Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer Chiaverini страница 12
Aquella conferencia dio pie a que le pidieran más.
—¿Es que no saben que solo soy una alumna de posgrado? —le preguntó a Inge durante el desayuno a la mañana siguiente de la tercera conferencia, todavía radiante por aquel honor tan inusual—. Hay personas que se pasan toda su carrera profesional esperando poder dar una conferencia en la Universidad de Berlín, y muchas más a las que ni siquiera se les presenta la oportunidad.
—¿Quién mejor que una estadounidense para hablar de literatura americana? —dijo Inge, en cuyos ojos brillaba la alegría compartida.
Para Mildred, tanto su universisad como la de Arvid eran islotes de paz y racionalidad en medio de las turbulentas aguas que los rodeaban. La inestabilidad crecía por momentos en Alemania, con frecuentes estallidos de luchas callejeras entre los rojos comunistas y los pardos nazis.
—Ya casi ni me sorprendo cuando leo noticias en la prensa sobre estas reyertas —le dijo a Arvid un sábado por la tarde a comienzos de primavera mientras paseaban por una calle empedrada de Marburgo.
Arvid se paró en seco y le acarició la mejilla con el dorso de los dedos.
—Cariño, no te acostumbres nunca a lo insólito y atroz. Si lo haces, poco a poco acabarás aceptando cualquier cosa.
Mildred se tomó muy en serio su consejo y, a medida que la primavera cedía paso al verano y la belicosidad nazi contra las mujeres, los comunistas y los judíos se iba convirtiendo en el pan de cada día, se negó a fingir que no pasaba nada, a permitir que acabara siendo un ruido de fondo, como el del tráfico.
El 7 de agosto, Mildred y Arvid celebraron su quinto aniversario con una excursión de dos días a la Selva Negra. Tras una caminata por los preciosos pinares y hayedos, llegaron a un albergue de montaña en el que lo festejaron con flores y una tarta que había sobrevivido bastante bien a la excursión, teniendo en cuenta que iba en la mochila de Arvid. Al ver que había dos pequeños catres en lugar de la cama de matrimonio que se esperaban, se rieron, echaron unas mantas sobre el suelo e hicieron el amor arrullados por el sonido de las aves nocturnas y del viento en los árboles.
Después, mientras yacían el uno al lado del otro, saciados y presa de una deliciosa fatiga, Arvid le cogió la mano y entrelazó los dedos con los de Mildred.
—Han sido los cinco años más maravillosos de mi vida.
—Los míos también —dijo ella apoyando la cabeza en su hombro, satisfecha a más no poder.
—Tengo un regalo de aniversario para ti…, bueno, en realidad es para los dos. —Le acarició el pelo, rozándole la mejilla con los dedos—. He encontrado un trabajo temporal de asesor legal en Berlín a partir de finales de septiembre. Volveremos a estar juntos.
Mildred dio un grito ahogado de felicidad.
—Pero ¿qué hay de tu habilitationsarbeit?
—Ahora mismo estoy trabajando prácticamente solo. Y eso lo puedo hacer tanto en Berlín como en Marburgo. Durante el día ejerceré mi profesión, por las tardes escribiré y una vez al mes volveré a la universidad a consultar con mis profesores. —La besó con ternura—. ¿Estás contenta?
—¿Contenta? ¡Estoy entusiasmada!
—Solo falta que se nos conceda un deseo más.
Mildred sonrió con aire melancólico.
—No será porque no lo hemos intentado.
—Sí, y estamos disfrutando todos y cada uno de los intentos.
Mildred rio alegremente para disimular una punzada de inquietud.
—El mes que viene cumplo veintinueve años. No puedo evitar pensar que se nos está acabando el tiempo.
—No te preocupes, cariño. —Arvid le apartó de los ojos un largo mechón de cabello dorado—. Todavía somos jóvenes. Cuando vivamos juntos definitivamente, ocurrirá. Ya lo verás.
Mildred asintió con la cabeza, esperando que tuviera razón. Había ido a su médico, que le había confirmado que tenía una salud excelente. Cada mañana hacía veinte minutos de ejercicios estomacales destinados a facilitar la concepción y el parto. Y, aun así, cada mes le llegaba el periodo y su sueño de ser padres volvía a eludirles.
—Quizá debería consultar con otro médico. Con un especialista.
Arvid convino en que por probar no se perdía nada.
—Yo también debería ver a un especialista —añadió—, pero creo sinceramente que pasando más tiempo juntos estas cosas se arreglarían.
Inge le recomendó a su ginecóloga, pero antes de que pudiera concertar una cita se enteró de que una conocida autoridad en salud reproductiva femenina iba a dar una conferencia abierta al público en Marburgo a mediados de agosto. La doctora Else Kienle, que criticaba sin pelos en la lengua las leyes que prohibían el aborto y disuadían del uso de métodos anticonceptivos, había sido encarcelada ese mismo año por llevar a cabo abortos, pero había conseguido que la soltaran después de hacer una huelga de hambre. Mildred esperaba que la conferencia fuera fascinante, aunque la doctora Kienle no abordase las cuestiones concretas que a ella le preocupaban. En el caso de que al término de la charla no se abriera un turno de preguntas y respuestas, podría intentar hablar en privado con la doctora más tarde.
Arvid tenía un compromiso previo con Egmont Zechlin y varios hombres más con los que esperaba formar un nuevo grupo de estudios de Economía, así que Mildred asistió sola a la conferencia. Aunque llegó antes de la hora, la sala ya estaba bastante llena, pero encontró asiento al fondo y se preparó para tomar notas. Había dado por hecho que el público estaría formado mayoritariamente por mujeres, así que le sorprendió ver a un montón de hombres repartidos por las filas en grupitos de tres o cuatro. La mayoría vestía el color pardo de los nazis.
Se le cayó el alma a los pies. ¿Para qué iban a estar allí si no era para causar problemas?
Echó un vistazo a su reloj; estaba previsto que la conferencia comenzase de un momento a otro. Echó un vistazo por encima del hombro a la puerta, donde varias mujeres que esperaban para entrar miraron con recelo a unos camisas pardas que pasaron de largo con paso desenvuelto, buscando lugares vacíos con mirada imperiosa. Mildred se giró de nuevo hacia el estrado vacío y volvió a echar un vistazo al reloj. Seguro que alguien había informado a la doctora Kienle de que se iba a enfrentar a un público hostil; quizá renunciara a subir al estrado. Pero justo cuando se estaba preguntando si debería marcharse, un encorvado profesor de barba blanca se acercó al podio y presentó a la doctora Kienle.
La doctora subió al estrado acompañada de una sonora ovación, pero cuando estrechó la mano del profesor y se acercó al podio, se oyó un estridente coro de silbidos procedentes de los camisas pardas. Los contempló fijamente por encima de la montura de las gafas mientras colocaba sus papeles, como si pensara que quizá, si no mostraba miedo, se calmarían. El profesor alzó las manos pidiendo silencio y por unos segundos el alboroto remitió, pero en el mismo instante en que empezó a hablar la doctora Kienle, los hombres la hicieron callar a gritos con todo tipo