Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini
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Ni a sus carceleros ni a la ley, según la cual es estadounidense de nacimiento y tiene doble nacionalidad en virtud de su matrimonio, les importa. Para Adolf Hitler sí que tiene importancia, y mucha, que sea estadounidense, o eso le han dicho a ella. Y sin embargo Alemania es su hogar adoptivo, el lugar de nacimiento de su adorado esposo. Precisamente porque no soportaba separarse de él, se había quedado en Berlín incluso después de que el Gobierno de Estados Unidos advirtiese a sus ciudadanos que salieran del país.
Arvid. Se le parte el corazón al imaginárselo languideciendo en una celda abarrotada, fría y tenebrosa como la suya, en algún lugar no muy lejano, pero, en cualquier caso, inaccesible para ella. Los dos están pendientes de juicio. Quizá se vuelvan a encontrar en la sala de justicia, ellos y todos sus valientes y desafortunados amigos de la célula de resistencia que los nazis llaman Rote Kapelle, Orquesta Roja, por la «música» que emitieron a los enemigos del Reich. Se le hace raro que la Gestapo los considere un enemigo tan formidable como para merecer un nombre tan siniestro, como sacado de una novela de espías…, y eso que en la difusa red de escritores, profesores, economistas, burócratas, oficinistas y obreros no cuentan con un solo espía profesional.
Son personas corrientes, de todas las profesiones y condiciones sociales. Su querida amiga Greta Kuckhoff se crio en la pobreza, trabajó para pagarse los estudios y está decidida a darle a su hijo una vida mejor. Sara Weitz tuvo una vida rica y privilegiada hasta que los nazis tacharon a los judíos de indeseables y los despojaron de todos los derechos civiles y humanos. A Mildred se le parte el alma cuando piensa en Sara y en los demás estudiantes de su círculo: valientes, resueltos, idealistas, con toda la vida por delante, arriesgando más de lo que alcanzan a entender. ¿Dónde estarán ahora? Dispersos, algunos de ellos encarcelados en otros lugares, otros escondidos, otros huidos a tierras lejanas. Ah, si pudiera pedir ayuda a Martha Dodd una última vez…, pero Martha volvió a Estados Unidos después de que a su padre lo destituyesen de su cargo de embajador. Aun en el caso de que Mildred se las apañara para comunicarse con su amiga, tan impulsiva, tan abierta, ¿qué iba a poder hacer Martha?
De repente se pone a toser y se dobla, sujetándose los hombros para sobreponerse a las roncas convulsiones. Cuando puede, se endereza, aspira con fuerza, no hace caso al estertor premonitorio de sus pulmones y reanuda sus pasos en diagonal por el patio…
Y es tal su asombro que casi se frena en seco. Una presa que camina por el borde del patio la mira a los ojos con desolada compasión, tan evidente que a Mildred no le pasa desapercibida. La mujer está demasiado pálida y flaca para ser una recién llegada; seguro que conoce las funestas consecuencias a las que habrá de enfrentarse si los guardias la descubren mirando a Mildred con tanto interés después de que la hayan apartado del resto a modo de advertencia. Debe de saberlo, porque enseguida aparta la vista. A Mildred se le cae el alma a los pies, pero se recupera cuando la mujer la mira de nuevo de refilón esbozando una sonrisa de aliento, apenas perceptible.
Mildred siente fluir por su cuerpo un caudal de fuerzas renovadas. No es más que una mirada, pero a su alma desfallecida le sirve de alimento. Con el corazón palpitante, calcula a qué paso ha de recorrer la diagonal para cruzarse con la mujer en su lento paseo por el patio. Acelera el ritmo, no lo suficiente como para llamar la atención de los guardias, pero sí como para acabar cruzándose con ella en la esquina del fondo. En todo este rato no dejan de intercambiarse miradas furtivas, mensajes que dicen mudamente que no están solas, que siempre hay esperanza, que, cuando menos te lo esperas, un rayo de luz puede traspasar incluso el cielo más oscuro.
Y entonces se cruzan, aunque ni siquiera pueden detenerse lo suficiente como para tocarse las puntas de los dedos.
—Cuídate —susurra Mildred mientras se acercan arrastrando los pies y de nuevo empiezan a alejarse—. Estoy en la celda 25. No te olvides de mí cuando salgas. Me llamo Mildred Harnack.
Soy Mildred Harnack, se repite para sus adentros mientras se vuelve para cruzar de nuevo el patio. Mildred Fish Harnack. Esposa, hermana, tía. Escritora, erudita, profesora. Combatiente de la resistencia. Espía.
No te olvides de mí.
Capítulo uno
Junio-octubre de 1929
Mildred
El viento cortante que soplaba sobre las aguas en las que el mar del Norte se juntaba con el río Weser azotaba mechones de la trenza de Mildred y hacía que se le llenasen los ojos de lágrimas, pero por nada del mundo se habría apartado de la barandilla de la cubierta superior del buque de vapor Berlin mientras se acercaba a Bremerhaven. Diez días atrás, diez largos días después de nueve meses solitarios separada de su esposo del alma, el barco había zarpado de Manhattan con rumbo a Alemania, pero las últimas horas habían transcurrido con una lentitud insoportable. A medida que el barco iba entrando en el puerto, escudriñó a la multitud que estaba reunida en el muelle en busca del hombre al que amaba, sabiendo que estaba allí entre el gentío, esperándola para darle la bienvenida a su patria.
La sirena del barco bramó en lo alto, dos toques largos; los marineros y los estibadores lanzaron cuerdas y las anudaron con destreza. Los pasajeros se removieron impacientes, a la espera de que preparasen las rampas para el desembarco. Justo al borde del muelle, una banda de viento tocaba una alegre tonada de bienvenida; había hombres ataviados con los tradicionales pantalones de cuero, chalecos bordados y gorras con plumas, y mujeres con faldas acampanadas de color rosa y verde, blusas blancas y diademas de lazos y flores en el cabello.
Al oír su nombre transportado por el viento entre la música, Mildred recorrió la multitud con la mirada, agarrándose bien a la barandilla… y entonces le vio, vio a su querido Arvid, el cabello pulcramente peinado hacia atrás desde el nacimiento de la ancha frente, los bondadosos e inteligentes ojos azules por detrás de la montura de alambre de las gafas. La saludó ondeando lentamente el sombrero por encima de la cabeza, repitiendo su nombre, radiante de felicidad.
—¡Arvid! —gritó ella, y él respondió agitando nuevamente el sombrero, y a los pocos instantes Mildred había desembarcado y corría a sus brazos abriéndose paso entre el gentío. Hecha un mar de lágrimas, le besó sin hacer caso de las miradas de reojo de los pasajeros y los familiares más reservados que había alrededor.
—Mi cielo… —murmuró Arvid, acariciándole la oreja con los labios—. ¡Qué maravilla volver a abrazarte! Eres todavía más guapa de lo que recordaba.
Mildred sonrió y le estrechó entre sus brazos, presa de una dicha tan grande que le impedía articular palabra. Si la ausencia la había vuelto más guapa a ojos de Arvid, él, a los suyos, era todavía más apuesto.
Desde el día que se conocieron, tres años antes, su amor por él había ido creciendo sin límites. En marzo de 1926, a poco de llegar a la Universidad de Wisconsin con una prestigiosa beca Rockefeller, Arvid había entrado en su aula de Bascom Hall con intención de oír una conferencia del famoso economista John R. Commons y, para su sorpresa, se había encontrado a una mujer moderando un debate sobre Walt Whitman. Fascinado, se había sentado en la última fila, y después se había quedado para disculparse por la interrupción, explicando con un inglés encantadoramente imperfecto que había querido ir a Sterling Hall y que al parecer se había perdido. Embelesada, Mildred se había ofrecido a acompañarle al edificio correcto. Por el camino fueron charlando y al despedirse quedaron en verse otra vez para estudiar juntos. Ella ayudaría a Arvid a dominar el inglés y él la ayudaría a mejorar su alemán, que había descuidado desde que de niña aprendiera los rudimentos en Milwaukee, la más