Amantes de Buenos Aires. Alberto S. Santos

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Amantes de Buenos Aires - Alberto S. Santos

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en El Ateneo Grand Splendid!

      Alzó la vista y se dio cuenta de que la escultura de Evita representaba a una mujer determinada, en actitud de avance, con el pie izquierdo casi fuera del pedestal, los brazos extendidos, uno hacia el frente y el otro hacia atrás, y el rostro firme de quien sabe lo que quiere, una imagen en la que, en aquel momento, Raquel no se veía reflejada.

      –Si es necesario, yo mismo hablo con Carmela, Raquel… Le explico nuestra situación. Tal vez te guarde el lugar hasta dentro de dos años… O le escribo, si te parece mejor…

      De golpe, Raquel Contreras abrió grandes los ojos. Se había olvidado por completo del misterioso sobre que había recibido y que, con el apuro, había dejado sobre el escritorio entre las páginas del libro de autoayuda.

      –Marcelo, ¿hoy me escribiste o me mandaste a entregar alguna carta?

      –¿Yo? Yo no le escribo cartas a nadie, Raquel. A lo que me refería era a enviarle un e-mail a Carmela. ¿De qué hablás?

       4

      La Coruña, 1901

      En el cuarto de la posada Corcubión, en el número 104 de San Andrés, donde se había instalado, Mario daba un paso más en el camino hacia la felicidad. Había almorzado unas tapas de pulpo a la gallega y mariscos de las rías Bajas en una famosa taberna de la misma calle, un lujo que se podía dar en un día tan especial como aquel. Echó un vistazo por la ventana del segundo piso. Seguía siendo el mismo hermoso día de sol con el que la ciudad ha­bía amanecido ese 26 de mayo de 1901. Pensó en Marcela y sonrió. Unos días atrás, le había escrito contándole lo sucedido en las últimas jornadas. El Arzobispado de Santiago se había mostrado sensible y expeditivo en su respuesta al requerimiento del padre Cortiella, quien era garante del profundo conocimiento que el catecúmeno Mario poseía del catecismo de la fe católica.

      Sin prisa, se vistió el traje oscuro, impecablemente planchado, que había comprado para la ocasión, se calzó los zapatos de lona amarilla, también a estrenar, y se miró al espejo. Se pasó una loción perfumada por el cabello, que se lo dejaba firme y brillante, y que dejaría un aroma agradable por donde pasara. Después, se colocó el sombrero blanco, adornado con una delicada cinta negra, tres anillos en los dedos de la mano derecha y, desde luego, el reluciente reloj de bolsillo dorado, sujeto por una leontina del mismo material. Lo abrió y, con una sonrisa triunfal y el pecho inflado, concluyó:

      –¡Es hora de ir a mi bautismo! ¡Y esta vez caminando con mis propios pies! –dijo, chasqueando la lengua, mientras abría la puerta de la habitación.

      Se dirigió a la vecina calle Orzán, donde recogió a doña Jacoba, la lejana prima soltera de su madre, quien, a pesar de no acordarse del primo, había reconocido en él los rasgos de la familia, y juntos se fueron animadamente por San Andrés y Marqués de Pontejos, hasta que doblaron a la derecha y llegaron a la iglesia de San Jorge, quince minutos antes de que dieran la cuatro de la tarde, la hora fijada para el sacramento.

      Unos metros detrás, y sin perder ningún movimiento de la pareja, un hombre, cubierto con un gorro oscuro y una gabardina, innecesaria en un día de sol como aquel, se ocultaba tras las sombras de las entradas de los negocios y las casas, y entre los numerosos transeúntes que andaban por allí a esa hora.

      –¡Estás muy elegante, aunque no te queda nada bien ese vicio del cigarro, hombre de Dios! ¡No comprendo por qué no lo dejas! –comentó la anciana cuando llegaron a la iglesia, sin dejar de tomarse del brazo de su joven primo y futuro ahijado.

      –No se preocupe, madrina. Ya verá el éxito que van a tener mis cigarros.

      De evidente buen humor, Mario sacó varios cigarrillos de un pequeño estuche de níquel y los distribuyó entre los asistentes de la iglesia, incluido el padrino, el sacristán Manuel Prado, que le agradeció con humildad, igual que el acólito Javier, que no paraba de dar pitadas. Fue hasta la sacristía, donde encontró al padre Cortiella, que, también de buen ánimo, hablaba sobre los avances de los reclamos de los trabajadores, que estaban más unidos que nunca. Solo temía que la lucha pudiera recrudecer y se transformara en un baño de sangre, algo que era preciso evitar a toda costa.

      –¿Estudiaste todo el ritual del bautismo de adultos? ¡A ver si no te equivocas, o te mando de nuevo a catequesis! –bromeó, tuteando ya al catecúmeno, debido a la confianza que habían ido adquiriendo.

      –No, padre. Entrené mucho mi memoria en Londres, gracias a los negocios.

      –Pero, por las dudas, ten esta copia para que todo salga perfecto.

      A la hora indicada, todos se dirigieron en procesión hacia la pila bautismal. Al frente, el prelado, seguido por Mario, los dos padrinos y el joven acólito, que llevaba los libros y los elementos litúrgicos, porque el sacristán hacía de padrino.

      Todo comenzó con el rito de recepción, en el que Mario manifestó el deseo de ser bautizado en la Iglesia de Dios, seguido por la liturgia de la palabra, con la lectura de una parte de la Epístola de San Pablo a los Romanos y del Evangelio de San Juan, cuyas frases conmovieron particularmente al catecúmeno. La fuerte voz de Cortiella proclamaba con solemnidad: “Un precepto nuevo os doy; que os améis los unos a los otros; como yo os he amado”. Mario sonreía para sus adentros, mientras escuchaba el párrafo que más lo emocionó: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros; y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que cuando pidiereis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando, que os améis unos a otros. Si el mundo os aborrece, sabed que me aborreció a mí primero que a vosotros”.

      En ese instante, no pudo resistir más y empezó a llorar. Todas las emociones reprimidas en los últimos tiempos sucumbieron ante las palabras que acababa de escuchar y que, como lanzas, le habían atravesado el corazón. Recordó el absoluto y defini­tivo amor que sentía por Marcela, a veces, tal vez, para quien lo viera desde afuera y no lo comprendiera, rayano en la locura. Un amor que había resistido la distancia, la incomprensión, la condena y el tiempo. Amaba a Marcela con la misma intensidad que el primer día, y no concebía la vida si no era a su lado, criando al fruto que, con la inescrutable ayuda de Dios, había sido engendrado en su vientre. Cuánto había rezado para que todo ocurriese como estaba sucediendo…

      Con una sonrisa bondadosa, el padre Cortiella esperó a que la emoción pasara. Los demás también tenían expresiones beatíficas. A continuación, siguió la oración de los fieles, la letanía de los santos, la imposición de manos, la bendición del agua y la renuncia y profesión de fe. Después del bautismo propiamente dicho, Mario le sumó a su primer nombre el de José, en un gesto dedicado a Marcela, que en su bautismo había sido encomendada a san José. Así, se fundían también a través del nombre que en secreto los unía. Finalmente, y antes de la entrega del cirio, el padre procedió a realizar la unción posbautismal. Mario se quitó la corbata y se desprendió la camisa con rapidez y presteza, y Víctor Cortiella le apoyó el pulgar en su piel blanca como el mármol, haciendo una cruz con sal en su pecho. Por fin, estaba bautizado. El primer paso hacia la felicidad, cuyo destino había trazado al milímetro.

      Después del sacramento, todos se veían satisfechos. Solo el joven acólito Javier parecía algo inquieto. A la iglesia de San Jorge siempre se acercaban almas en busca de aliento y redención. Y, además, el bautismo de un adulto era motivo de curiosidad, lo que justificaba una mayor asistencia de la habitual. Sin embargo, al ver al hombre de gabardina, que escondía su rostro debajo de la gorra negra –que por obligación

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