Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini
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—Pero ¿estás trabajando?
—Redacto textos publicitarios, reviso textos, doy clases de inglés a estudiantes universitarios… Lo suficiente para pagar las facturas y mandar un poco a mis padres todos los meses. Aunque nunca es suficiente.
El camarero se acercó y Greta le miró, agradecida de que interrumpiera su queja. Una vez que les hubo tomado nota, preguntó por los proyectos en los que estaba embarcado Adam en el Staatstheater, decidida a no decir una palabra más sobre sus menguantes perspectivas.
No tardó en olvidar que estaban distanciados. Sus historias del teatro eran tan fascinantes y su evidente interés por lo que pudiera pensar ella tan halagador, que su gélida reserva se fue derritiendo y volvió sentir la misma euforia que había sentido en Hamburgo en su compañía, como si fueran dos amigos de toda la vida que no habían perdido la ilusión de descubrir algo nuevo, inesperado y delicioso en el otro.
La tarde pasó demasiado deprisa. Greta se había quedado mucho más tiempo del que tenía pensado y había bebido más café del que debía, pero cuando miró su reloj por tercera vez, Adam alargó el brazo por encima de la mesa y le cogió la mano.
—Greta, cariño —dijo, su mano cálida y firme sobre la de ella—. Mis sentimientos por ti no han cambiado. Te quiero.
—Adam, por favor. —Miró en derredor, pero comprobó con alivio que no había nadie conocido—. No hablemos de esto aquí.
—De acuerdo. Déjame ir a tu casa.
—No seas ridículo.
—¿Tienes miedo de que si voy no hablemos?
Miedo no era la palabra, teniendo en cuenta que lo que más deseaba en el mundo era saborear su boca y sentir sus manos sobre la piel.
—No me parece buena idea.
—Quizá no, pero sería maravilloso.
—Adam, eres un hombre casado. Jamás podríamos ser nada más que amigos y colegas.
—Dime que no me amas y jamás volveré a sugerirte que seamos algo más.
Greta respiró hondo y se recostó en la silla. No quería mentirle.
—Lo sabía —dijo él en voz baja, pero tan entusiasmado que era como si lo gritase.
—Da lo mismo lo que yo sienta —dijo bruscamente—. Estás casado. No hay nada más que decir.
—Greta, te estoy ofreciendo mi corazón y a cambio no te pido nada más que tu amor. ¿Qué más quieres?
¿Qué quería? Desde luego, si algo no quería era ser su amante, su amiguita joven, un cliché. Quería una auténtica relación de pareja, alimentada por el intelecto y la creatividad, el respeto y el deseo. Quería una relación íntegra, fidelidad, amor. Quería lo que su amiga Mildred tenía con Arvid, algo sincero, auténtico y duradero, no un objeto de atrezo que solo servía para un rato, bajo la luz adecuada y si no se miraba desde demasiado cerca.
—Si de veras quieres estar conmigo —dijo—, divórciate.
A Adam se le nubló la expresión.
—Conque quieres un marido, ¿eh?
—¿Es demasiado burgués? Más bien, lo que no quiero es el marido de otra.
—No es posible —dijo él moviendo la cabeza—. La hundiría. Destrozaría la amistad que hemos construido tan cuidadosamente entre los cuatro… Gertrud, Marie, Otto y yo. ¿Crees que Marie seguiría permitiéndome que formase parte de la vida de mi hijo si hiciera daño a su hermana?
—No tengo ni idea. No conozco a Marie. En cuanto a hacerle daño a Gertrud, ¿no se lo estás haciendo ya? —Se colgó el bolso al hombro con ademán brusco y se levantó, incapaz de aguantar un segundo más—. Adiós, Adam. No puedo volver a verte.
Mientras salía, oyó que Adam la llamaba, pero no volvió la vista atrás.
Pasaron semanas antes de que volviese a saber de él. A finales de otoño, Adam le envío una breve carta, una disculpa por la pena que le había causado y un meláncolico deseo de que se lo pensara otra vez, y luego, en la posdata, el nombre y el teléfono de un editor de Rote Fahne, el mayor periódico comunista de Alemania, que, le decía, necesitaba un ayudante y estaba esperando su llamada.
Greta no respondió a su carta y tampoco se puso en contacto con el editor. No era comunista y nunca había trabajado en un periódico, así que estaba bastante segura de que el único requisito que cumplía para el puesto era que Adam la había recomendado. No quería endeudarse más con él de lo que ya estaba, a pesar de que vivía al día y siempre estaba rozando el desalojo. Entre unas cosas y otras, gracias a que un cliente satisfecho la recomendaba a otro, le seguían ofreciendo trabajos sueltos. Para cuando cayó la primera nevada de la estación, había empezado a sospechar que Adam estaba detrás de la mayoría de las ofertas de trabajo no solicitadas, pero no quiso preguntar. Como no podía permitirse rechazar más trabajo por orgullo, mejor no saberlo.
Pasó las vacaciones de Navidad en Fráncfort del Óder con su familia, pero volvió a Berlín a tiempo para asistir a una fiesta de Nochevieja en la casa de una vieja amiga de los tiempos de la facultad en Charlottenburg. Al principio había declinado la invitación porque le espantaba la idea de admitir delante de antiguos compañeros de clase, en respuesta a la inevitable pregunta, que estaba al borde del desempleo. Kerstin se había negado a aceptarlo como excusa.
—Todo el mundo está en apuros —había dicho una tarde que Greta fue a cenar con ella—. Hoy en día, todos somos pobres.
—Tú no —dijo Greta sin rodeos, señalando a derecha e izquierda la preciosa casa de Kerstin.
—Soy funcionaria —dijo Kirsten, sin darle importancia—. Pago mi bienestar soportando un tedio infinito en una oficina sofocante. Además, a saber cuánto me va a durar el trabajo, con los camisas pardas desfilando por ahí, exigiendo que las mujeres se queden en casa cocinando y pariendo. Celebremos mientras podamos. ¿Qué alternativa hay?
Greta no tenía una buena respuesta, de manera que aceptó la invitación.
Cuando llegó a las diez de la última noche del año, hacía un buen rato que había empezado la fiesta. En el fonógrafo sonaba jazz, se oían animadas conversaciones interrumpidas por risotadas y el olor de la leña de la chimenea se entrelazaba con aromas de perfumes y cigarrillos. Apenas se había quitado el sombrero y el abrigo cuando varios conocidos a los que hacía siglos que no veía la saludaron o cruzaron la habitación para abrazarla. Sus miedos se disiparon rápidamente cuando un amigo le sirvió una cerveza y otro se la llevó a presentarle a un grupo de artistas en ciernes. Kerstin no había exagerado; varios amigos tenían un trabajo remunerado, pero casi todos admitían tristemente que también a ellos les costaba llegar a fin de mes. Contaban chistes irónicos sobre cinturas de faldas que había que meter y zapatos mil veces remendados, y se intercambiaban consejos sobre los comercios para comprar carne barata pero comestible y pan de la víspera. Y, sin embargo, Greta notaba —y sospechaba que era la única— que los demás tenían una percepción muy distinta de la difícil coyuntura que afectaba a todos. Ella era hija de un trabajador del metal, estaba acostumbrada a la pobreza; para estos hijos de arquitectos y dentistas, era una desconcertante