Amantes de Buenos Aires. Alberto S. Santos

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Amantes de Buenos Aires - Alberto S. Santos

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quién le importa! Aquí nadie nos ve. Solo el mar y el cielo. Y los peces y las gaviotas están de nuestro lado. Y Dios también lo estará.

      Marcela bajó la vista. A veces, sentía temor de la ira divina, hasta que se serenaba y pensaba que Dios, máximo exponente del amor, no podía juzgar ni castigar a quienes tanto se amaban.

      –Le pedí tanto por nosotros. Y a Nuestra Señora del Pilar. Y a santa Baia…

      Regresaron a la ciudad. En la habitación, después de abrir las maletas, se abrazaron y se besaron de nuevo, y se dejaron caer sobre la cama de hierro, cubierta por una colcha a rayas grises y azules. Mario sintió en el cuello de Marcela la fragancia sutil que tanto le gustaba, una combinación de su perfume natural con agua de rosas. El talle de la novia parecía más redondeado y la presión suave, aunque persistente, de sus senos a través de la blusa era tan excitante como gratificante. Marcela le miraba el rostro con una mezcla de ternura y picardía. Le acarició las mejillas y el cabello corto y, cuando llegó al bigotito, lo enrolló y tiró de él hasta hacerlo gritar de dolor.

      –¡Pícara, no hagas eso! Todavía no me acostumbré a él.

      –Debo confesar que me quedé encantada cuando vi que un caballero tan gentil y bonito se acercaba a mí para recibirme y acompañarme hasta la posada. Eres un hombre con mucho garbo. Hasta estoy algo celosa de verte tan elegante y distinto, y además solo en esta ciudad. ¡Mira que sé cómo son las coruñesas cuando ven por ahí a un hombre tan seductor como tú!

      Las carcajadas de ambos resonaban fuera de las débiles paredes del cuarto y se fundían con el graznido de las gaviotas, tan ruidoso que parecía como si estuviesen ante un pelotón de fusilamiento sin posibilidades de escapar.

      –Sabes, ayer a la tarde fui a ver a tu madre, para pedirte en matrimonio.

      Marcela dejó de reír y suspiró, mirándolo, expectante:

      –¿Y ella?

      –¿Realmente quieres saber? –Mario le besó delicadamente los labios y le puso el dedo índice en la nariz, como hacía cada vez que buscaba tranquilizarla–. No me recibió. Abrió la puerta de su casa, pero no salió y ni siquiera me dejó subir. Yo quería explicarle todo, decirle que vamos a tener un hijo, pedirle la bendición para el casamiento, pero cuando le dije que iba de parte tuya, cerró la puerta.

      Mario omitió una parte del encuentro. Exactamente aquella en la que la madre de Marcela lo había insultado con furia y lo había mandado al infierno, en el preciso momento en que insistió en hablar con ella, pues quería, al menos, informarle del casamiento. Recordaba muy bien las palabras que le había gritado, antes de darle un portazo en la cara: “Mi hija se va a casar con el verdugo de su madre”.

      –Dejemos pasar un día más para que se serene. Pasado mañana iremos juntos. En el fondo, tiene buen corazón y quiere lo mejor para su hija. Se va a poner contenta al saber que va a ser abuela.

      De regreso a la posada Corcubión, Mario iba feliz, aunque no sabía que, en la penumbra de la noche, igual que durante el paseo por la playa, el mismo par de ojos le seguía los pasos. Ni que su dueño les hacía preguntas, aparentemente inocentes, sobre los huéspedes y las respectivas estadías a las empleadas de las posadas, a quienes les daba algunos billetes que tanta falta hacían en esos días de escasez.

      Al día siguiente, mientras Marcela iba a comprar ropa adecuada para su gravidez, Mario se encontraba con un pariente lejano, Miguel Hermida, un empleado del Crédito Gallego, de cierta influencia en la ciudad. Tenía dos objetivos: proponerle que

      fuera el padrino de su boda y pedirle que lo ayudara a obtener la carta de residencia, atestiguando sobre su identidad. Es decir, dos pasos fundamentales para poder casarse y hacer una vida normal, como ciudadano y buen padre de familia. De antemano sabía que la misión sería difícil, pero no tenía más remedio que intentarlo. Sin duda, su pariente debía recordar que Elisa lo había visitado antes de viajar a La Habana y que jamás le había hablado de su hermano.

      El hombre escuchó, estupefacto, la historia que Mario le contó, y más anonadado quedó cuando su familiar le reveló que, fruto de la convivencia marital con Marcela, esperaba un hijo de ella. Después de beber a medias una botella de vino, acompañada con queso de tetilla, en una taberna en los alrededores de la agencia coruñesa del Crédito Gallego, Miguel Hermida acompañó a Mario al registro civil, donde no le fue difícil convencer a un empleado amigo de que su sobrino había perdido la cédula y dar fe de su identidad. Después de llenar el formulario, Mario salió de la repartición con el certificado que precisaba y el día totalmente ganado. Aunque estuviera sorprendido, Miguel Hermida era un hombre leal con los de su sangre. Por eso aceptó ser padrino de la boda.

      Antes de regresar a la posada de Marcela, Mario se dirigió a casa de Jacoba Loriga, su madrina de bautismo.

      –No, Mario, esta vez, lo lamento, pero no quiero –respondió con frialdad, incluso evidenciando cierto temor.

      –¿Pero cómo, prima? ¿Qué sucedió? No me diga que no va a ayudar a su pobre pariente en este momento de felicidad.

      Ella se mantuvo firme, con las mandíbulas apretadas, como si reprimiera algún remordimiento. Hasta que las abrió.

      –No sé, Mario. Ayer, un hombre anduvo haciendo preguntas sobre ti. Si te conocía, cuánto hacía que te conocía, por qué acepté ser tu madrina de bautismo, si era la primera o la segunda vez que te bautizabas…

      Mario tragó saliva y se quedó helado. Algo se le estaba escapando. Le vino a la mente la conversación con el acólito, que, en su momento, no había tomado en serio. ¿Había alguien en La Coruña que le quería hacer daño o que pretendía arruinar sus planes? En su mente se comenzó a dibujar una posibilidad. Y, de ser cierta, debía acelerar el casamiento y salir de inmediato de la ciudad.

      –¿Y qué le respondió, prima?

      –¡Lo mandé a pasear! ¡Le dije que no tenía derecho a meterse en mi vida ni en la de mis familiares! Pero no quiero problemas, muchacho. No los quiero en absoluto. ¡Mucho menos con la Justicia! Y hay algo en el aire, eso hay…

      –Quédese tranquila –Mario trató de calmarla–. Me gustaría que conociera a Marcela, para que sepa que todo está bien. Quizás sea porque nos vamos a casar y ella está encinta. Sabe, siempre hay alcahuetes y pájaros de mal agüero…, gente que no tolera la felicidad de los demás. ¡Algún pretendiente celoso, prima! Marcela es una mujer muy bonita, inteligente y dotada. Y a muchos les gustaría casarse con ella.

      “Y ser el padre del hijo que lleva en su vientre”, pensó sin decirlo. Pero los argumentos no surtieron efecto. Jacoba era una mujer de ideas firmes. Mario tenía padrino, pero no madrina. Y sin madrina no se podía casar.

      Al día siguiente, 30 de mayo, la pareja se encontró temprano en la iglesia de San Jorge, para la misa. Mario quería que el padre Cortiella conociera a Marcela y comenzara con los preparativos de la boda. Pero ese día el sacerdote no abrió la iglesia. Por Javier supo que se preveían algunos enfrentamientos que podrían ser graves. Y temían que los disturbios pudieran llegar al templo e incluso al propio padre.

      En verdad, el administrador de la empresa concesionaria de los bienes de consumo de la ciudad había conseguido que el día anterior llegaran ocho andaluces rompehuelgas en un tren desde Madrid. Por eso, durante la noche, los asalariados y consumidores habían organizado una manifestación

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