Amantes de Buenos Aires. Alberto S. Santos
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Marcela se enterneció y le retribuyó las caricias, besándole el cuello y lamiéndole los lóbulos de las orejas. Elisa se estremeció y se levantó incitando a Marcela a seguirla. Ya de pie, aproximó el brasero y comenzó a quitarle el camisón, despacio, mientras le mordisqueaba la piel. Bajó un bretel, después el otro, hasta que la dejó totalmente desnuda, y la abrazó. Del mismo modo, Marcela
le sacó la vestimenta a Elisa, mientras la acariciaba, de la forma que tanto le gustaba. Enseguida, comenzó a bajarle las ligas.
–No vas a necesitar esto, querida –le susurró al oído, mientras apoyaba el revólver en la mesa de luz, viéndola acompañar el movimiento con una sonrisa.
–No, tengo otras armas para ti.
Completamente desnudas, se abrazaron y se recostaron sobre las sábanas y los cobertores. Las manos de ambas enseguida buscaron la suavidad de la piel de la otra, deslizándose por los cabellos, bajando hasta los pezones, que se endurecieron en simultáneo, y luego hacia el vientre y los muslos, hasta que las manos descubrieron y entraron, sin prisa, como sabían hacerlo, en los montes de Venus, que se abrían generosos para recibirlas. Y a lo largo de las primeras horas de la noche repitieron aquel viejo ritual, como cuando se juntaban los fines de semana y en las vacaciones, con los cuerpos libres y abandonadas una a la otra, dejando que las manos, las lenguas y los atributos que Dios les había dado las llevaran a la conquista de los placeres que solo ellas conocían y deseaban, hasta que, extenuadas, se quedaban dormidas, una en brazos de la otra.
A la mañana siguiente, Elisa se levantó, preparó el desayuno y lo llevó a la cama, mientras esperaba que Marcela, perezosa, saliese del sopor nocturno. En verdad, Elisa se había despertado a mitad de la madrugada y no había logrado dormir más, por el miedo que, contrariamente a su carácter, la iba dominando.
–¿Qué te preocupa, querida? –preguntó Marcela, después de beber en silencio unos sorbos de achicoria, que se tomaba en reemplazo del café, mientras veía que su amiga estaba con el pensamiento ausente.
–Debemos apresurar el casamiento con Mario. Ahora, en tu estado, no hay otra posibilidad. ¡Vas a ser la comidilla de todos! Te van a crucificar en la plaza pública y te van a obligar a casarte con ese tonto de Antonio.
–¡No digas eso, Elisa! ¡No lo soportaría! Pero mira que él no es tan tonto…
–¡Por favor, Marcela! ¿Qué pasa? ¿Te gusta? –preguntó, con la sangre a punto de hervirle–. ¡Dime la verdad! ¡No hay lugar para dos…!
–Sin duda, es un buen partido para cualquier mujer. Pero a quien amo de verdad es a Mario, mi tontita –concluyó con una sonrisa enigmática–. Lo único que no sé es cómo puedo hacer para casarme con él.
–Tonta –replicó Elisa, con un enojo que se le fue disipando a medida que las ideas se reorganizaban en su mente–. Creo que yo sí.
–¿Lo sabes?
–Pasado mañana partiré en la diligencia para La Coruña y arreglaré todo con él. Está tan ansioso como tú –concluyó, con un guiño de complicidad.
–¿Y tú? ¿Qué será de la maestra Elisa, que les cae bien a tan pocos en esta tierra?
–Me iré a La Habana. Un vapor parte dentro de unos días para Cuba. Acá ya no hago falta. Verás que Mario te hará muy feliz. Lejos de aquí. Del otro lado del mundo, donde nadie conozca tu pasado. ¡Confía en mí, querida!
Si alguien les hubiese contado a los vecinos esta charla de alcoba, jamás le habrían creído. El domingo siguiente, los pobladores acudieron a la puerta de la casa de Marcela y la forzaron sin dudar, tan angustiantes y lacerantes eran los gritos que se oían en el cuarto. Hallaron a la pobre maestra de espaldas sobre un baúl y a su amiga Elisa apretándole el cuello con la mano izquierda y amenazándola con un hacha con la derecha. Hasta la cadena con el medallón de la Virgen del Pilar salió despedida, aunque, no bien los ánimos se calmaron con la llegada de los habitantes del pueblo, Elisa se apresuró en guardarla en un cajón.
La revuelta popular fue tan grande que nadie esperó a las autoridades. Echaron a Elisa de la aldea. Don Antonio, por su parte, recurriendo a sus trabajadores rurales, montó una estrecha vigilancia en todos los ingresos al pueblo. Elisa pasó a ser persona non grata en Dumbría. Mientras tanto, a pesar de las insistencias, Marcela no aceptó recibir a don Antonio en su casa ni fue a la de él para darle clases de Gramática a la sobrina, alegando que estaba muy cansada y avergonzada por lo sucedido. Y que tenía que prepararse para ir con su novio, pues no quería que él supiera de los trágicos acontecimientos de los que había sido protagonista. A partir de aquel día, a Elisa no se la volvió a ver nunca más en Dumbría. Corría de boca en boca que, por temor a la ira popular y a don Antonio, había emigrado a Cuba.
–¿Otra carta de tu novio? –preguntaron entre risas las mujeres del lavadero público, cuando vieron que Marcela regresaba de la diligencia.
–Sí, está muy feliz en La Coruña, preparando nuestro casamiento y la luna de miel.
Las mujeres sonrieron cómplices de la aparente felicidad de Marcela y también aliviadas porque ya no estaba cerca la sombra de Elisa, a quien, según decían, Marcela le tenía más miedo que cariño. Marcela era consciente de que cuanto les dijera a las mujeres del lavadero se esparciría como reguero de pólvora por toda la aldea. Por eso, les contaba pormenores acerca del noviazgo y del novio, que acababa de llegar de Inglaterra y que, a pesar de ser el hermano menor de Elisa y muy parecido a ella, era educado, culto y rico, y la llevaría de luna de miel a Portugal.
Marcela se quedó un rato más, para enterarse de los chismes, mientras la ropa sucia no paraba de lavarse.
–Y esa bruja, ¿qué se hizo de ella? ¿Desapareció finalmente?
–¿No saben? Partió en el último vapor para La Habana. ¡Ojalá que sea muy feliz en aquellas tierras!
–¿Feliz? ¡Que Dios me perdone, pero que la castiguen por todo el mal que hizo por acá! ¿Dónde se vio querer matar a nuestra maestra, una mujer tan bonita y delicada?
Marcela sonrió.
–Y llena de pretendientes. ¡Don Antonio de Traba, pobrecito! Dicen que anda hecho un despojo, porque le rechazó su pedido de matrimonio.
–Pero, cuidado, que él no es de quedarse quieto. Se dice que anda preparando alguna…
–¿Qué quieres decir? –preguntó preocupada la maestra–. Don Antonio no tiene por qué vengarse de mí. Nunca le prometí nada.
–No sé, no sé. Dicen que juró que va a pelear por lo que es suyo…
Marcela tragó saliva, se despidió apresurada y se fue a su casa, con la carta en una mano, la otra en el vientre y mirando en todas direcciones.
Mi novia querida:
Espero que te encuentres bien, por la gracia de Dios. Los días sin ti en La Coruña