Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini
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Bien pensado, quizá fuera mejor que Natan no viniese.
La tarde siguiente, Sara se puso su vestido de flores, ayudó a su madre y a la cocinera con los preparativos de última hora y esperó impacientemente en el vestíbulo hasta que sonó el timbre de la puerta. Sus padres estaban justo detrás de ella cuando abrió y le hizo pasar, de manera que, con gran disgusto para Sara, el ansiado encuentro fue poco natural, un fugaz apretón de manos y un casto beso en la mejilla, ojos que prometían más si tan solo pudieran sacar un momento solas…
Dieter había venido con regalos, una botella de vino de Tokaji para sus padres y un exquisito encaje bordado tradicional, tan bonito que, al quitarle el papel de seda en el que venía envuelto, Sara soltó un gritito de placer. Lo que no podía decir en voz alta era que mucho más grato todavía era verle a él. Había venido con su mejor traje, que resaltaba los anchos hombros y la delgada cintura; llevaba el cabello, rubio miel, pulcramente peinado a un lado, y así seguiría hasta que ella tuviera la oportunidad de alborotárselo; y el hoyuelo que asomaba en su mejilla izquierda cada vez que sonreía la dejaba ligeramente aturdida. Mientras daban cuenta del pato asado con patatas, Dieter estuvo charlando con sus padres, contándoles sus viajes, los lugares de interés que había visto, los negocios que había cerrado con éxito. Sara intentó intervenir en la conversación con comentarios inteligentes, pero se temía que debía de haberse pasado toda la cena contemplándole con adoración, como una niña boba deslumbrada por una estrella de cine.
El hechizo se rompió a los postres, cuando Dieter mencionó que había leído el reportaje de Natan sobre el mitin del Lustgarten en el periódico de la mañana.
—Lo describía de una manera tan gráfica que me daba la impresión de estar viéndolo con mis propios ojos —comentó—. Siento habérmelo perdido.
Por el rabillo del ojo, Sara vio que sus padres intercambiaban una mirada significativa.
—Aunque Dieter no habría participado, ni siquiera aunque hubiese podido —se apresuró a decir Sara, forzando una sonrisa—. Dieter no es ni un nacionalsocialista ni un comunista.
—Ni tampoco Natan, y estaba allí —dijo Dieter.
—Por motivos profesionales —repuso Sara con una mirada de advertencia.
No pareció que Dieter la registrase.
—Si no hubiera estado trabajando, lo mismo me habría pasado a echar un vistazo.
—No como participante sino como espectador, ¿no? —apuntó el padre de Sara.
Dieter sonrió.
—Prefiero decir que como un observador objetivo. Creo que es importante escuchar a las dos partes, ¿usted no?
Sara no veía el momento de cambiar de tema, pero como pasaban los segundos y la pregunta seguía flotando en el aire, la necesidad de una respuesta se hacía cada vez más apremiante.
—Claro, escuchar a las dos partes —dijo alegremente—. Así, si ves que una de las dos es irracional y que se equivoca en todos los sentidos, sabes que tienes vía libre para no hacerle caso.
Dieter se rio, sus padres sonrieron y Sara cambió rápidamente de tema.
Después de cenar, Sara declinó la invitación de sus padres a acompañarlos al salón y, cogiendo a Dieter de la mano, le llevó hasta la hilera de tilos del jardín. Sabía que allí detrás no se les veía desde la casa.
—Bienvenido, Dieter —dijo entrelazando los dedos por detrás de su nuca y poniéndose de puntillas para besarle.
—Mi preciosa Sara —susurró él cogiéndole la cara con ambas manos y devolviéndole el beso—. Te he echado de menos.
Sara tiró de él y le hizo sentarse a su lado en un banco escondido.
—No podemos quedarnos demasiado tiempo aquí fuera. Mi padre se inventará cualquier excusa para venir a ver los parterres.
Dieter soltó un bufido y preguntó con tono irónico:
—Bueno, qué, ¿he aprobado?
—¿A qué te refieres?
—Ya lo sabes. ¿He aprobado la inspección de tus padres?
—Pues claro. ¡Si no ha habido ninguna inspección!
Dieter se rio.
—Bueno, a ver, ¿cuál es el veredicto?
Sara hizo como que se indignaba y le dio un empujoncito. Dieter sonrió, la rodeó con los brazos y volvió a besarla. El corazón de Sara latía aceleradamente de felicidad y deseo. Enseguida pareció que Dieter se olvidaba de que en realidad no había respondido a su pregunta; y menos mal, porque no habría sabido qué decirle.
Dos semanas más tarde, Natan firmaba una crónica espeluznante. Corrían rumores de que unos siete mil miembros nazis de las SA y las SS de Prusia habían provocado a sus enemigos políticos desfilando a través de Altona, un suburbio de Hamburgo con gran presencia comunista en el que habían sido recibidos a tiros por francotiradores apostados en los tejados. En la edición del día siguiente, los corresponsales de la ciudad confirmaban que diecisiete personas habían muerto por herida de bala y que había varios centenares de heridos. Tres días después, el canciller Papen declaró que los incidentes del Domingo Sangriento de Altona le exigían disolver el gobierno de coalición de centro-izquierda de Prusia, así como su formidable fuerza policial, y someter a ambos al control federal.
—Esto es un golpe de Estado —dijo el padre de Sara, moviendo incrédulo la cabeza mientras dejaba un periódico y cogía otro, buscando, en vano, alguna noticia buena—. Esto es nada menos que un derrocamiento del Estado Libre de Prusia.
Las elecciones nacionales del 31 de julio asestaron otro duro golpe. Los nacionalsocialistas sacaron más de catorce millones de votos, el treinta y siete por ciento del electorado. Aún más desconcertante para Sara, los estudiantes universitarios votaron a Adolf Hitler en cantidades desorbitadas. ¿Cómo podían estar sus compañeros tan cautivados por la retórica de Hitler, por su manera tan palmaria de seguir el juego a los peores temores y prejuicios de la gente?
—¿Qué ven las generaciones más jóvenes en los nazis? —le preguntó su madre.
—No tengo ni idea —dijo Sara angustiada—. Ninguno de mis amigos se está dejando arrastrar por todo esto.
—Te digo yo lo que ven los jóvenes —dijo su padre—. Algo diferente. Algo perturbador. Hasta donde les llega la memoria, el gobierno siempre les ha fallado. No tienen trabajo, no tienen esperanza, solo rabia, y no tienen motivos para pensar que los partidos políticos en los que han confiado en el pasado vayan a frenar el declive. Para ellos, cambio es sinónimo de mejora.
—Y ¿qué hay del resto del electorado? —dijo Sara—. Vuestra generación debería tener más conocimiento, ¿no?
—Las generaciones más