Illska. Eiríkur Örn Norddahl

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Illska - Eiríkur Örn Norddahl Sensibles a las Letras

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había follado a mi mujer. No lo puedo expresar de ninguna forma que no dé la impresión de que Agnes es, en cierto sentido, mía. O que lo era. Eso es así. En cierto sentido, el caso es que sí que era mía. Y yo, suyo. Y ese gilipollas de nazi de mierda no tenía ningún derecho a ella. Ningún derecho. Y sobre Arnór —fuera como fuese que hablaran de él, o cómo evitaran referirse a él— circulaba la idea de que era un hombre violento. Que era peligroso, vamos. Capaz de cosas como asesinatos en masa, fosas comunes, holocaustos. Más o menos. Y aunque yo sabía que la realidad no apoyaba tales ideas —Arnór era un canalla baboso, incapaz de cometer delitos de los grandes—, la simple idea hacía que mi pene se volviera aún más insignificante al pensarlo. Normalmente soy una persona de lo más corriente y poco dada a tomar decisiones trascendentales por iniciativa propia, y tampoco a sentir más lástima de mí mismo de lo que puede considerarse normal. Lo que contribuye a hacer aún más extraño el comienzo de esta historia. Porque, naturalmente, prendí fuego a la casa por pura lástima de mí mismo. Claro que lo hice conscientemente, por pura lástima de mí mismo. A lo mejor, el anillo de pene no era de Arnór. A lo mejor, Agnes estaba follando con algún otro. A lo mejor, Agnes le había prestado nuestra casa a alguna amiga suya para follar. A lo mejor ni siquiera estaba follando con otro. A lo mejor se había encontrado en el jardín el anillo ese que apestaba a sexo. O había comprado uno usado en el mercadillo. Por pura broma. Para añadirle un poco de picante a nuestra vida sexual. Pero no me parecía demasiado probable. Cockring. De pronto, en medio de todo el trastorno mental, en mitad del incendio, me resultó imposible llamar a eso anillo de pene. Había leído la palabra en algún sitio y me había encantado. «Anillo de pene» era una bonita expresión, imposible de usar para un cartón de leche. Lloriqueaba mientras la casa ardía. No podía tomarme mis penas en serio si ni siquiera podía concentrarme en ellas sin pensar en nada más. Esta historia empieza en el mismo instante en que nos abandoné a mí mismo, a Agnes y a Islandia. Los últimos meses habían sido insoportables, horrorosos, y no podía aguantar ni un día más. Esa noche, la noche en que prendí fuego a las cortinas y quemé por completo nuestra casa, Agnes estaba en el centro, en algún sitio, metida en la cama, en pelotas, con un neonazi de Ísafjörður. Por eso me pareció estupendo prenderle fuego. Debemos pensar que pienso en la segunda guerra mundial, en el Holocausto, que me avergüenzo por sentir lástima de mí mismo. Luego tenemos que imaginar que la vergüenza me hace sentir peor, que no soy capaz de comprender por qué soy un imbécil tan desgraciado. Y hay que seguir pensando en cómo la lástima va haciéndose más profunda cuanto más profundizo en la comparación. Intenté ponerme en el lugar de Agnes. Claro que tenía que parecerle emocionante follar con un nazi. Con un nazi de verdad. Me lo dijo ella misma. Si hubiera tirado el anillo ese de mierda. ¿Por qué seguía allí? ¿Por qué no se lo había llevado Arnór? ¿Por qué no lo encontró Agnes? ¿Por qué no lo buscó al final de… cómo llamarlo? De esa relación sexual. Al final de esa relación sexual, ¿no? Como si fuera una puta historia de amor. ¡¿Una novelucha de suspense sobre mujeres románticas folladas en plan sadomaso, con nazis y víctimas?! El salón se llenó de humo. Me levanté y fui a la cocina. Abrí de par en par la ventana de la cocina y aspiré el claro aire primaveral hasta el fondo de los pulmones. La temperatura en Reikiavik era bastante agradable. Nuestra casa era de una sola planta, con sótano, 80 metros cuadrados de madera podrida y oxidada chapa ondulada, sobre base de cemento. Azul, con el tejado rojo y un jardín todo alrededor. Fijé la mirada en el bloque del otro lado de la calle y me pareció imposible que el fuego consiguiera atravesar toda la avenida.

      CAPÍTULO 6

      La siguiente vez que Ómar vio a Agnes, fue en un café. Mesas rojas de madera y sillas de aluminio gris oscuro alrededor de un mostrador circular en una gran plaza en mitad de un centro comercial. Alguien se había esmerado en el diseño de aquel café interior en la calle más importante del ansia consumista de los islandeses, pero no sirvió de nada. Los centros comerciales están diseñados para aletargar los sentidos y convertir a sus clientes en zombis sonrientes. Igual que los psicofármacos y las drogas recreativas. No hay relojes, para que no sepas cómo pasa el tiempo. El aire está saturado de agradables aromas artificiales. Curvas constantes te hacen pasear en círculos interminables, dirigiéndote suavemente hacia la siguiente tienda. Todas las salidas están protegidas por curvas bruscas; los rincones pintados de blanco y carentes de publicidad parecen gritar: AQUÍ NO PASA NADA. El cerebro está aderezado por las mismas cuatro canciones pop. Los ojos brillan al ver las baratijas. Alguien se había esmerado en el diseño de la cafetería, pero en un espacio como ese, el esmero del diseñador no importa lo más mínimo: se hunde hasta el fondo y no se ve, oculto por los detergentes y los desinfectantes.

      ***

      La ley de Godwin dice así: A medida que se prolonga una discusión en línea, la probabilidad de que aparezca una comparación en la que se mencione a Hitler o a los nazis tiende a uno. La ley de Godwin se completa con lo siguiente: Pierde quien sea el primero en mencionar el Tercer Reich.

      Parecía adecuado mencionar esto antes de continuar, aunque no estemos en internet (al menos, yo).

      ***

      A una de las mesas, en medio del espacio sin alma, estaba sentada Agnes bebiendo sonriente un café con leche. Enfrente de ella había un hombre delgado, de unos cuarenta años, que llevaba puesta una chaqueta negra de cuero y tenía una gran mata de pelo encrespado. No parecía demasiado interesante —nada especial. Piel y huesos. Pálido, pero con ojos inquietos. Guapo, pese a unas muecas constantes que jugueteaban en su rostro como auroras boreales—. Ómar notó un escozor en el vientre, causado por los celos. Se detuvo al otro lado del mostrador y miró a Agnes sonreír a aquel hombre flaco, inquieto y excitante, y se sintió a sí mismo gordo, feo y torpe en comparación. Como si el hombre no estuviera ante una taza de café con Agnes, sino burlándose de Ómar, desnudo e impotente, con el pene arrugado y un gran barrigón. Pero a lo mejor era su hermano. Aunque, si tenía un hermano, no había mencionado su existencia. Y tampoco se parecían en nada. Ella tenía la cara mucho más ancha que él —y ella tenía los ojos azules, y él, castaños— y era de temperamento tranquilo, mientras que él hablaba sin parar con todo el cuerpo. Ómar pensó en ir a su mesa y decir algo, pero no sabía qué decir. Hola, me llamo Ómar. Agnes y yo follamos borrachos hace varias semanas. No la conocía realmente y, aunque había pensado en ella con frecuencia durante las últimas semanas, no se había puesto en contacto con ella desde que se despidieron en el coche.

      Decidió dejar de darle vueltas al tema. Se fue a grandes zancadas, cruzó la plaza donde estaba Agnes con aquel individuo, con rapidez y seguridad, sin que nadie se fijara en él.

      ***

      Aquí todo se compara con Hitler, el Tercer Reich y los nazis. No para trivializar la discusión, ni para hacerla desaparecer adentrándose en el terreno de la religión, sino porque la policía ES igual que la Gestapo, la Oficina de Extranjeros ES como la Oficina Central de Seguridad del Reich, la televisión ES como Goebbels, la radio ES como Goering, la literatura ES como Knut Hamsun y Sigur Rós ES como Wagner. Te conviertes en un nazi, vivas donde vivas.

      ***

      —Eres muy inteligente, Agnes Hija de Dios, y sin querer insinuar que te esté mintiendo, ¿por qué demonios crees tú que yo te digo la verdad?

      Arnór salpicaba saliva y marcaba el énfasis con el dedo al hablar, como si, de paso, intentara matar una nube entera de mosquitos.

      —No confío en ti más que en cualquier otro —dijo Agnes—. Y, además, no me importa si me dices la verdad o no. No estoy empeñada en conocer hechos reales sobre ti, sino opiniones.

      Agnes lamió la espuma de la taza e intentó guardar la calma. Se sentía mal en presencia de Arnór. Si no era él quien hablaba, se ponía a refunfuñar como si el mundo le pareciera tan ridículo que apenas pudiera estar tranquilo.

      —¡Pero tú eres judía! —exclamó Arnór, echándose a reír—. Una puta

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