Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini

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Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer  Chiaverini HarperCollins

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judío extremo ha llegado a su fin, y la revolución alemana ha vuelto a abrir el camino a la verdadera esencia de ser alemán —declamó, enunciando cada sílaba con precisión—. Durante los últimos catorce años, vosotros los estudiantes habéis tenido que sufrir con callada vergüenza las humillaciones de la República de Weimar. Vuestras bibliotecas fueron invadidas por la basura y la mugre de los literatos judíos. El viejo pasado arde pasto de las llamas. ¡Los nuevos tiempos brotarán de la llama que arde en nuestros corazones!

      Y así sucesivamente, provocando en la multitud un delirio de exultante ira. Apretando la mano de Arvid con tanta fuerza que le dolían los dedos, Mildred veía horrorizada cómo las obras más apreciadas de algunos de los autores más célebres del mundo se convertían en humo y cenizas.

      De repente, reconoció a alguien, y fue tal el sobresalto que se le cortó la respiración.

      Entre los manifestantes, vestido con el color pardo de las SA, desfilaba uno de sus antiguos alumnos, a poco más de medio metro de donde estaba ella. Tenía la vista clavada con fervor en la imponente hoguera y no la reconoció, pero Mildred le conocía, como también el libro que llevaba bajo el brazo: una selección de obras del famoso poeta decimonónico Heinrich Heine, un judío alemán.

      Mientras le veía desfilar rumbo a la pira, Mildred supo que en las universidades de toda Alemania había otros estudiantes descontentos, enfadados y vengativos destruyendo precisamente aquellos libros que podían enseñarles que lo que estaban haciendo estaba mal, que no iba a dar paso a nada que no fueran cenizas y pérdidas. No iba a traerles alegría, ni a darles trabajo, ni a llenarles la barriga. No iba a borrar la sabiduría que resonaba desde la mente del autor al corazón del lector.

      Mientras las llamas y el humo se elevaban hacia el cielo, le vinieron a la memoria unas palabras de la obra teatral de Heine Almansor: «Dort, wo man Bücher verbrennt, verbrennt man am Ende auch Menschen».

      Donde se queman libros, se terminan quemando también personas.

      Capítulo quince

      Mayo de 1933

      Greta

      Greta no respondió a la carta de Adam para decirle que iba a volver a Alemania. No sabía bien por qué. Quizá no quería que pensara que volvía por él en vez de por su país; combatir el ascenso del fascismo en su patria era más importante para ella que su desventurada historia de amor. Quizá no quería renunciar a la posibilidad de cambiar de opinión si en el último momento decidía que no podía verle.

      Llegó a Fráncfort del Meno dos días después de que decenas de miles de libros fueran pasto de las llamas en plazas de toda Alemania. Los estudiantes de la Universidad de Fráncfort habían organizado su propia limpieza de fuego en Römerberg, delante del ayuntamiento. Para cuando Greta cruzó la plaza, el montón de cenizas ya había desaparecido, barrido por la lluvia o por algún barrendero diligente. Daba la sensación de que el hedor de la quema seguía flotando en el ambiente, como un fantasma del pasado o una visión premonitoria de lo que les deparaba el futuro.

      Antes de zarpar de Dover, había comprado un periódico en un quiosco cercano al muelle. En primera plana había una carta abierta al Cuerpo de Estudiantes de Alemania escrita por Helen Keller, la famosa escritora y activista estadounidense sordociega. La historia no os ha enseñado nada si pensáis que podéis matar las ideas, había escrito. Los tiranos lo han intentado a menudo, y las ideas se han alzado con toda su fuerza y los han destruido. Podéis quemar mis libros y los libros de las mejores mentes de Europa, pero las ideas que contienen se han filtrado a través de millones de canales y seguirán estimulando a otras mentes. Les recordaba que, años atrás, movida por su amor y su compasión por el pueblo alemán, había dispuesto que los derechos de autor de las ventas de sus libros se destinaran al cuidado de los soldados alemanes que habían quedado ciegos en la Gran Guerra, pero concluía con una advertencia: No penséis que las barbaridades que estáis cometiendo contra los judíos no se conocen aquí. Dios nunca baja la guardia, y habrá de castigaros. Mejor sería para vosotros colgaros una piedra de molino al cuello y hundiros en el mar que sufrir el odio y el desprecio de todos los hombres.

      Las emotivas palabras habían animado a Greta mientras los vientos del canal amenazaban con arrancarle el periódico de las manos. Pero una vez que llegó a Fráncfort, el peso opresor del Reich cayó sobre sus hombros como un manto de plomo, obligándola a caminar con la vista clavada en el suelo y los hombros ligeramente encorvados, como protegiéndole el corazón. Maletas en mano, se forzó a subir la barbilla y caminar con paso resuelto, sin cruzar miradas con los hombres de las SA y las SS, pero sin rehuirlas. Se negaba a que los nazis le hicieran arrepentirse de haber vuelto a Alemania. Amaba a su patria y no se la iba a entregar a los bárbaros fascistas sin pelea.

      Cuando entró en la habitación de la casa de huéspedes, al principio no vio nada raro. Le había pedido a la casera que le recogiese el correo y regase las plantas en su ausencia, pero mientras deshacía las maletas se fijó en que varios objetos de la cómoda estaban cambiados de sitio, y el montón de cartas de la mesita de al lado de la puerta era menor de lo que debería haber sido. Al fijarse en el escritorio, desordenado como siempre, echó en falta su máquina de escribir.

      Greta bajó corriendo las escaleras y llamó a la puerta de la casera.

      —¿Ha cogido mi máquina de escribir? —preguntó nada más abrirse la puerta.

      —Vaya, se dice hola, ¿no? —respondió la casera—. No estaba segura de que fuese usted a volver.

      —¿Ha cogido mi máquina de escribir? —repitió, intentando conservar la calma—. Si es así, no pasa nada, pero necesito que me la devuelva, por favor.

      —No la tengo yo —dijo con voz trémula la casera—. Unos SA se pasaron por aquí y estuvieron preguntando por usted. Tuve que dejarles registrar su cuarto. ¿Cómo iba a negarme?

      —¿Las SA se llevaron mi máquina de escribir? ¿Dijeron por qué?

      —No, pero me dieron orden de llamarles si volvía usted. Supongo que puedo esperarme un día más…

      —No hace falta. Ahora mismo voy yo a verlos.

      La mujer se puso pálida.

      —¿Está segura de que es una buena idea?

      —¿Cómo voy a recuperar si no la máquina?

      Mirando en derredor por si había alguien que pudiese oírles, la casera dio razones en contra. Al ver que Greta no vacilaba, suspiró, se retiró a su cuarto y volvió con la tarjeta que le había dejado el oficial de las SA.

      Al llegar al cuartel general de las SA, que estaba cerca del ayuntamiento, en la plaza Römerberg, el secretario estudió unos papeles, hizo una mueca y le ordenó que le siguiera por el pasillo. Se detuvo delante de un cuartito sin ventanas, amueblado únicamente por una mesa de madera y dos sillas, una a cada lado.

      —Siéntese —ordenó, señalando la habitación. Greta obedeció, y se le puso un nudo en el estómago al ver que el secretario se quedaba en el pasillo y la dejaba encerrada.

      Con el corazón desbocado, se levantó y se puso a andar de un lado a otro diciéndose que ojalá no hubiera venido. Probó a girar el pomo de la puerta, pero apenas lo había tocado cuando alguien empezó a moverlo por el otro lado. Enseguida volvió a su silla y trató de serenarse mientras entraban dos hombres de las SA vestidos de negro, uno joven y alto y el otro más mayor y achaparrado. Ambos la miraron con severidad.

      El

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