Amantes de Buenos Aires. Alberto S. Santos
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Víctor Cortiella recordó que, hacía unos seis años, había advertido al Arzobispado de Santiago de Compostela acerca de las crecientes actividades de los evangélicos en la capilla que habían recuperado en la plaza Pontevedra. Aún no pasaban de cien, pero al párroco le preocupaba la seducción de la doctrina herética, que había contaminado las almas de varias alumnas de la Escuela Normal e incluso se acordaba de que una profesora del barrio de Monte Alto terminaba las clases con cánticos protestantes. Era un tema que seguía con atención y cuidado, y por eso debía cerciorarse de las buenas intenciones de ese nuevo candidato a la recta doctrina. No fuera él, por casualidad, un espía o incluso un mercenario.
–Solo viví en La Coruña hasta los ocho años, cuando mi padrastro se mudó a Londres con mi madre. No tuve otra alternativa. Allí trabajé en la fábrica de un hermano suyo. Siempre me trataron bien. De vez en cuando, volvía acá para visitar a mi familia, especialmente a mi tía Joaquina y a mi hermana Elisa.
–¿Y hace cuánto tiempo que regresaste definitivamente?
Mario tomó un pañuelo y se secó la transpiración del rostro y de las manos. Iba a responder, pero primero tuvo que tragar en seco porque le falló la voz. Finalmente, prosiguió:
–Hace cuatro años. Fui a vivir a casa de Elisa. Ella es mayor que yo y nunca abandonó la fe católica. Dio clases en varias escuelas gallegas, la última de ellas en Calo, en el municipio de Vimianzo. Además, jamás salió de Galicia. No fue con nosotros a Londres, se quedó en casa de la tía Joaquina para asistir a los cursos.
–¿Y puedo hablar con Elisa?
Mario curvó los labios, volvió a tragar saliva y a mostrarse apesadumbrado. Nuevamente se alisó el bigote y se aclaró la voz, mientras desviaba la vista a la derecha, hacia un punto imaginario en el techo.
–Lo lamento, padre Víctor. En este momento es demasiado tarde. Hace poco partió para La Habana, en el vapor Alfonso XIII.
Aunque el sacerdote notaba el nerviosismo del hombre, recordó haber leído algo sobre el asunto.
–Lo sé, leí la noticia de la partida del navío en La Voz de Galicia… Varios de mis feligreses también emigraron. La vida aquí no está fácil, con las huelgas de los trabajadores por la suba de los precios de los alimentos más básicos.
El año anterior, Víctor Cortiella había predicado desde el púlpito, con cierto grado de coraje, a favor de las peticiones de las asociaciones de tipógrafos, pintores, carpinteros, zapateros, albañiles y panaderos al Ayuntamiento para que se aboliera el impuesto a los productos de primera necesidad, cuya concesión terminaría al final de ese año.
–Vi a muchos huyendo a las Antillas, hambrientos. Apenas comían pan, y no siempre blanco y bueno. El precio de la carne aumentó, igual que el pan, el petróleo, el aceite, las papas… En fin, esto va a terminar mal –se lamentó el párroco, que incluso había tenido algunos disgustos a raíz de sus palabras, que subrepticiamente habían llegado a oídos de las autoridades religiosas y políticas.
Conocía muy bien la carestía y el hambre de los trabajadores, que se alimentaban con sopa, pan, o con el miserable compango, apenas un tentempié de pan con tocino, bacalao o sardina, si estaban baratos. En aquel momento, seguía alentando a los pobres trabajadores coruñeses que se agrupaban en el Sindicato de Oficios Varios a través de su acólito, que hacía de discreto intermediario.
Mario asintió con la cabeza, y se refirió a algunas de las manifestaciones obreras y motines que había visto en la ruta.
–Pero hablábamos de Elisa. ¿También se fue por la falta de trabajo?
–No exactamente –respondió Mario, ruborizándose ante aquella pregunta que no tenía prevista–. Elisa es una excelente maestra de escuela primaria. Tenía trabajo aquí y lo tendrá en Cuba, mucho mejor remunerado, por cierto. El problema fue otro: su salud. Estaba sumamente delgada y débil. Se pensó que tenía tuberculosis. Por cautela, los médicos le aconsejaron que cambiara de clima.
–Mmmh… Entiendo –Cortiella se rascó la calva, contrariado por la falta de una prueba tan esencial para el candidato a bautizarse.
Al verlo dubitativo, Mario continuó rápidamente:
–Pero a ella le debo lo más importante de mi vida. A lo largo de estos años, la convivencia con mi hermana y con Marcela, otra maestra con quien ella vivía y que despertó en mí el amor, me hizo regresar a la recta religión. Deseo profundamente casarme con Marcela, padre Cortiella… ¡Muchísimo!
–Comprendo. Y para eso precisas estar bautizado.
–Exactamente. Nuestras leyes no dejan alternativa. Pero crea que lo hago como opción de vida, pues, en mi corazón, siempre
me mantuve fiel a la doctrina de mi padre y de mis abuelos. ¿Me puede ayudar, padre?
Víctor Cortiella se rascó nuevamente la coronilla. Le parecía extraño no haber oído jamás hablar de aquella historia, a pesar de que conocía de vista a parte de la familia, que frecuentaba otra iglesia de la ciudad. Y el cuento de Londres le parecía algo tirado de los pelos. Pero pensó que, como la sabiduría ancestral decía, Dios escribía derecho en renglones torcidos, por eso, más allá de algunas omisiones o distorsiones, si la Divina Providencia había guiado a aquella alma hasta él, algún designio tendría planeado.
–Existen algunos obstáculos a superar. Solo es posible bautizarte a los treinta y un años, después de que los hechos que me contaste sean comprobados por el Arzobispado de Santiago de Compostela. Y tienes que aprender el catecismo.
–Y desde luego que lo haré con mucho gusto. Como debe imaginar, en Londres, rodeado de protestantes y ateos, nada me hacía rememorar a nuestro Dios. Pero deseo aprender, beber en las fuentes del catolicismo, la verdadera religión de mi patria. Quiero que las aguas del bautismo laven mi vergüenza. Además, la proximidad de mi hermana y de Marcela ya me ha iluminado. ¿Y usted, padre Cortiella, conoce Londres?
Mario entrevió un brillo en la mirada del sacerdote. Y mientras recordaba interiormente que Elisa y Marcela habían aprobado –la segunda con mejores notas que la primera– las materias de Doctrina Cristina e Historia Sagrada en la Escuela Normal, vio que el padre respondía afirmativamente, entusiasmado con el evocación de la visita que había hecho a la capital inglesa, después de terminar el curso de Teología y antes de ordenarse como presbítero. Había sido un obsequio de su padrino, también él un clérigo de mucha influencia en la diócesis, el que le había dado la posibilidad de conocer las ciudades europeas más importantes. Mario balbuceó algunas palabras en inglés y Cortiella respondió, divertido y orgulloso de sus conocimientos.
–¿Dónde se hospedó en Londres?
–En Picadilly.
–¿Sí? ¿Cerca del Hotel Italiano?
–Precisamente en ese hotel.
–¡Qué coincidencia! ¡Muchas veces estuve allí con el hermano de mi padrastro!