Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini

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Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer  Chiaverini HarperCollins

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robusto de cuarenta y pocos años, labios carnosos y mirada taciturna subió de un tranco al podio.

      Greta, resignada a escuchar una árida conferencia sobre la logística de la administración teatral, se arrellanó en su butaca, pero Kuckhoff pronunció un apasionado discurso sobre la naturaleza del teatro y del cine en la era moderna. Fascinada, Greta absorbió con asombro todas y cada una de sus palabras sin apartar por un instante la mirada de su rostro. De pronto cayó en la cuenta de que era el autor de un elocuente ensayo que había leído ese mismo invierno, Arbeiter und Film, una denuncia de «las mentiras sentimentales de las típicas películas de la alta sociedad» y del «espíritu trasnochado y los vítores patrióticos del cine nacionalista». Escuchó embelesada mientras Kuckhoff transformaba estos conceptos en una audaz y asombrosa visión de futuro del teatro alemán.

      Su ferviente atención no le pasó inadvertida al orador. A veces, cuando sus ojos recorrían al público, se detenían en los de Greta, curiosos y escrutadores.

      Al acabar, Greta y sus compañeros estaban decidiendo a qué sesión iban a ir después cuando se le acercó Kuckhoff.

      —Me ha parecido que estaba usted muy absorta en mis comentarios —dijo en francés—. ¿Significa eso que está de acuerdo o en desacuerdo?

      Greta se le quedó mirando unos instantes, desconcertada…, pero, claro, a la vista de sus acompañantes, cómo no iba a suponer que era francesa. Decidió seguirle el juego.

      —Estoy de acuerdo, si es que sirve de algo; soy una novata en esto del teatro —dijo en francés, tendiéndole la mano—. Greta Lorke, una simple aspirante a autora teatral, o a asesora de repertorio, o a cualquier cosa que se tercie.

      La miró a los ojos mientras se daban un apretón de manos.

      —Dudo que la palabra «simple» la pueda definir a usted, mademoiselle.

      Cuando la invitó a debatir su conferencia con más detalle en una excursión en barco por la bahía de Hamburgo, Greta solo vaciló un instante antes de aceptar.

      Entre los lugares de interés y la absorbente conversación, las horas pasaron tan deprisa y de manera tan gozosa que el Theaterkongresse cayó en el olvido. La excursión concluyó con una romántica cena en uno de los hoteles más distinguidos de la ciudad, en una mesa con vistas al Elba. Después de la comida más deliciosa que había probado Greta en toda su vida y de una magnífica botella de vino, la charla derivó agradablemente hacia miradas sostenidas y sutiles roces; sobre la mesa, la mano de Adam descansaba sobre la de Greta, y, por debajo, la pierna de Greta se apretaba contra la de Adam.

      Cuando, casi con formal cortesía, la invitó a subir a su habitación, Greta asintió con la cabeza y le dio la mano.

      Por la mañana se despertó entre los brazos de Adam, y supo por el chorro de luz que entraba por las ventanas que las sesiones matinales del congreso habían empezado hacía un buen rato. No había pensado pasar la noche fuera de casa, ni tampoco hacer el amor con él, pero su modo de tocarla y sus palabras le habían despertado deseos que ni siquiera sabía que tuviera. En el último momento, cuando la prudencia le había advertido a gritos que escapase de sus brazos si no quería arriesgarse a perderlo todo —su futuro, su reputación— por un instante de pasión, Adam había sacado un paquetito que Greta reconoció en un santiamén. Era un condón. Por supuesto, para él no era la primera vez, como sí lo era para ella; y, como hombre de mundo que era, había venido preparado.

      Cuando Adam se despertó, Greta se acurrucó contra él y apoyó la cabeza en su hombro. Medio dormido, la besó en la frente, aspiró con fuerza y soltó un suspiro.

      —Ah, ma chère man’selle —se lamentó sonriendo—. Eres demasiado joven y hermosa para un viejo como yo.

      —¿Cuántos años tienes?

      —Confieso que cuarenta y tres.

      —¡Menudo vejestorio! —bromeó ella, y a continuación titubeó—: Yo también tengo algo que confesar. No soy francesa. Nací en Fráncfort del Óder y vivo en Berlín.

      Por unos instantes se quedó mirándola boquiabierto, y acto seguido se echó a reír.

      —¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó en alemán, acodándose sobre la cama—. Di por hecho que eras…

      —En efecto, lo diste por hecho. —Sonrió con malicia—. Me pareció divertido seguirte el juego.

      Adam deslizó la mano por su hombro y al llegar a la cadera le dio un cachetito en las nalgas.

      —Qué niña más traviesa, ¡mira que engañarme de esa manera!

      —Seguro que tú tienes un montón de secretos.

      —¿Yo? En absoluto. Mi vida es un libro abierto. —Se puso boca arriba, agarrándola con un brazo y pasándose el otro por debajo de la cabeza—. Adelante. Pregúntame lo que quieras.

      —Supongo que la pregunta más importante es… —Se interrumpió, se pensó dos veces los interrogantes que le venían inmediatamente a la cabeza y en su lugar preguntó—: ¿Qué vamos a hacer hoy?

      —Primero, desayunar. Después, haz lo que más te apetezca. Si quieres puedo recomendarte varios planes, pero a mí me esperan horas y horas de citas y conferencias y no voy a poder acompañarte.

      —Claro, claro —se apresuró a decir, chafada—. No me refería a…

      —Pero espero que cenes conmigo esta noche.

      —¿Cenar?

      —Y después, más cosas, si quieres.

      Hablaba con tono despreocupado, pero en su voz había un eco excitante, prometedor.

      —Bueno, tal vez quiera… —respondió ella, cogiéndole de la barbilla y acercándole la cara para besarle.

      Durante el resto del Theaterkongresse, Greta pasó los días con la delegación francesa y las noches con Adam. A veces se sumaban a cenar algunos colegas de Adam, y a Greta le asombraba su buena suerte cuando le daban sus tarjetas y la animaban a que se pusiera en contacto con ellos en relación con posibles trabajos en distintos teatros berlineses… Trabajos mal pagados y nada sofisticados que la ayudarían a abrirse paso y podrían llevar a algo mejor. Pero, por alguna razón, la importantísima misión de buscar empleo había sido eclipsada por su floreciente idilio con Adam. Jamás se había colado tanto ni tan deprisa por nadie, y era tan emocionante como aterrador.

      El último día del congreso, hizo la maleta con gran pesar. ¡Ojalá Adam y ella volvieran a Berlín en el mismo tren! Pero Adam iba a quedarse un día más para impartir una clase magistral en la Universidad de Hamburgo.

      Fue a despedirla a la estación. Ya se habían intercambiado las tarjetas, pero cuando empezó a subir al tren después de darse el beso de despedida, Greta vaciló en la escalerilla.

      —¿Volveremos a vernos? —preguntó, avergonzada del tono desesperado de su voz.

      —Claro que sí, cielo —dijo él, frunciendo el ceño con cara de desconcierto—. ¿Por qué no íbamos a vernos? Tan pronto como revise todo el trabajo que se me ha ido acumulando en el Staatstheater en mi ausencia, te llamaré.

      —Prométemelo.

      Se

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