Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini
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De vuelta en casa, abrió de par en par las ventanas para que entrase la cálida brisa veraniega y se zambulló en su trabajo dando clases, corrigiendo textos y retomando los contactos que había hecho en el Theaterkongresse por si le salía un trabajo más lucrativo y gratificante. Día y noche la perseguía el recuerdo de las caricias de Adam, de su voz, de aquellos ojos penetrantes que la miraban con admiración mientras hablaban de teatro y de política.
Al cabo de tres días todavía no había dado señales de vida, pero Greta resistió la tentación de pasar por delante del Staatstheater con la esperanza de propiciar un encuentro. Entonces, al cuarto día, al volver a casa después de entregarle un manuscrito corregido al editor, la casera salió al vestíbulo con un papelito en la mano.
—La ha llamado un tal doctor Kuckhoff esta mañana, dos veces —dijo dándole la nota—. Dice que le llame lo antes que pueda. ¿Está usted enferma?
—No, estoy bien, gracias —dijo Greta por encima del hombro mientras corría a devolverle la llamada.
La voz de Adam era cálida y seductora. Le pidió que fuera a cenar con él esa misma noche y Greta aceptó sin pensárselo dos veces. Como era consciente de que frau Kellerman no le quitaba ojo y además no tenía ganas de que su vida privada fuera la comidilla del resto de los inquilinos, no invitó a Adam a su cuarto cuando la acompañó a casa bien pasada la medianoche, a pesar de que los dos estaban achispados y ardiendo de deseo. La siguiente vez que se vieron, dos noches después, abandonaron la cautela y subieron sigilosamente, conteniendo la risa y abrazándose con ímpetu nada más cerrar la puerta. Mucho antes del alba, mientras los demás habitantes de la casa dormían, Adam bajó furtivamente las escaleras con los zapatos en la mano.
El mes de julio transcurrió entre maravillosos placeres sensuales y esperanzas renacidas. Adam y ella pasaban tantas tardes juntos que, a fin de evitar ofender el sentido del decoro de Frau Kellerman, de vez en cuando sugería que fueran a casa de él. Pero Adam siempre encontraba una razón para negarse: que si ella vivía más cerca, que si no había venido la asistenta y le avergonzaba que viera la casa hecha una leonera… Greta habría tenido motivos para sospechar, de no ser porque Adam no tenía el menor reparo en presentársela a sus amigos cada vez que se encontraba con alguno en un restaurante o en el Tiergarten, el antiguo coto de caza de la realeza que ahora era un precioso parque público de doscientas cincuenta hectáreas con senderos para pasear a pie o en bici que serpenteaban entre bosquecillos, jardines de flores cultivadas, fuentes y estatuas. Uno de los colegas de Adam hasta llegó a contratarla para que organizase la caótica biblioteca de guiones de su teatro, un trabajo que mientras durase estaba medianamente bien pagado. Todos sus conocidos se mostraban amistosos y corteses, y detrás de sus sonrisas no se adivinaba el menor rastro de desaprobación. Así pues, se dio a sí misma la orden de no estropear las cosas con preocupaciones sin fundamento.
Entonces, un día de comienzos de agosto, cuando acababan de sentarse a una mesa de un café frecuentado por el mundillo del teatro, Adam vio a un director con el que tenía que hablar urgentemente.
—Vuelvo en un tris, cariño —dijo inclinándose para besarla en la mejilla—. Ve pidiendo algo rico.
Eso hizo, pero al irse el camarero se acercó Ursula y se sentó en la silla vacía de Adam.
—Vaya… —dijo marcando las sílabas y arqueando las cejas— Conque Kuckhoff y tú…, ¿eh?
Greta se encogió de hombros sin comprometerse, pero no pudo contener una sonrisa.
—Ya veo. —Ursula se recostó en la silla y la miró de arriba abajo—. Bueno, si te estás acostando con él para promocionarte, soy la menos indicada para juzgarte, pero espero de todo corazón que no te enamores de él.
—¿Y eso por qué?
—Porque no creo que a su mujer le fuese a gustar.
Greta la miró, incapaz de nada más por unos instantes.
—¿Su mujer?
—¿No lo sabías?
Negó con la cabeza.
—Supongo que tampoco habrá mencionado que tiene un hijo de su primera mujer, ¿no?
¿Primera mujer? ¿De manera que había dos? Aturdida, Greta volvió a negar con la cabeza.
—Francamente, debería habértelo dicho. Hace unos años, su primera mujer le abandonó para irse con Hans Otto. Sí, ese Hans Otto, el actor. Y un par de años después Kuckhoff se casó con su hermana. De alguna manera, se las han apañado para mantener la amistad.
De repente, Greta se sintió presa de un terrible malestar.
—¿Me disculpas? —murmuró a la vez que se levantaba; se notaba las orejas ardiendo. Salió disparada del café y, aunque Ursula la llamó, no volvió la vista atrás. Mientras volvía sola a casa, no podía parar de preguntarse si Adam la habría visto salir.
A la mañana siguiente, la estaba esperando en una esquina, a una manzana de distancia del teatro en el que, se dijo con amargura, tenía un trabajo gracias a él. O bien su jefe —un amigo de Adam— no estaba al tanto de su relación, o bien, comprendió horrorizada, él y el resto de los amigos que le había presentado Adam habían dado por hecho que ella sabía que era «la otra».
Al verle, frunció los labios y siguió caminando con paso enérgico, pero Adam la atajó con un movimiento rápido.
—Greta…
—No me hables.
La cogió del codo.
—Te dije que podías preguntarme lo que quisieras. No me preguntaste si estaba casado.
Greta se zafó de un tirón.
—Es el tipo de detalles que la gente con un mínimo de integridad suele dar sin necesidad de que se lo pidan.
—Mi mujer y yo tenemos una relación abierta. —Su mirada era sincera y suplicante—. Le he hablado a Gertrud de ti. Quiere conocerte.
—Eso no va a pasar nunca. No podría mirarla a la cara de la vergüenza.
—Greta, por favor. Lo que tenemos tú y yo es único, poderoso, ineludible. Los dos lo sabemos. ¿Te crees que estas cosas pasan todos los días?
—Hemos estado juntos dos meses —respondió con voz temblorosa—. Me olvidarás en otros dos.
—Sabes que no. Greta, te quiero.
Las palabras que tanto había ansiado oír le sonaron a falso.
—Entonces, llámame cuando estés soltero.
Con el corazón roto, le apartó y siguió dando zancadas en dirección al teatro, parpadeando para contener las lágrimas de ira y decepción. Adam no la siguió.
Capítulo tres
Octubre de 1930
Sara
Al acabar