Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini

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Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer  Chiaverini HarperCollins

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hacemos ahora?

      En aquel momento, Mildred no tenía ni idea de si había algo que pudieran hacer, pero no pensaba desalentar a sus alumnos cuando habían acudido a ella en busca de esperanza.

      —Ahora vamos a clase —dijo con firmeza señalando la entrada—. Seguimos como siempre, pero vigilantes. Vuestra educación es tan importante hoy como lo era ayer.

      Con fuerza de voluntad, Mildred se centró y dio la clase como si fuera una tarde como otra cualquiera. A juzgar por las expresiones de sus alumnos, parecían divididos a partes iguales entre los que habían recibido la noticia del ascenso de Hitler con pavor y los que estaban exultantes. Estos últimos cogieron rápidamente los libros y salieron corriendo del aula nada más acabar la clase, mientras que la mayoría de los primeros se quedaron un rato más. Mildred los animó cuanto pudo mientras se consolaban unos a otros y especulaban acerca de lo que supondría un cambio tan drástico y repentino.

      Cuando por fin se dispersó la clase, le sorprendió ver que Arvid la estaba esperando en la puerta de la calle. Le acompañaba su sobrino político de dieciocho años Wolfgang Havemann, estudiante de Derecho en la Universidad de Berlín. Inge, la hermana de Arvid, se había vuelto a casar el año anterior; Wolfgang era el hijo de su nuevo marido, el violinista y profesor de conservatorio Gustav Havemann.

      —Wolfgang y yo pasábamos por aquí y se nos ocurrió que podríamos acompañarte a casa —dijo Arvid, saludándola con un beso en la mejilla.

      —Hay mucha tensión en la universidad desde que dieron la noticia —dijo Wolfgang—. Los comunistas van a ir a la Cancillería a protestar contra el nombramiento de Hitler.

      —Hemos pensado ir a echar un vistazo —dijo Arvid—, y a demostrarles a los nazis que no solo se oponen a ellos los comunistas.

      Mildred sintió una punzada de angustia, pero no hizo caso.

      —Vamos allá.

      Al llegar a la Reichskanzlei, se encontraron con que no había una presencia apreciable de la oposición. Solo había multitudes de nazis entusiastas flanqueando las aceras, hombres y mujeres joviales y amenazantes sonriendo de oreja a oreja y ondeando banderas con la cruz gamada. La mayoría miraba hacia una ventana del primer piso de la Cancillería con un brillo de ilusionada reverencia en el rostro, y otros estiraban el cuello para ver bien la Wilhelmstrasse.

      Al oír vítores y pisotones a lo lejos, Mildred cogió la mano de Arvid y le hizo detenerse. También Wolfgang se detuvo, y mientras el gentío rebullía entusiasmado a su alrededor, vislumbraron al fondo del bulevar un resplandor rojo parpadeante que se iba volviendo cada vez más intenso a medida que se acercaba.

      —¿Fuego? —dijo Wolfgang.

      Arvid asintió con la cabeza.

      —Antorchas.

      No tardaron en aparecer los manifestantes. Al frente iban los camisas pardas con las antorchas en alto, el humo subiendo hacia el cielo invernal. A continuación estaban los hombres de las SA, vestidos de negro, las insignias metálicas brillando a la luz de las antorchas. «Deutschland erwache!», gritó alguien en medio de la multitud, y otro hombre coreó el grito, y después, a ambos lados de la calle, las voces se alzaron al unísono cantando «Deutschland, Deutschland, Deutschland über Alles!».

      Una tras otra iban pasando las filas de manifestantes, los rostros serios, orgullosos y triunfales, una avalancha de uniformes negros y pardos, luz de antorchas, metal centelleante. De repente, las voces se transformaron en un clamor. Cuando Arvid se volvió para echar un vistazo a la Cancillería, Mildred le siguió la mirada y descubrió que acababan de abrirse un par de ventanales de la primera planta y que había un hombre perfilado contra el resplandor de la luz eléctrica de la habitación de detrás. Le reconoció al instante: la baja estatura, el saludo acostumbrado —brazo derecho en alto, rígido, la palma hacia abajo—, el pelo castaño y lacio con raya a la izquierda y peinado a un lado, el bigote cuadrado y pasado de moda entre la nariz y el labio superior.

      —Les presento a nuestro nuevo canciller —murmuró asqueado Wolfgang mientras Hitler saludaba a una sección de la muchedumbre y después a la otra, absorbiendo su adulación.

      —No parece real —dijo Mildred con el corazón en un puño. No soportaba ver al nuevo canciller radiante y satisfecho, pero la escena que había debajo del ventanal no era mejor: hombres y mujeres corrientes, sus vecinos y conciudadanos, le vitoreaban con asombroso fervor. Mientras, el desfile de las SA y las SS continuaba sin parar: veinte mil hombres o más, los rostros orgullosos y siniestros a la luz de las antorchas.

      —Mira cómo desfilan con las correas ceñidas y las dagas lustrosas —le dijo Arvid a su sobrino, apartando la mirada del nuevo canciller para posarla en los oficiales que le saludaban—. Están sedientos de sangre y son capaces de cualquier cosa. Ya lo verás. Con estas antorchas, lo primero que van a hacer es prender fuego a Alemania, y después al resto de Europa. Antes de que te des cuenta, te habrán puesto un uniforme.

      Wolfgang palideció.

      —Arvid —le reprendió Mildred.

      —Ya lo verás —insistió Arvid. Cogió la mano de Mildred y les indicó con un gesto que salieran de la muchedumbre. Ya habían visto bastante.

      Al día siguiente, mutti Harnack les dijo que un primo de Arvid, Dietrich Bonhoeffer, iba a pronunciar un discurso por la radio esa misma tarde en una emisión especial sobre el inesperado nombramiento de Hitler. En calidad de pastor luterano, le habían pedido que ofreciera una perspectiva religiosa.

      La tarde del 1 de febrero, Mildred y Arvid invitaron a su grupo progresista de debate a escuchar el discurso de Dietrich, titulado «La visión alterada del concepto de führer de la joven generación».

      —Si esperan que mi primo elogie a Hitler por ser un buen cristiano y aconseje a todo el mundo que acepte su nombramiento porque es la voluntad del Señor, se van a llevar una buena sorpresa —dijo Arvid sintonizando la emisora. A la vez que el crescendo de música sinfónica y la suave voz de barítono del locutor anunciaban el comienzo del programa, corrió a sentarse junto a Mildred en el sofá mientras los demás se apiñaban en torno a la radio.

      Escucharon atentamente las palabras de Dietrich, que con voz clara, fuerte y seria reconocía que el país necesitaba un líder, pero se preguntaba por qué la juventud alemana, en particular, ponía todas sus esperanzas en un único hombre carismático.

      «Un führer puede ser idolatrado por sus seguidores —advirtió Dietrich—. En su absoluta devoción, pueden crear un clima que exagere la idea que se hace el führer de su propia autoridad. Esto ha de evitarse a toda costa si no queremos que nuestro líder acabe guiándonos por el mal camino».

      —Ya lo hace —dijo Paul Thomas.

      Un murmullo de asentimiento acompañó a su comentario y se acalló cuando Dietrich siguió hablando.

      «Son de temer aquellos que piensan que el führer es un ser supremo, superior al hombre, sin cortapisas y omnipotente. El führer ha de saber que no lo es, que es un servidor del pueblo. —La voz de Dietrich se volvió más vehemente—. El individuo es responsable sobre todo ante Dios. Para la mayoría de nosotros, esto es una obviedad. Pero ahora hay en marcha un movimiento para destronar a Dios, una conjura para instalar al führer como máxima autoridad sobre nuestras vidas. Si esto ocurriera…»

      Un estallido de interferencias y, a continuación, silencio.

      —¿Qué

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