Illska. Eiríkur Örn Norddahl

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Illska - Eiríkur Örn Norddahl Sensibles a las Letras

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franco (con todas las exageraciones)—. Además, Arnór era nazi —continuó—. Con un anillo de pene.

      Lo único que Juha quería saber era por qué ese hombre nada nazi llevaba una camiseta de Hitler. Porque, aunque sabía perfectamente que esas camisetas las vendían en el puerto, no es que la gente se las pusiera para ir por ahí —estaban reservadas al uso privado, no para exhibirse en medio de los turistas—. No le asustaban ni las descripciones sexuales ni la camiseta, pues había crecido en Joensuu, era un joven de los años de la crisis y conocía personalmente a más neonazis de los que era capaz de contar. Pero Ómar era más bien idiota, un cuerpo extraño, un anacronismo. Por eso habría podido ser alguien en blanco y negro, o de dos dimensiones, o dibujado, o pintado. Él no era un visitante ansioso de conocer la sociedad estonia, como los turistas a su alrededor, sino que había aterrizado allí envuelto en su propia realidad, como una pompa de jabón perpetua.

      —Yo no soy raro —dijo Ómar. Juha rio—. No soy raro —repitió—. Estaré perdido, sin blanca, quizá. Un bisabuelo de mi novia murió en el Holocausto, ¿lo he mencionado ya? Y su bisabuela, también. Eso no me parece divertido. ¡Coño! Con lo que te estoy diciendo intento decir algo, pero te juro por lo más sagrado que no sé lo que es. Esa tía me engaña y se tira a un neonazi. ¡Coño! Me gustaría poder ayudarte, pero soy yo el que necesita ayuda. ¿Hacia dónde está Lituania? Tengo que ir a Lituania. ¡Coño! ¿Me ayudas a ir a la estación de autobuses?

      Juha cogió a Ómar por el codo, le hizo subir a la terraza del Olde Hansa y le hizo seña de que se sentara.

      —Ahora bebes algo.

      —Pero voy de camino…

      —No vas de camino a ningún sitio hasta que nos aclaremos. El que no se aclara no consigue nada por mucho que se le ayude. —Apareció el camarero, que les llevó unas cervezas sin que tuvieran que decirle nada—. Cuando uno es desgraciado, no tiene esperanza. ¿O es al revés? ¿Qué podemos hacer para alegrarte un poco o para despertar en ti nuevas esperanzas, dadas las circunstancias? ¿Quieres ligar?

      Ómar sacudió la cabeza y lamió la espuma de su cerveza.

      —¿Y comer? ¿Quieres comer?

      —Estuve comiendo.

      —Fumarte un… bueno, ya sabes.

      —No consumo drogas.

      —¿No consumo drogas? Tiene que haber algo que te apetezca.

      —Ya, sí.

      —¿Qué quieres hacer?

      —Charlar, creo.

      —¿Charlar?

      —Sí.

      —Yo no soy tu novia.

      —…

      —¿No prefieres, por lo menos, quitarte esa mierda de camiseta?

      —La compré en el puerto.

      —Me importa un pito dónde la compraste. Es de pésimo gusto. ¿No sabes lo que les hizo Hitler a los estonios?

      —¿Y lo que les hicieron los estonios a los judíos?

      —Ómar. Esto no puede ser.

      CAPÍTULO 4

      Agnes se despertó sobresaltada. Había soñado con la invasión de Polonia. Ella era Goering y no quería ir a la guerra. Le parecía un lío tremendo. Se lo parecía a ella-Goering.

      Se pasó la mano por la frente para quitarse el sudor, se levantó y se quitó la camiseta mojada. Abrió un cajón y sacó una nueva. Se frotó los sobacos y se vistió. Bostezando, fue a la cocina y miró el reloj de la pared por el hueco de la puerta. Cinco y media. No había dormido más que dos horas.

      ¿Goering? Ella no se parecía nada a Goering. Se parecía más a Churchill. ¿Por qué no había soñado que era Churchill? Por lo menos, Churchill era un poco sexy.

      También tenía un estúpido aprecio por Chamberlain. Era un idealista. Goering no era más que un nazi. Chamberlain no se había rendido a las mentiras de Hitler como decía la gente. Eso pensaba ella. Ella-Agnes, no ella-Goering. Chamberlain, simplemente, no quería entrar en una guerra, porque apenas habían pasado veinte años desde el final de la primera guerra mundial. Y en esos tiempos (antes de que nadie supiera nada sobre el Holocausto), mucha gente estaba de acuerdo en que una guerra sería mala idea.

      Agnes lo entendía.

      Chamberlain lo entendía.

      Pero Churchill no lo entendía. Churchill era un alcohólico maleducado y borracho.

      Y a Agnes eso le resultaba, por lo que fuera, un poco sexy.

      Se tomó un vaso de agua, hizo pis y se volvió a dormir.

      ***

      En los años inmediatamente anteriores a la guerra se afirmaba en ocasiones que los islandeses eran los arios más puros y sin mezcla —como sacados de una versión del Anillo de los nibelungos estilo Riefenstahl—. Cuenta la historia que pocas cosas deseaba más el Führer que mantener fuertes lazos con la nación hermana de los islandeses, y tal predilección se manifestaba, entre otras cosas, en el amor de los nazis por las obras de Gunnar Gunnarsson y Snorri Sturluson.

      Las ensoñaciones de los islandeses sobre el amor de Hitler por la aislada raza insular, que las malas lenguas consideraban innato, y la pena de desamor que debió de padecer más tarde no reflejaban una verdad auténtica, sino solo el deseo de los islandeses de ser los primeros en todo. Ese deseo aparece por toda la historia de Islandia y puede afirmarse que, cuando los conservadores de todo el mundo aún se atrevían a coquetear abiertamente con el fascismo, un gran pensador político lo convirtió en un gran acontecimiento.

      ¡Oye, que no, que los favoritos somos nosotros! ¡Qué bien!

      ***

      Habían invitado a Agnes a visitar el «club» una tarde. El «club» era un garaje de Hveragerði, marcado exteriormente con una cruz solar, poco llamativa, encima de la puerta. Allí se reunía gente (o «la gente») que se definía a sí misma (voluntariamente) como seguidores del nazismo.

      Era viernes por la tarde. Llamó a la puerta. Agnes volvió a llamar, pero no contestó nadie. En vez de golpear la puerta por tercera vez, abrió sin más y se adentró dos pasos en el garaje.

      Los nazis estaban tan enmoñados y demacrados como había imaginado. Como si tuvieran por costumbre vivir enmoñados y demacrados. Como si tuvieran la costumbre de estar demacrados, con la piel hinchada y los ojos inyectados, como si tuvieran la costumbre de estar en movimiento constante, como si sus miembros se hallaran en constante estado de desasosiego, como si sus movimientos, sus palabras y sus actos fueran involuntarios. Con un toque de síndrome de Tourette y un poco de esclerosis múltiple y un toque de psoriasis y un toque de parálisis cerebral y una pura y simple mierda de desventura generalizada. No activa, como en el caso de Arnór, no llena de voluntad y fuerza vital, sino fruto de la inconsciencia y la sordidez. Ella no osaría decirlo en voz alta por nada del mundo —porque todo eso era un componente del esencialismo biológico de los racistas—, pero esa buena gente era pura basura.

      ***

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