Un amor para recordar - El hombre soñado - Un extraño en mi vida. Teresa Southwick

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Un amor para recordar - El hombre soñado - Un extraño en mi vida - Teresa Southwick Omnibus Julia

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agitando los brazos para que la bajara.

      Emily colocó a la niña en el suelo con delicadeza, agarrándole la manita mientras la niña caía sentada.

      Había perdido la cuenta de la cantidad de veces que le había cambiado de ropa a Annie para la ocasión. Pero conocer a tu padre era un momento importante. Emily no lo sabía por propia experiencia, porque nunca había visto al suyo. Pero seguro que había que hacerlo con las mejores galas. Era muy consciente de que ella era la razón por la que aquel encuentro no había tenido lugar antes, y tenía que vivir con sus consecuencias. Pero no podía añadir aquella culpa a todas las que ya tenía. Más valía tarde que nunca.

      El áspero sonido del timbre provocó que a Emily le diera un vuelco el estómago como si se hubiera montado en una montaña rusa. La buena noticia fue que el sonido llamó la atención de Annie, que dejó de tratar de escapar de su vestido.

      —Vamos allá, cariño —llevó a la niña hacia la mirilla para ver quién era. Cal llegaba puntual. Cuando lo vio, suspiró profundamente antes de abrir.

      —Hola, Cal.

      —Emily.

      Se había cambiado la ropa del hospital por pantalones vaqueros y una camisa azul clarito. Tal vez, sólo tal vez, para él también fuera importante aquel encuentro.

      —Pasa —dijo ella echándose a un lado para abrir más la puerta antes de cerrarla tras echar un vistazo al sol del atardecer que comenzaba a descender—. Hace mucho calor fuera.

      Y también dentro, pensó mirándolo. Aquella visión no le proporcionaba ningún alivio del calor. Había pasado algún tiempo, pero su cuerpo seguía siendo susceptible a él. Pero aquella visita no era para ella.

      Había llegado el momento de hacer las presentaciones.

      Emily miró a su hija, que estaba chupándose el dedo índice y miraba con incertidumbre a aquel desconocido tan alto.

      —Cal, ésta es Annie.

      Él la observó fijamente durante largo rato. Emily no era consciente de que estaba conteniendo la respiración hasta que la dejó escapar cuando él también lo hizo.

      —No mencionaste que se parece a mí —dijo sin apartar los ojos de su hija.

      —¿Me hubieras creído?

      —Seguramente no —Cal deslizó la mirada hacia Emily—. Yo tenía ese color de pelo cuando era pequeño. Y los ojos son como los míos. Incluso esto —dijo alzando un dedo para tocar suavemente el hoyuelo de la barbilla de Annie, idéntico al suyo.

      La niña apartó la cabeza y escondió la cara en el cuello de Emily.

      —Es un poco tímida. ¿Quieres agarrarla en brazos?

      —Sí —Cal estiró los brazos para recibir a la niña, pero Annie se retorció cuando él trató de sujetarla en su antebrazo. Luego empezó a llorar histéricamente y estiró los brazos para que su madre la rescatara—. Quiere irse contigo —dijo él con voz fría como el hielo.

      Emily sujetó a su hija y sintió cómo se relajaba. No así Cal.

      —No te lo tomes como algo personal. Es que no te conoce.

      —¿Y de quién es la culpa?

      Aquel comentario mordaz consiguió su objetivo, y Emily volvió a sentirse culpable una vez más. Cuando se sentía acorralada, salía la adolescente peleona que se había criado en las calles.

      —Mira, ya te he pedido disculpas. No volveré a decirte que lo siento. Annie se comporta así con los desconocidos, y sinceramente, creo que eso está bien.

      —¿Está bien que no conozca a su propio padre? —Cal la miró entornando los ojos.

      —Lo que quiero decir es que no está mal que sea precavida con la gente que no conoce.

      —¿Se supone que me tengo que sentir mejor con eso?

      —Sinceramente, no puedo permitirme que me preocupe cómo te sientes. Annie es mi prioridad.

      —Ahora también es la mía.

      —Entonces, ¿ya crees que es tuya? ¿Quieres hacerte de todas formas las pruebas de ADN?

      —Sí —Cal se pasó los dedos por el cabello—. Para asegurarnos.

      —No tienes mucha fe en el género humano, ¿verdad?

      Antes de que él pudiera responder, volvió a sonar el timbre.

      —Disculpa —Emily se asomó a la mirilla y reconoció a la joven—. Tengo que abrir.

      Abrió la puerta, y en cuanto Annie vio quién era sonrió y estiró los brazos.

      —Hola, cariño —la joven de diecisiete años pelirroja de ojos verdes sonrió y agarró a la niña—. ¿Cómo está la pequeña?

      —Lucy, te presento al doctor Cal Westen. Cal, ella es Lucy Gates. Una de mis chicas —dijo Emily. Y a juzgar por la expresión escéptica de Cal supo que tenía que explicarse más—. Este edificio es una donación. Estoy al frente de un programa de ayuda y apoyo a madres adolescentes que no tienen ningún sitio donde ir. Aquí se ayudan unas a otras a criar a sus hijos mientras estudian. Si las madres no se cuidan a sí mismas, no pueden cuidar a sus hijos.

      Cal se metió una mano en el bolsillo de los vaqueros.

      —No pareces tener edad para ser madre.

      —Pero lo soy —le espetó Lucy observándolo con seriedad—. Mi hijo se llama Oscar. Pero ya veo que tú no entiendes nada. Igual que mis viejos.

      Aquello no estaba marchando precisamente bien, pensó Emily.

      —Lucy, el sólo está…

      —Juzgando —la interrumpió la joven—. Como todos los demás.

      A Emily aquella chica le recordaba a sí misma años atrás, cuando su madre le dio un ultimátum: o entregaba al bebé o se iba. Así que se fue. En un principio. Pero tras pasar unas semanas en la calle, supo que quería demasiado a su hijo como para someterle a aquella clase de vida y volvió a casa, donde fue obligada a tomar aquella terrible decisión. Ahora intentaba ayudar a las jóvenes que se enfrentaban al mismo dilema, y les ofrecía otra opción.

      Pero había llegado el momento de cambiar el tono del encuentro.

      —¿Dónde está Oscar? —le preguntó a Lucy.

      —Con Patty, mi compañera de piso —contestó la joven devolviéndole a Annie a su madre—. Vi a este tipo llamando a tu puerta y quería asegurarme de que todo iba bien. Ya sabes, estamos para ayudarnos.

      Cuando volvieron a quedarse a solas, la expresión de Cal era todavía más hostil.

      —No has sido muy amable con Lucy —le reprochó ella.

      —Nunca había tenido una hija que me tratara como si tuviera piojos y que prefiera a una extraña.

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