a la larga sí —dijo Josef—, pero tendrán que pasar muchos años.

      —Vale, puede que los días felices aún no hayan llegado —concedió Greta—, pero a lo mejor nos estamos acercando.

      Parecía que sus esperanzas habían sido proféticas. Varios días después, los nacionalsocialistas sufrieron un inesperado revés en las urnas alemanas: la pérdida de dos millones de votos y treinta y cuatro escaños en el Reichstag. A los socialdemócratas les fue mejor, solo perdieron doce escaños, pero aun así quedaban en segundo puesto por detrás de los nazis. Los comunistas quedaron en tercer lugar, pero presumían de haber sacado once escaños más en el Reichstag, mientras que en el resto de los partidos se producían variaciones inapreciables a mejor o a peor.

      Dentro de lo que cabía, Greta no podía haber esperado mejores resultados, y aquel día se volcó en su trabajo con una sonrisa en la cara, más contenta y esperanzada de lo que había estado desde los soleados y pacíficos días de Zúrich. Hasta el profesor Mannheim se dio cuenta.

      —Parece como si estuviera usted bailando mientras coloca los libros

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