Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini
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Desde el primer momento, sus padres la habían animado y se habían enorgullecido de sus éxitos. ¿Qué iban a pensar ahora que había vuelto de su gloriosa aventura estadounidense con recuerdos maravillosos, pero sin un doctorado que recompensase la dedicación de su hija y sus propios sacrificios?
Las aprensiones de Greta se dispararon al ver el hogar de su infancia: tres pisos estrechos de piedra y yeso, modestos pero muy bien cuidados, de una solidez y una resistencia reconfortantes en comparación con Madison, donde hasta los edificios más antiguos parecían sorprendentemente nuevos. Pero cuando cruzó el umbral que tan bien conocía, sus padres la recibieron con cálidos abrazos y lágrimas de felicidad. Greta contuvo los sollozos mientras los abrazaba, midiendo sus fuerzas al ver las nuevas arrugas, el cabello más encanecido, la espalda ligeramente encorvada de su padre y, con todo, el mismo brillo de amor y orgullo en sus ojos.
Durante la cena del día siguiente, todos, familia y amigos, proclamaban con alegría que estaban seguros de que había representado a Fráncfort del Óder con honores. Se mostraron tan amables y orgullosos que por un instante Greta temió haber olvidado decirles que no se había sacado el doctorado.
A la mañana siguiente, mientras ayudaba a su madre a limpiar la cocina después del desayuno, se armó de valor, respiró hondo y dijo:
—Mutti, siento haberos fallado a ti y a papá.
Perpleja, su madre arrugó el rostro suave y redondo.
—¿Se puede saber a qué viene esta tontería?
—¡Irme tan lejos y tanto tiempo, cuando podría haberme quedado a ayudar a la familia… y todo para volver con las manos vacías!
—Cielo mío —dijo su madre, indicándole que se sentase a la mesa de la cocina y sentándose a su lado—. Todavía no has alcanzado tu meta. Eso no significa que no vayas a alcanzarla nunca.
—Pero no me he doctorado, y no tengo trabajo…
—Pues entonces, te sacarás el doctorado y encontrarás trabajo. —Su madre la miró con amorosa conmiseración—. Me di cuenta en tu última carta de que estabas agotada y desanimada. Tómate un tiempo antes de volver a los estudios.
—Mutti —Greta escogió sus palabras con cuidado—. No creo que mis problemas vayan a resolverse con unas vacaciones.
—En cualquier caso, te sentarán bien. Además, aunque quisieras no podrías retomar los estudios en mitad del curso.
La expresión de su madre rebosaba tanto orgullo y confianza que Greta no tuvo valor para confesar sus dudas.
—Tendré que buscar algo que hacer mientras tanto —se limitó a decir—. He pensado que podría buscar trabajo en Berlín. No me hace ninguna gracia dejaros nada más llegar, pero…
—Por nosotros no te preocupes. Pues claro que sí, tú vete, a no ser que te entusiasme la idea de quedarte aquí conmigo a ayudarme a coser a destajo…
Greta se figuraba que le irían mejor las cosas en Berlín. Después de unos días de descanso con su familia, cogió el tren de la mañana con rumbo a la capital, y esa misma noche ya había alquilado una habitación amueblada en una casa de huéspedes, más pequeña y más fea de lo que habría podido obtener por el mismo precio en Madison, pero limpia y más o menos tranquila. La alfombra raída y las cortinas desvaídas le daban un aire de dejadez que no le costó imaginarse que acabaría contagiándose a su inquilina. Se dijo que ojalá pronto pudiera permitirse un lugar mejor.
Apenas acababa de instalarse cuando el devastador desplome de la bolsa estadounidense sacudió a Europa. Gracias a su formación en economía, comprendió las inquietantes repercusiones que tendría en Alemania incluso antes de que los zozobrantes bancos estadounidenses reclamasen la devolución de los préstamos concedidos a otros países. La frágil economía alemana, afectada ya por una inflación abrumadora y por el desempleo, no pudo soportar el golpe. Sin inversión extranjera, las fábricas cerraron, los proyectos de construcción se interrumpieron y miles de trabadores perdieron sus empleos.
A medida que se iba revelando la magnitud del desastre financiero, Greta se afanaba por obtener una esquiva beca universitaria, por convencer a algún profesor para que la contratase, por encontrar trabajo de conferenciante, investigadora o incluso de modesta profesora ayudante. No había vacantes de ningún tipo en ningún sitio. Los profesores universitarios se aferraban a sus titularidades, retrasando la jubilación por miedo a que las pensiones desaparecieran de la noche a la mañana. Los estudiantes seguían matriculándose con la esperanza de que cuantas más titulaciones académicas obtuviesen más ventajas tendrían sobre sus compañeros cuando por fin se vieran obligados a licenciarse y a engrosar las filas de los miserables millones de parados.
Greta aceptaba de buen grado el trabajo que podía encontrar: clases particulares, edición por cuenta propia, redacción de textos publicitarios. Le recordaba el trabajo a destajo de su madre, pero con pluma y tinta en lugar de hilo y aguja. Como apenas le quedaba dinero para gastar en ocio, redescubrió su amor de toda la vida por la literatura y el teatro, perdiéndose entre las páginas de una novela o de una obra de teatro y arañando de aquí y de allá los marcos necesarios para sacar entradas baratas para el Staatstheater o el Deutsches Theater. Las largas tardes de invierno se acurrucaba bajo las mantas en la única butaca de su cuarto y se ensimismaba en dramas y comedias, las obras maestras de la literatura alemana, francesa e inglesa.
Cuando el invierno dio paso a la primavera, acarició la idea de abrirse camino en el mundo del teatro. Podía traducir obras inglesas y francesas para los escenarios alemanes, o convertirse en autora teatral o asesora de repertorio.
—Deberías ir al Internationaler Theaterkongresse —le insistió su amiga Ursula, que era actriz—. Se celebra en Hamburgo en junio, nueve maravillosos días dedicados a todo lo relacionado con el teatro: actuaciones, seminarios, conferencias.
—Suena estupendo. Estupendo, sí, y muy caro.
—Ya, pero van compañías de teatro y profesionales de todo el mundo. ¿Qué mejor oportunidad para hacer contactos que lo mismo desembocan en un trabajo?
Eso Greta no se lo podía discutir, de manera que rápidamente reunió el dinero necesario saltándose comidas y privándose del sueño para terminar dos largos proyectos de edición antes de lo previsto. Consiguió tres estudiantes nuevos de inglés y pidió el pago de un mes por adelantado. Justo a tiempo, ahorró lo suficiente para cubrir el pago de la matrícula, el billete de tren y el alojamiento, pero mientras hacía la maleta le rondaba un comecome: ¿y si acababa despilfarrando todo su dinero en nueve días de juerga de los que saldría significativamente más pobre pero no más cerca de encontrar trabajo?
El primer día completo que pasó en Hamburgo se juntó con un alegre grupo de escritores y actores franceses que se alojaban en su mismo hotel. Hablaba francés con la suficiente fluidez como para merecer su aprobación, y ellos tenían una conversación lo bastante inteligente como para merecer la suya. Cuando la invitaron a que se considerase una más del grupo, aceptó con mucho gusto.
El tercer día, Greta y sus nuevos amigos asistieron a una charla especial de Leopold Jessner, un afamado productor y director del teatro expresionista alemán, presidente honorario del Theaterkongresse,