Por siempre. Caroline Anderson

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Por siempre - Caroline Anderson Bianca

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las maletas y cerró. Los dos perros la miraban con interés.

      Y, junto a ellos, tendido en el sofá, estaba Dan.

      Parecían realmente cómodos los tres.

      Dan estaba agotado. Agotado y enfermo. ¡No le extrañaba que hubiera aceptado a la primera candidata que se le había presentado!

      Por fin tendría alguien que lo ayudaría. Por fin podría descansar, tal vez por primera vez desde el accidente.

      Se había quitado las gafas. Holly lo estudió con detenimiento. No parecía haber ningún motivo claro por el que debiera llevarlas. Quizás había perdido un ojo y prefería ocultarlo. ¿Quién sabía?

      Se inclinó sobre él, le agarró la mano y le tomó el pulso. Él ni se inmutó. Lo tenía muy acelerado. Parecía caliente, pero también era cierto que hacía calor allí dentro.

      Se fue a la cocina y se preparó un té. Cuando ya había saboreado media taza, le pareció oír el timbre.

      Los perros medio ladraron y ella miró por la mirilla.

      Efectivamente, había un tipo con la cabeza manchada de sangre en la puerta.

      Holly abrió.

      –¿Qué le ha ocurrido? –preguntó con urgencia, mientras lo llevaba hacia la consulta.

      –Me he caído. Acababa de ordeñar a la vaca y me tropecé…

      –¿Ha venido conduciendo hasta aquí?

      Él sonrió como pudo.

      –No. Vivo allí, al otro lado de la iglesia. Soy el capataz del señor Simpkin. He tratado de limpiarme yo mismo la herida, pero me da la impresión de que necesita puntos.

      –¿Con qué se ha golpeado? –preguntó Holly, para sopesar los riesgos de tétano y la posible suciedad interior de la herida.

      –Con el borde del cubo de ordeñar.

      –¿Estaba limpio?

      El hombre se rió.

      –Debería estarlo. Allí es donde cae la leche…

      –Bien. ¿Cuándo le pusieron la vacuna del tétano por última vez?

      –El año pasado… o el anterior. La verdad es que no estoy seguro. Pero estará en mi ficha. ¿Es usted una enfermera?

      –No. Soy médico… la doctora Blake. Estoy aquí para ayudar al doctor Elliott. ¿Y usted es…?

      –Joel Stephens.

      –De acuerdo. Venga conmigo, por favor, señor Stephens. Voy a buscar la ficha.

      Comprobó el archivo y, efectivamente, le habían puesto la vacuna del tétano en marzo del año anterior.

      Limpió la herida y la observó con detenimiento. Tendría que coserla lo antes posible, para que no quedara señal alguna. El hombre era bastante atractivo, y sería una pena dejarle una cicatriz.

      Se puso manos a la obra y cosió con todo esmero la herida, tratando de que la cicatriz quedara justo en la línea del pelo.

      –¡Buen trabajo! –dijo Dan, que había estado observándola entre sombras.

      Ella levantó una ceja.

      –Gracias –respondió, con ánimo controvertido, pues el tono del halago había sido demasiado paternalista.

      Dan se acercó al paciente.

      –Hola, Joel. ¿De vuelta a la guerra?

      El muchacho sonrió.

      –Me resbalé en los establos. ¡Menos mal que no acabé con la cara en el barro! –miró a Holly–. Muchas gracias, doctora.

      Ella sonrió complacida.

      –De nada, señor Stephens. Pero procure no pasarse mucho esta noche. No quiero oír que ha estado en el pub tomando cerveza hasta las tres de la mañana.

      Él sonrió.

      –¿Cómo lo ha adivinado?

      Acompañó al paciente hasta la puerta y lo despidió con una profesional sonrisa que acompañó de unos últimos consejos médicos.

      En cuanto cerró la puerta, Dan se acercó.

      –Muy buen trabajo –repitió él.

      –Ya me lo habías dicho.

      –Podrías haberme despertado.

      –¿Para qué? ¿Para que le hicieras una chapuza porque estás agotado y no puedes pensar claramente?

      Dan farfulló algo entre dientes que ella prefirió no escuchar, ni tratar de adivinar. Se limitó a darse media vuelta con una bonita sonrisa dibujada en los labios.

      –¿Te apetece una taza de té? –le preguntó ella.

      –Yo lo haré. ¿Tienes hambre?

      Holly se dio cuenta de que estaba realmente hambrienta. No había comido nada desde hacía horas.

      –La verdad es que sí. ¿En qué has pensado?

      –La señora Hodge dejó hecho un guiso. ¿Te apetece un poco de arroz?

      –Sí, estupendo. Enseguida bajo.

      Le gustó esa repentina muestra de hacendosa voluntad doméstica. Pero al regresar a la cocina dos minutos después, lo que se encontró fueron dos bolsas de plástico con arroz precocido hirviendo en una cazuela.

      –¡Arroz en bolsas!

      –¿No te gusta? –preguntó consternado.

      –Me encanta. Me recuerda a la universidad.

      Agarró la taza que él le ofrecía generosamente.

      –¿Te sientes mejor después de haber dormido?

      –Sí, gracias –dijo él en un tono cortante que ella ignoró por completo.

      –Parecías agotado. Por eso no quise despertarte.

      Él se ruborizó, como si lo hubieran sorprendido en un terrible acto de debilidad. Quizás se sentía vulnerable, no le gustaba la idea de que lo hubiera visto dormido.

      –Lo necesitabas –continuó ella–. ¿Cuándo ha sido la última vez que has dormido toda la noche?

      –No lo sé.

      –Bien. Pues yo me encargaré de todos los avisos que lleguen por la noche para que te puedas recuperar para el viernes, ¿de acuerdo?

      –Realmente,

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