Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini

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Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer  Chiaverini HarperCollins

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los primeros pasos de la pequeña a las divertidas observaciones y expresiones de su hermana mayor. La conversación pasaba de cuestiones familiares a los estudios de Sara y de nuevo a las niñas y, a veces, como cuando el camarero les tomó nota y cuando les trajo la sabrosa sopa y los delicados sándwiches, se interrumpían preguntándose en voz alta qué estaría haciendo Natan.

      Después de comer, las hermanas decidieron dar un paseo por el Tiergarten, pero justo cuando acababan de ponerse los abrigos y se estaban dirigiendo a la puerta, el estrépito de unos cristales rompiéndose las sobresaltó.

      —¡Sara! —gritó Amalie, apartando a su hermana en el mismo instante en que un segundo ladrillo atravesaba lo que quedaba del ventanal de la fachada.

      —Heil Hitler! —chilló un hombre en la calle. Se oyeron pisotones de botas en la acera y voces coreando el grito.

      La puerta se abrió y entró corriendo una pareja, sin aliento y con los ojos como platos.

      —No salgan —avisó el hombre con voz temblorosa, haciendo pasar más adentro a su acompañante—. Hay disturbios entre el Reichstag y Potsdamer Platz y a saber dónde más.

      Con el corazón latiéndole a mil por hora, Sara se acercó a hurtadillas al ventanal roto, sorteando con cuidado los añicos y pegándose a la pared. Por el marco del ventanal vio una multitud de hombres —decenas, centenares de hombres— que bajaban con paso firme por la calle, rompiendo escaparates y gritando: «Heil Hitler! Deutschland erwache! Juda verrecke!». Un hombre se detuvo y levantó el brazo, empuñando un objeto que brillaba a la luz del sol. Salió una bocanada de humo, y Sara se estremeció al oír un disparo mientras algunos de los presentes chillaban. Hubo más tiros en respuesta; algunos lejanos, otros aterradoramente cercanos.

      —Madam, por favor, apártese de la ventana —dijo un hombre. Sara volvió la cabeza y vio al maître gesticulando a los clientes para que se fueran al fondo del café.

      Sara obedeció y, al volver, su hermana la agarró del brazo.

      —Tengo que irme a casa —dijo; al otro lado de la ventana, el griterío y el ruido de cristales iban en aumento—. Sylvie y Leah…

      —Dentro de casa estarán a salvo.

      Amalie negó con la cabeza, frenética.

      —La niñera siempre las saca a jugar al parque a estas horas.

      A Sara se le encogió el corazón.

      —Vale. —Echó un vistazo por la ventana, suficiente para ver que los disturbios se estaban intensificando—. Venga, las dos muy pegaditas y sin levantar la cabeza.

      —¡Señoras, por favor, no salgan! —gritó un camarero al ver que Sara entreabría la puerta y se asomaba. Por todas partes había hombres, algunos trajeados y otros con ropa de trabajo, marchando, gritando y rompiendo ventanas, los ojos iluminados por un extraño y fiero resplandor. También vio gente —hombres y mujeres, algunos con niños cogidos de la mano— huyendo de ellos. Un sonido de veloces cascos de caballos anunció la llegada de la policía prusiana, pero sus intentos de dispersar a la turba con porras de goma solo consiguieron aumentar el delirio.

      Hubo un momento de calma en medio del caos y Sara cogió a Amalie de la mano y la sacó fuera, corriendo por instinto en sentido perpendicular a la trayectoria de la multitud, a pesar de que era la dirección contraria a su casa. Tirando de Amalie, bajó corriendo por un callejón tranquilo, dobló una esquina y llegó a un ancho bulevar en el que había gente corriendo en la misma dirección, hombres con maletines, mujeres acelerando el paso a trompicones con sus zapatos de tacón y con el bolso pegado al cuerpo. Otros, sobre todo hombres más jóvenes, sonreían con entusiasmo mientras corrían a ver la refriega o a sumarse a ella.

      Pasó un taxi a toda velocidad. Sara lo llamó desesperadamente, pero el conductor no paró a pesar de que no llevaba pasajeros.

      —Seguro que frau Gruen ya se ha llevado a las niñas a casa —le dijo a Amalie para tranquilizarla, mirando la calle de arriba abajo por si venía otro taxi—. Seguro que están sanas y salvas.

      De repente, un joven de cara colorada dobló corriendo una esquina y a punto estuvo de chocarse con ellas.

      —Heil Hitler! —gritó, su cara a pocos centímetros de la de Amalie. Alzó un brazo y con la mano abierta saludó tan bruscamente que Sara sintió el golpe de aire provocado por el movimiento—. Juda verrecke!

      Amalie respiró con dificultad, llevándose la mano a la garganta, pero Sara la apartó y el hombre salió disparado.

      Se acercó otro taxi; Sara soltó la mano de su hermana, se llevó dos dedos a la boca y dio un silbido largo y estridente, tal y como le había enseñado Natan. El conductor dio un frenazo, y sin darle tiempo a que la razón venciera al instinto Sara abrió la puerta, metió a Amalie de un empujón y subió atropelladamente tras ella. Le dio la dirección de Amalie, añadiendo:

      —Dé un rodeo, si cree que es más seguro.

      El hombre asintió con la cabeza y continuó.

      —¿Qué pasa? —preguntó Amalie con cara pálida y voz temblorosa—. Estamos en Berlín. Aquí estas cosas no pasan.

      A través del parabrisas, Sara vio que los grupos iban menguando, y después se dio media vuelta en el asiento para estudiar la locura que iban dejando atrás.

      —Debe de ser algo relacionado con la apertura del Reichstag.

      Los amotinados eran fascistas. Era evidente por sus gritos y sus saludos, a pesar de que no llevaban la indumentaria de los camisas pardas.

      Tardaron el doble en llegar a casa de lo que habrían tardado en un día normal. Una vez allí, Sara y Amalie se encontraron a las niñas sanas y salvas con la angustiada y atónita niñera, entretenidas con sus juguetes. Mientras Amalie abrazaba entre lágrimas a sus desconcertadas hijas, Sara le contó serenamente a Frau Gruen lo que habían presenciado.

      —Bestias fascistas —dijo tajante la niñera.

      Sara asintió con la cabeza. ¿Y Natan? En medio de toda esta locura, ¿dónde estaba Natan? Su mirada se cruzó con la de Amalie y supo que su hermana se estaba haciendo la misma pregunta.

      Al cabo de un rato, Wilhelm, desencajado y enfurecido, entró como un torbellino a abrazar a su esposa y besar a sus dos tesoros.

      —¿Por qué nos odian tanto? —se lamentó Amalie agarrándose a su marido, los luminosos ojos al borde de las lágrimas—. Mujeres y judíos…, ¿qué amenaza ven esos hombres en nosotros para que pidan nuestra muerte?

      —No te dejes amedrentar por esos cobardes —dijo Wilhelm—. Jamás permitiré que nadie os haga daño a ti ni a las niñas. Jamás.

      Amalie asintió mudamente y posó la cabeza sobre el pecho de su marido, pero al cerrar los ojos le resbalaron dos lágrimas por las mejillas. Sara no dijo nada. Wilhelm tenía buena intención, Sara lo sabía, pero ni su fortuna ni su rango, ni siquiera su cristianismo, habrían podido proteger a su familia ese día si hubieran dado el mal paso de meterse en el tumulto.

      Wilhelm hizo varias llamadas, y cuando se convenció de que no había peligro, le dijo a su chófer que llevase a Sara a la elegante residencia del Grunewald en la que llevaba viviendo casi toda su vida. Sus padres salieron a recibirla: su madre, pálida y temblorosa,

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