Amantes de Buenos Aires. Alberto S. Santos
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Se levantó con la fuerza de las piernas, abrió con ímpetu el portón y entró en la casa que la abuela le había legado, recordándole que allí, en 1941, se habían inspirado Cátulo Castillo y Sebastián Piana para componer el tango “Caserón de tejas”. Decidida, subió al primer piso, sin darse cuenta de que estaba tiritando de frío. Enchufó el cargador del teléfono celular y esperó impaciente a que la batería lo hiciera revivir. Seleccionó el nombre de su novio y llamó. Como Marcelo no atendió ninguna de las sucesivas llamadas, decidió enviarle un mensaje.
Querido, ya sé lo que pasó. Entiendo que estés enojado. Yo también lo estaría, si no me dieran una explicación de inmediato. En el momento no me di cuenta, pero ahora sé lo que sucedió. Llamame o pasá por casa, así te lo explico en persona y de paso tratamos temas más urgentes e importantes que esta tontería. Besos.
Sin embargo, él no respondió ni atendió ni apareció. Raquel tomó dos calmantes y se acostó. Incluso así, le costó dormirse. Cuando sonó el despertador, a las siete de la mañana, notó que la noche le había desatado un fortísimo dolor de cabeza, con el que debería enfrentar el día y pensar en la respuesta para darle a Carmela.
El trayecto hasta El Ateneo fue agotador. Encendió la radio del auto para ponerse al tanto del tránsito, pero no había novedades. Los accidentes y embotellamientos de costumbre. A cada minuto, desde que se había levantado, mecánicamente le echaba un vistazo al teléfono celular, con la esperanza de ver un mensaje o una llamada de Marcelo. Pero en vano. Angustiada, sabía que no tenía que insistir hasta que su novio se calmara y entrara en razón. Y con Carmela ya se las arreglaría. Después de todo, se suponía que Marcelo recién llegaría al día siguiente, es decir, el sábado.
Pensó en Guido y en lo raro que le había parecido su súbito cambio de humor. ¿Estaría por volverse loco, como les sucedía a algunos poetas y a otros tantos artistas? Esperaba verlo ese día para aclarar sus dudas.
A media mañana, mientras hacía una pausa en la catalogación de libros de autoayuda –obras que rara vez hojeaba, pero que tenían un público creciente– y tomaba un café fuerte y bien caliente, Carmela entró en su oficina con un sobre en la mano.
–Raquel, te trajeron esta carta –dijo con el sobre frente a sus ojos, pero sin que pareciera un acto invasivo.
–Una carta… –suspiró–. Será de Marcelo… –murmuró, mientras los peores pensamientos se acumulaban en su mente–. ¿No dijeron de quién era?
–No, el correo la entregó en la recepción y está dirigida a vos. Es todo lo que sé. Hasta puede ser de un admirador secreto –una arruga en la comisura derecha de los labios le dibujó una media sonrisa cómplice, acompañada por un guiño de ojos–. Hablando de Marcelo, mañana tenemos que hablar.
Raquel esbozó una sonrisa escondida detrás del sobre, mientras observaba salir a su jefa. Colocó la carta sobre el escritorio y se quedó mirándola, con la cara entre las manos. El nombre “Raquel Contreras” estaba escrito a máquina. Su pensamiento la llevó de nuevo a Marcelo, un especialista en computadoras y afines.
Rememoró entonces los pensamientos y recuerdos que le habían despertado aquellas palabras fluorescentes grabadas en la Fuente de Poesía: “El Amor Vence”. Empezaba a sentirse carcomida por la duda, ese terrible gusano que, cuando logra instalarse, roe los sentimientos y las entrañas hasta del más fuerte.
Y la duda se había instalado en ella como una termita. ¿Sería aquella carta la despedida de Marcelo, acusándola de cualquier cosa, incapaz de tener una conversación seria o de escuchar sus explicaciones y perdonar la pequeña falta de haber llegado tarde por haberse quedado con un amigo en problemas? Sabía bien que Marcelo odiaba a Guido, porque había sido su primer hombre y porque ella seguía admirándolo como persona y como poeta, seres que Marcelo consideraba inútiles para la sociedad. En el fondo, sabía que la celaba porque compartía con Guido cosas que él despreciaba. Incluso alguna vez había llegado a pensar que Marcelo sentía hacia Guido algo que rayaba en el odio y la envidia, porque era un artista y gozaba de reconocimiento público. Por eso, siempre que lo encontraba en El Ateneo, cuando iba a buscarla a la salida del trabajo, aprovechaba para amenazarla veladamente con la mirada y hacerle reproches llenos de insatisfacción.
Pero la duda iba más allá. Cuando esta se instala, la manera en que se ve al otro puede empezar a cambiar, sobre todo cuando se comienza a observar que los defectos superan a las virtudes, tal como la frágil luna supera al todopoderoso sol al anochecer. Y Raquel comenzó a entristecerse al recordar que Marcelo no valoraba su trabajo, detestaba a casi todos sus amigos, en especial a aquellos que se movían en medios ligados a los libros y las librerías, y menospreciaba a su familia, etiquetándola como de origen dudoso y suburbano. Sin embargo, se lo veía feliz cuando podía exhibir su belleza ante sus amigos de la élite porteña, en las comidas y fiestas de moda, en los bares de Puerto Madero y, desde luego, cuando se perdía en cada uno de los rincones de su cuerpo, tarde, las noches que salían juntos los fines de semana.
La duda la puso melancólica y la hizo dudar acerca de si debía o no abrir el sobre. Hacía tres años que estaba de novia con Marcelo, más allá de que él pasaba mucho tiempo afuera por trabajo. Al comienzo de la relación, le había gustado su estilo refinado, caballeresco, elegante, y también que siempre le dijese, sin dudar, que, no bien se asentara en su trabajo, quería casarse y formar una familia con ella. Y le gustaban tanto como a él los fines de semana que pasaban los dos solos, en los que, en los intervalos del amor, él preparaba el trabajo de la semana y ella se ponía al día con sus escritores predilectos, siempre con excelentes comidas regadas con el mejor vino argentino o chileno, que un famoso restaurante cercano a su casa, en Palermo, les entregaba religiosamente a la hora exacta.
Raquel alzó la cabeza, se recostó en la silla y decidió abrir el sobre. Al tomarlo, reparó en el libro que tenía que catalogar en la sección de autoayuda y en cuya página abierta leyó: “Es mejor retirarte y dejar un bonito recuerdo, que insistir y convertirte en una verdadera molestia. No se pierde lo que nunca se tuvo ni se mantiene lo que no es de uno. Si eres valiente para decir adiós, la vida te recompensará con un nuevo hola”.
Sonrió y pensó que, finalmente, los libros de autoayuda también podían levantar el ánimo, si acertaban en las emociones que se sentían en ese preciso momento. Igual que los videntes, los cartománticos, los astrólogos, los que interpretaban el aura e incluso las
gitanas que leían la suerte, pensó. Era imposible saber si poseían un don especial cuando decían cosas que aparentemente tenían sentido, aunque fueran lugares comunes, concluyó Raquel, todavía asombrada por la frase que acababa de leer. El texto le trajo a su mente nostálgica las imágenes de Guido y de Marcelo. Justo en el momento en que sacaba del cajón el abrecartas de plata, escuchó que alguien golpeaba nuevamente la puerta. Alzó la voz autorizando el ingreso.
–Carmela, ¿por qué tenés esa cara?
–¿Todavía no abriste el sobre?
–¡No! Lo iba a hacer en este preciso momento.
Carmela