Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini
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Arvid guardó silencio.
—¿No estás de acuerdo? Las cosas no pueden seguir así. Al final la gente dirá que ya basta.
—¿Qué gente? —dijo Arvid—. ¿Los comunistas y los sindicalistas que están en campos de prisioneros? ¿Los judíos alemanes a los que cada día despojan de más derechos civiles? ¿Los estudiantes hambrientos que se dejan llevar por el entusiasmo de Hitler porque quieren respuestas fáciles y un chivo expiatorio?
—La gente racional —dijo Mildred—. La gente que actúa impulsada por la decencia, la compasión y el respeto a la ley, y no por el odio y el miedo. Esa es la verdadera Alemania, y no… —Desde el mirador, señaló en general desde la acera de abajo hacia el campo de aviación de Tempelhof—. Y no ese delirio de mentiras que vimos ayer.
—¿Tú estás segura de que nosotros somos más que ellos?
—¿Cómo no vamos a ser más?
—Eso pensaba yo. Ya no estoy tan seguro. Pero por mucho que nuestras filas sean poco numerosas, no puedo deshacerme de mis convicciones más íntimas solo para seguir la corriente a la mayoría.
—Yo tampoco.
—Pues entonces, no lo haremos. —Arvid cogió las manos de Mildred entre las suyas—. Permaneceremos fieles a nosotros mismos, pero hemos de tener cuidado.
Mildred lo sabía perfectamente. A medida que la «unificación» iba arraigando a su alrededor, había empezado a sentirse demasiado angustiada para hablar con libertad sobre temas políticos si no era en casa de amigos o familiares. En el aula, medía sus palabras incluso con miembros de su grupo de estudios progresista, por si acaso había alguna persona hostil al alcance del oído.
La presencia de la Asociación de Estudiantes Alemanes Nacionalsocialistas fue transformando a un ritmo constante el carácter del abendgymnasium. Aunque Mildred luchaba por alejar de su clase la influencia del grupo, no podía evitar los carteles que cubrían los pasillos con las Doce Tesis para restaurar la pureza de la lengua y la literatura alemanas. La mayoría eran llamadas a purgar la cultura alemana del «intelectualismo judío» y volver a la expresión «pura y sin adulterar» de sus tradiciones populares. «Nuestro enemigo más peligroso es el judío y aquellos que son sus esclavos», chillaba la cuarta tesis, y la quinta comenzaba: «Un judío solo puede pensar en judío. Si escribe en alemán, está mintiendo».
Las Doce Tesis carecían de toda lógica, solo había odio y rabia, y a Mildred le asqueaba ver a estudiantes leyendo los carteles y discutiéndolos en serio como si fueran verdades que merecían explicaciones intelectuales y no un puñado de basura entremezclada con invectivas. Le apenaba ver a algunos de sus alumnos preparándose con ilusión para la Acción Contra el Espíritu Anti-Alemán convocada por la Oficina Principal de Prensa y Propaganda de la asociación. Se instaba a las divisiones, a compilar listas negras de autores «degenerados», a escribir artículos denunciando la influencia judía en la cultura literaria alemana y a entregar los documentos a la prensa y a la radio de la localidad. Su campaña publicitaria iba a culminar el 10 de mayo a escala nacional en una inmensa säuberung…, una limpieza literaria por medio del fuego.
Mientras el crepúsculo daba paso a aquella noche fatídica, Mildred estaba enfrente de las ventanas del mirador viendo con aire pensativo cómo se encendían las luces en las ventanas a ambos lados del Hasenheide. Arvid la encontró allí y la abrazó por detrás con ternura.
—No hace falta que vayamos —dijo contemplando la escena por encima del hombro de Mildred—. ¡Como si no nos bastase con imaginarlo! No hace falta que compruebes con tus propios ojos que sucede.
—Quiero verlo. —Mildred respiró hondo, se dio la vuelta sin soltarse de su abrazo y le besó—. Tengo que ver con mis propios ojos hasta qué punto hemos llegado a una situación desesperada, porque si no, no me lo creeré.
Poniéndose un jersey de lana para protegerse de la fría noche primaveral, siguió a Arvid escaleras abajo y salieron a la calle, donde seguían flotando los dulces aromas del kuchen y de la vainilla a pesar de que la pastelería llevaba varias horas cerrada. Cogió a Arvid del brazo y echaron a andar deprisa hacia la Universidad de Berlín, donde el primo Dietrich Bonhoeffer los estaba esperando a la puerta del edificio donde tenía su despacho.
—Los estudiantes llevan cuatro días formando la pira —dijo mientras se dirigían a Opernplatz, donde miles de estudiantes y ciudadanos y varios profesores con togas y birretes se apiñaban nerviosos e ilusionados—. Empezaron vaciando la biblioteca entera del Institut für Sexualwissenschaft, y detrás vinieron innumerables libros más, obras de Freud, Einstein, Mann…
Dietrich se interrumpió al oír gritos, vítores y canciones. Cuando se volvieron para echar un vistazo a la calle, a Mildred se le cayó el alma a los pies: una vez más, el parpadeante resplandor rojo iluminaba las fachadas de los elegantes edificios que flanqueaban Unter den Linden.
—Otro desfile… —refunfuñó Arvid, cogiendo a Mildred de la mano sin apartar la mirada de los manifestantes que se acercaban—. Más antorchas.
—Pero esta vez, las antorchas que les alumbran el camino también van a sumirlos en la oscuridad —dijo Dietrich en voz baja—. La oscuridad de la intolerancia y de la ignorancia, más peligrosa que la noche más oscura.
Estudiantes, miembros de las SA, Juventudes Hitlerianas…, todos desfilaban en dirección a Opernplatz, fila tras fila, sus rostros siniestros bajo la luz deslumbrante. En los brazos llevaban libros cogidos de bibliotecas escolares, librerías, estanterías de casas en las que Mildred se imaginaba a matrimonios perplejos lamentando el extraño fanatismo que había transformado a sus queridos hijos en aterradores extraños. Un estruendoso clamor le hizo volver de nuevo la mirada hacia la plaza. Estaban lanzando antorchas a la pira de libros, que empezaban a arder lentamente, humeaban y acababan devorados por las llamas.
Mientras los manifestantes se acercaban a la pira a lanzar más libros a la llamarada, Mildred sintió que un escalofrío atenazador le subía por la espalda cuando decenas de millares de voces empezaron a entonar una letanía de «juramentos de fuego»: primero, la ofensa contra la lengua y la literatura alemanas; después, lo que tenía que defenderse en su lugar, y, por último, los autores a los que se sepultaba en el olvido.
—Contra la lucha de clases y el materialismo —coreaban—. A favor de la comunidad nacional y un modo de vida idealista. ¡Marx y Kautsky!
Un griterío ensordecedor acompañaba a cada libro que se arrojaba a la hoguera.
—Contra la decadencia y la degeneración moral. A favor de la disciplina y la decencia en la familia y el Estado. ¡Mann, Glaeser y Kästner!
A Mildred le picaban los ojos debido al humo acre y no le pasaba el aire por la garganta. ¡Tantas y tantas obras de autores que respetaba y admiraba, cuyas brillantes palabras enseñaba a sus alumnos! La novela autobiográfica de Erich Remarque sobre la Gran Guerra, Sin novedad en el frente. Obras de Theodor Wolff y Georg Bernhard. Por su corruptora influencia extranjerizante, Ernest Hemingway y Jack London. Por su pacifismo, por defender a los discapacitados, por querer mejorar las condiciones de los trabajadores y de las mujeres, Helen Keller.
El ministro de Propaganda del Reich, Joseph Goebbels, se dirigió a la muchedumbre desde un podio cubierto