Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini

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Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer  Chiaverini HarperCollins

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ir andando desde la Universidad de Berlín al Palast-Café en vez de coger el metro. ¿Para qué descender a la asfixiante oscuridad subterránea en un día de otoño tan hermoso, pudiendo disfrutar de la refrescante brisa que soplaba en las calles y del sol que brillaba a raudales en el inmaculado cielo azul? Antes de que se diera cuenta, ya estarían en invierno.

      Desde el campus se dirigió hacia el oeste por Unter den Linden con la pesada mochila, llena de libros y papeles, al hombro. Ya en los primeros días del curso, la asignatura de Literatura Americana se había convertido en su favorita, y frau Harnack, que la impartía, en su profesora favorita. Al igual que Sara, frau Harnack era una recién llegada a la universidad, una alumna de posgrado de Literatura Americana que hacía poco se había pasado a la Universidad de Berlín. Al principio, Sara y sus compañeros no habían sabido exactamente qué pensar de aquella profesora vivaz y afectuosa, que trataba a sus alumnos como iguales y a veces se ponía a cantar para aclarar una cuestión literaria concreta, pero frau Harnack no tardó en ganárselos con su bondad y su sincero interés por el bienestar de todos ellos. Sus historias sobre la vida en Estados Unidos arrojaban una luz tan clara sobre los textos que analizaban en clase que últimamente Sara había empezado a pensar que quizá debería hacer el doctorado en Estados Unidos después de licenciarse.

      Movió la cabeza para sacudirse la ensoñación. Con los tiempos tan inciertos que corrían, era tentador perderse en ingenuas fantasías. El trabajo de su padre, gerente del banco Jacquier & Securius, era seguro, la carrera profesional de Natan iba viento en popa y su hermana Amalie estaba felizmente casada con un rico barón, de manera que la familia no tenía que luchar para salir adelante, a diferencia de tantísimas personas desafortunadas. Pero aun así no podían cerrar los ojos ante la agitación política que merodeaba por los aledaños de su acogedor hogar en el Grunewald. Intentaban no prestar atención al auge del antisemitismo en Alemania, ocultando sus temores y viviendo vidas ejemplares para no provocar el rencor y el miedo de sus vecinos cristianos. Hasta ahora, había bastado con esto para protegerse en una ciudad moderna y cosmopolita como Berlín. Los ancianos del consejo judío les aseguraban que esta vez también bastaría.

      Sara atajó por el Tiergarten para evitar el edificio del Reichstag y la multitud que se habría reunido para asistir a su apertura esa misma tarde. Los resultados de las elecciones del 14 de septiembre habían dejado anonadados a todos, salvo, tal vez, al líder del Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei, un austriaco llamado Adolf Hitler. Aunque los nacionalsocialistas llevaban años existiendo como un partido marginal, esta vez habían obtenido seis millones y medio de votos y su representación parlamentaria había aumentado de doce escaños a ciento siete.

      —¿Por qué iba a votar nadie al partido de Adolf Hitler? —se había preguntado en voz alta la madre de Sara, espantada, una vez que se dieron a conocer los resultados—. ¡Si cumplió nueve meses de condena en la cárcel por traición!

      —La gente lo está pasando mal —respondió Sara pensando en sus compañeros de estudios, en sus rostros cansados, su ropa raída, sus desalentadoras perspectivas, su ira, su desesperanza—. No encuentran trabajo y tienen miedo de lo que pueda deparar el futuro.

      —Y de repente, ¡zas! Aparece este hombre gritón y malhumorado —dijo Natan— prometiendo que los devolverá a una mítica edad de oro de prosperidad, jurando castigar a los enemigos de Alemania por los agravios infligidos. Algunas personas son sensibles a esto… Mejor dicho, muchísimas personas.

      A medida que se iba acercando al Palast-Café, Sara pensó que quizá habría sido más apropiado celebrar el ascenso de Natan con un pícnic en el Tiergarten, cerca del edificio del Reichstag. Seguro que su hermano habría preferido mordisquear un sándwich mientras calibraba el tamaño y los ánimos del gentío que aguardaba la llegada de los nuevos diputados.

      Vio a Amalie enfrente del Palast-Café y cruzó la calle corriendo. Aunque solo habían pasado unos días desde la última vez que había visto a su hermana, durante el sabbat en casa de sus padres, Amalie la saludó con un cálido abrazo como si llevaran semanas sin verse.

      Amalie era de una belleza que cortaba la respiración; esbelta y alta, con ojos oscuros y expresivos y cabello ébano que brillaba como la seda tanto si le caía en cascada por la espalda como si se lo recogía en un moño descuidadamente elegante, como en esta ocasión. Algunas almas generosas decían que Sara se le parecía, pero ella tenía sus dudas, y no solo porque era varios centímetros más baja, tenía el pelo de un moreno más claro y sus ojos eran color avellana. Amelie era la belleza de la familia, y todos lo sabían.

      Las manos de Amalie eran suaves, sus dedos largos y elegantes, y hasta cuando descansaban sobre su regazo parecían estar listos para moverse al son de una música que solo ella oía. Era una pianista de gran talento, pero unos años antes había renunciado al circuito concertístico profesional para entregarse al matrimonio y a la maternidad. Apenas tocaba ya en público, limitándose a unos cuantos conciertos benéficos al año y a tocar de manera informal en las numerosas fiestas que daban en su lujosa casa de Tiergartenstrasse o en la finca ancestral de su marido en Minden-Lübbecke. Su marido, el barón Wilhelm von Riechmann, era un oficial de la Reichswehr, las fuerzas armadas alemanas, tan apuesto como hermosa era ella. Sus hijas, una de tres años y otra de diez meses, tenían el cabello oscuro y la hermosura de la madre y la alegre vitalidad del padre.

      Sara jamás había visto una pareja tan unida ni tan bien avenida, y eso a pesar de la diferencia de religión. A veces se decía que ojalá Dieter la mirase a ella de la misma manera que miraba Wilhelm a Amalie, pero sabía que no estaba siendo justa. Dieter y ella apenas llevaban juntos unos meses, y seguro que el amor verdadero necesitaba más tiempo para echar raíces profundas y florecer.

      A diferencia de Wilhelm, Dieter no se había criado rodeado de lujos y comodidades. Después de que su padre muriera en una trinchera cenagosa durante la Gran Guerra, su madre le había criado con el sueldo que ganaba como empleada doméstica. Dieter se había puesto a trabajar en una tienda de alfombras con tan solo doce años, y, mal que bien, había seguido estudiando por su cuenta con libros prestados. Con el tiempo, uno de los proveedores de la tienda, un próspero importador, había reconocido su talento latente y le había contratado de aprendiz. Desde entonces, Dieter había ido ascendiendo a un ritmo constante en el negocio, decidido a llegar a ser socio en el futuro. Era pragmático y sensato, y a Sara le expresaba su cariño trayéndole de sus viajes de negocios libros estadounidenses e ingleses y animándola a seguir estudiando, aunque la educación de Sara ya superaba con creces a la suya. A diferencia de muchos hombres que conocía, Dieter no necesitaba que se mostrase indefensa e ignorante para sentirse fuerte y sabio.

      —Supongo que podríamos haber elegido un día mejor para celebrar el ascenso de Natan —dijo Amalie con aire pensativo cuando llevaban un rato charlando y su hermano aún no había llegado.

      —Seguro que mientras tú y yo estamos aquí hablando él está en el Reichstag, acorralando a los diputados y presionándolos para que le concedan entrevistas.

      —Pero ahora es uno de los directores. ¿No debería asignarle esta tarea a un reportero?

      Sara se rio.

      —¿Tú te imaginas a Natan renunciando a buscar un titular emocionante mientras se queda tranquilamente sentado en su despacho organizando cosas?

      Esperaron un rato más, bromeando acerca de cómo iban a castigar a Natan por su retraso cuando llegase, pero al final el hambre las hizo entrar en el café.

      —¿Quieres que hablemos de política? —dijo Amalie en tono de guasa mientras las acompañaban a sentarse a una mesita redonda cubierta por un mantel de damasco blanco.

      —No, por favor, cualquier cosa menos eso. —Sara bajó la voz y miró en derredor, conteniendo una sonrisa—. No me gustaría armar un

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