El precio de una pasión peligrosa. Jane Porter

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El precio de una pasión peligrosa - Jane Porter Bianca

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no, no era así.

      Charlotte, que casi nunca se equivocaba, había cometido un error descomunal la Nochevieja pasada. No debería haber pasado la noche con Brando Ricci. Sí, había sido una noche extraordinaria, pero había bajado la guardia con catastróficas consecuencias.

      Y ahí estaba, temiendo el momento de enfrentarse a él cara a cara. Brando era inteligente, poderoso, interesante e ingenioso. La había hecho sentir cosas que no había sentido nunca mientras se deslizaban por la pista de baile. Después, en la casa de él, Brando la había llevado en brazos a su dormitorio y el sexo entre ambos había sido lo más extraordinario que había sentido en su vida. Al día siguiente, había regresado a su casa como si hubiera estado flotando, completamente anonadada.

      Por suerte, vivían muy lejos el uno del otro, a nueve mil novecientos cincuenta y ocho kilómetros de distancia, para ser precisos. Tras su regreso, había decidido no pensar en el pasado, sino en el futuro, y olvidarse del hombre que sabía cómo hacer que una mujer se sintiera la mujer más maravillosa del mundo.

      Pero era imposible ocultar las repercusiones de su unión. A pesar de que ella había estado tomando la píldora y de que Brando había utilizado un preservativo…

      La puerta se abrió de repente y Charlotte se encontró delante de una joven alta, delgada con el cabello negro revuelto, labios rojos y obviamente desnuda bajo la bata de seda blanca.

      Charlotte reconoció inmediatamente a la modelo. Era una belleza argentina que aparecía en todas las revistas dedicadas a la moda.

      –¿Si? –preguntó Louisa al tiempo que la bata se deslizaba por su hombro dejando al descubierto uno de sus pechos.

      –¿Brando è disponibile? –preguntó Charlotte ignorando el pecho de la modelo y haciendo gala del italiano que había aprendido en la escuela de Suiza.

      Louisa, con una pícara sonrisa, la miró de arriba abajo.

      –È un po legato.

      «Está un poco atado», había contestado la modelo. Y a juzgar por la ladina sonrisa de esta, Charlotte tomó literalmente la contestación.

      –¿Sería tan amable de desatarle? –dijo Charlotte–. Dígale que Charlotte Parks está aquí. Le esperaré en el gran salón.

      Tras esas palabras, Charlotte entró en la casa y echó a andar por el vestíbulo de suelo de mármol. A sus espaldas, oyó cerrarse la puerta y luego unos pasos en dirección a la escalera que conducía al piso donde Brando tenía su dormitorio. Lo sabía porque había estado allí, desnuda, con el cuerpo de Brando pegado al suyo.

      Y ese cuerpo de un metro ochenta y ocho centímetros de estatura, en ese momento, entró en el salón vestido con unos gastados pantalones vaqueros y un jersey de pico de cachemira color gris que hacía juego con el color de sus ojos, todo ello acompañado de un espeso cabello negro.

      Brando era alto, delgado, estaba en buena forma y más guapo que nunca. El corazón le dio un vuelco. La piel que asomaba por el escote del jersey de Brando la hizo recordar esa noche en la que ambos, desnudos, habían estado abrazados. Y Brando también sabía cómo moverse; dentro de ella, la satisfacción que la había hecho sentir había sido algo extraordinario, algo único.

      Pero Brando no la había proporcionado placer físico solamente, también la había hecho sentir… paz, plenitud. Lo que no tenía sentido, ya que Brando era un rompecorazones. Nunca había tenido relaciones duraderas. Brando se negaba a comprometerse emocionalmente.

      Por ese motivo, estaba convencida de que Brando aceptaría lo que iba a proponerle, que se sentiría aliviado al saber que ella podía encargarse de todo.

      –Charlotte –dijo él y, acercándose a ella, se inclinó y le dio un beso en cada una de las mejillas–. ¿Qué es lo que te trae a Florencia?

      –Tú –Charlotte le dedicó una sonrisa–. Espero no haber venido en un momento inoportuno.

      Brando sonrió irónicamente, indicándole que sabía que ella sabía que sí había llegado en el momento menos indicado.

      –¿Te parece que nos sentemos? –sugirió Brando indicándole uno de los sillones con un tapizado en tonos rojos y anaranjados.

      –Sí, gracias –respondió ella, y ambos tomaron asiento, el uno frente al otro, guardando las distancias–. Supongo que Louisa se estará impacientando.

      Brando volvió a sonreír, perezosamente, casi con una nota de paternalismo.

      –Louisa sabe entretenerse sola –contestó él, pero sus ojos empequeñecieron y su expresión se tornó más dura–. ¿Cuándo has venido a Italia?

      –He llegado hoy. He dejado el equipaje en el hotel, pero aún no he reservado habitación.

      –¿Tantas ganas tenías de verme?

      –No sabía si estarías aquí o en la casa que tienes en el campo. Si hubieras estado en el campo, habría alquilado un coche para ir a verte.

      –Justo mañana voy a la villa –Brando la miró fija e intensamente–. Tienes buen aspecto.

      –Gracias. Me encuentro bien.

      Charlotte no sabía cómo continuar, no lograba recordar todo lo que había pensado decirle. Se había convencido a sí misma de que Brando no iba a darle importancia a su embarazo; igualmente, se había convencido de que él iba a sentir un gran alivio cuando ella le dijera que se encargaría de todo, que él no tenía de qué preocuparse. Pero el pulso se le había acelerado y se veía presa de una gran angustia.

      –¿Te importa si me quito el abrigo? Hace mucho calor.

      –Sí, estás muy colorada.

      En el momento en que se quitara el abrigo Brando lo vería. Se daría cuenta… Pero titubeó, vacilaba…

      ¿Y si Brando no reaccionaba como ella había imaginado que haría? ¿Y si Brando…?

      No, Brando era un soltero empedernido. Un donjuán. No tenía madera de padre. No le interesaría ejercer como tal.

      –Charlotte, ¿te encuentras mal? –preguntó él.

      «Díselo. Díselo ahora mismo».

      En vez de decírselo, se sacó los brazos de las mangas del abrigo y lo dejó caer sobre el sillón. El fino tejido de su vestido verde dejaba ver el abultado vientre en contraste con su delgado y pequeño cuerpo.

      –Estoy embarazada de seis meses –declaró ella logrando que no le temblara la voz–. Está siendo un embarazo fácil, sin complicaciones. No quería decir nada hasta que pasara un tiempo, hasta que se me notara… Pero ya no podía seguir ocultándolo y pensé que tampoco debía hacerlo.

      –¿Quieres que te felicite?

      –Solo si te incluyes en la felicitación.

      Se hizo un tenso y breve silencio.

      –¿Quieres decir que quien te ha dejado embarazada soy yo?

      –Sí.

      –¿Estás

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