Amantes de Buenos Aires. Alberto S. Santos

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Amantes de Buenos Aires - Alberto S. Santos

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horda de turistas asiáticos, capitaneada por una guía, estaba ingresando al cementerio. Por eso, decidió pasar previamente por la basílica de Nuestra Señora del Pilar, ubicada en la esquina de la necrópolis que, en un tiempo, había integrado el convento de los franciscanos recoletos, y de la que toda la familia de Raquel siempre había sido devota, igual que ella, que aspiraba a casarse allí algún día. Después de decir sus oraciones, salió del templo y dobló hasta la entrada del cementerio, que se había transfor­mado, más que en un lugar de descanso, en un ir y venir de toda clase de gente.

      Unos dos días antes de entrar en su sueño eterno, su abuela la había llamado. Su rostro reflejaba la serenidad de quien tenía el control sobre sí misma y sobre la vida. Abrazó a su nieta, se lamentó por la pila de libros que aún no había leído y la estrechó contra sí, con extraño buen humor.

      –Guardá esos libros, espero tener oportunidad de leerlos cuando regrese en el próximo viaje de mi alma.

      –¡Abuela! ¿Qué decís?

      –¡Ah, olvidate! Pienso que no cumplí todas las misiones que tenía en esta vida, tal vez deba volver –y abrazó a la nieta, con cariño y con los ojos humedecidos–. Cosas de una vieja que ya no tiene otra cosa en qué pensar.

      –¡Por favor, abuela! Siempre bromeando. Ya sé que me querés pedir alguna cosa. ¿Una de las golosinas que el médico te prohibió? ¿Algún libro nuevo que descubriste en internet? –bromeó, reconfortada con el delicado aroma de la fragancia Jicky, de Guerlain, la preferida de la abuela.

      –Sí, ya me conocés. Tengo un pedido, pero no es lo que pensás.

      –Entonces, ¿qué es? –preguntó con suma curiosidad.

      La anciana sacó un papel de entre medio de un libro y se lo entregó a su nieta. Se podía ver que había sido cortado a mano, y estaba escrito en una tinta antigua. Raquel lo tomó y se quedó mirando las letras redondas, bien definidas y claramente femeninas. Leyó en voz alta: “Mi hija es Cleide y es tan bella que solo la puedo comparar con las flores doradas. ¡En ellas, como en un espejo, encuentro su imagen repetida!”.

      –¿Tu madre escribió esto, abuela?

      –Sí, y de su puño y letra. Adoraba escribir.

      Raquel sonrió. La abuela nunca había hablado abiertamente de su madre, pero sabía que había sido una suerte de heroína, ferozmente perseguida en España, y que, antes de llegar a Buenos Aires, se había refugiado en Portugal. Raquel no tenía certeza de cuáles eran las verdaderas razones de semejante persecución, aunque vagamente las asociaba a ideas políticas o a algún problema judicial.

      –Querida, mi madre, tu bisabuela, fue una mujer extraordinaria, que me dejó una pesada herencia que siempre guardé en el corazón, con la vana esperanza de poder reunirme con ella en paz, donde Dios la tenga.

      –¿Qué querés decir, abuela? –preguntó la nieta, con cierta inquietud en la voz.

      –No te preocupes. Cosas del pasado –respondió apuntando al papel arrugado–. Quiero que en mi epitafio pongas esa frase. Será mi homenaje a mi querida madre.

      Raquel se había detenido en las letras redondas, cuando volvió a escuchar la voz de la abuela.

      –Otra cosa, la semana próxima, cuando tengas un tiempo libre, pasá por acá. No puedo irme sin contarte algunos secretos de nuestra familia.

      –¿La semana que viene, abuela? –preguntó Raquel, recordando el viaje a Montevideo que tenía previsto con su novio.

      –Sí, la semana que viene…

      El cementerio de la Recoleta siempre le había parecido una ciudad dentro de la otra. Una urbe espejo de las vanidades humanas. Vagamente recordaba que alguien la había denominado la “Venecia de Buenos Aires”, con sus palacios de mármol blanco, sus portones negros y dorados, y sus callejuelas laberínticas; y no debía de estar muy equivocado. Mientras buscaba el sitio entre las familias, los turistas, los empleados y los visitantes circunstanciales, Raquel se sentía observada por aquellas estatuas de imponente teatralidad, por las almas de sus ricos habitantes, que acechaban desde los voluptuosos panteones, envidiando la vida que corría por las venas de los visitantes. A medida que las majestuosas construcciones, que competían denodadamente con sus vecinas para ver cuál ostentaba el mayor lujo funerario, dejaban pasar algún rayo de sol, se veía a sí misma atravesada por sus luces y sus sombras. Gente que había peleado en vida estaba ahora en pacífica vecindad.

      Pasar la eternidad en la Recoleta era algo que cualquier prócer o nuevo rico ansiaba. Algunos incluso le habían ofrecido sumas impensadas por el sencillo panteón de la familia, con el propósito de demolerlo y edificar uno nuevo, con sus oscuros apellidos grabados en la puerta, en letras doradas y enormes.

      A unos doscientos metros de la entrada se aglomeraba un grupo de neozelandeses. Raquel vio las caras decepcionadas, porque seguramente habían imaginado que la bóveda que llevaba la inscripción Familia Duarte debería haber sido más suntuosa. Pero el sepulcro que guardaba los restos mortales de Eva Perón, en su época la mujer más amada y odiada de la Argentina, era apenas un sencillo mausoleo de granito pulido, con una puerta de bronce y una cruz latina en el centro, y un brasero, símbolo de la eternidad, en la parte superior.

      La tumba de Cleide se encontraba en las inmediaciones. En la misma bóveda también se hallaban sepultadas su madre, Marcela, y su tía Elisa. Sobre el mármol se destacaba una bella corona de metal con una Virgen María de cabeza radiante sosteniendo al Niño Jesús, y una figura femenina a cada lado, mirándose, como si pretendieran permanecer eternamente una en los ojos de la otra. Raquel reconoció en ella a Nuestra Señora del Pilar, protectora de varias de las generaciones femeninas de la familia, que en su momento Cleide había colocado en su sepultura, tal vez queriendo, en el futuro, verse también beneficiada por sus bendiciones.

      La joven se puso los auriculares para que no la perturbara el ruido del entorno, en especial el griterío de los turistas. Se arrodilló ante la bóveda y rezó por el alma de su madre, de su abuela, de su bisabuela y de la tía Elisa. En especial, le agradeció a Cleide por todo lo que le había enseñado, y que ahora le permitiría alcanzar lo que más deseaba, a pesar de que no había supuesto que su­cediera tan pronto. Imaginó algunos proyectos para la librería mediante el empleo de las nuevas tecnologías. Ideas no le faltaban. Rezó también por Carmela y por su madre. Finalmente, se sintió satisfecha y plenamente reconfortada. Pensó que la vida era una sucesión de acontecimientos, a menudo imprevistos, para los que no siempre los seres humanos se hallaban preparados. La desgracia de unos podía convertirse en la suerte de otros, y viceversa.

      Por último, recordó el día del funeral. Sophie, a quien Cleide llamaba por el curioso sobrenombre de “la Franchuta”, había viajado especialmente desde su residencia en Mendoza, en las laderas de la cordillera de los Andes, muy cerca de la frontera con Chile. La familia había llevado a la centenaria mujer en una silla de ruedas. Raquel se acordaba bien de la serenidad con que la anciana se había despedido de la abuela, con una sonrisa en los labios y unas palabras murmuradas, que solo ella había escuchado: “Nos divertimos mucho, mi querida diva”.

      –Disculpe, ¿usted era amiga de mi abuela?

      La anciana, con las manos y los labios temblorosos a causa del Parkinson, miró a Raquel y de inmediato reconoció en ella los rasgos

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