Amantes de Buenos Aires. Alberto S. Santos
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Él soltó una carcajada, casi hipnotizado por el timbre grave de la voz de la joven. Pero enseguida se reprimió, mientras buscaba un sitio para hablar con comodidad. Señaló un sector donde los demás no podrían escucharlos.
–Antes que nada, permítame presentarme. Mi nombre es Márcio Franco, soy portugués. Vivo en Oporto, en el norte de Portugal, y soy abogado.
–Encantada. Imagino que no necesito presentarme –bromeó Raquel, acomodándose su largo cabello y tirándolo hacia atrás.
El hombre continuaba fascinado con la voz ronca de Raquel, un matiz desconocido para él y que lo hacía estremecer de pies a cabeza. Ella a su vez observaba una cicatriz que su interlocutor tenía en el cuello y que la camisa no lograba esconder, mientras se divertía con el esfuerzo que hacía para hablar en español, y cuyo resultado era un cóctel de palabras que sonaban tan extrañas como divertidas, aunque de fácil comprensión.
–Sí, sé algunas cosas sobre usted. Pero sé más sobre su abuela. Cosas del pasado que tal vez le interesen.
Cuando oyó que mencionaba a su abuela, a Raquel se le despertaron todos los sentidos y abrió grandes los ojos. Una energía indescifrable le recorrió la espalda, como una serpiente que descendiera por sus entrañas y anidara en su vientre. Y sintió un ligero malestar en el estómago.
–¿Cleide?
–Sí, Cleide. La Incógnita.
Raquel no esperaba aquella respuesta tan directa. Su pensamiento voló al gran tabú de la familia, algo que Cleide jamás había revelado. Cuando hablaba de su pasado, su madre, Marcela, era la protagonista inevitable de sus narraciones. Pero jamás había sabido quién había sido su padre. Y Raquel era consciente de que su abuela había vivido con aquella herida abierta en el corazón, sobre todo después de los trágicos sucesos que le había contado cuando la llevó a la estatua Suiza y Argentina unidas sobre el mundo, ubicada en el centro del bulevar de la avenida Dorrego, entre Figueroa Alcorta y Lugones.
Recordaba con nitidez el día en que habían visitado aquel lugar y también el shock que, como adolescente, había experimentado ante la estatua de bronce y granito que representaba a dos mujeres desnudas besándose. La abuela le contó entonces que aquel había sido un obsequio suizo a comienzos del siglo xx, durante los festejos del Centenario de la Independencia, algo que había causado mucho desconcierto y malestar en aquella época. La escena se completaba con una suerte de Cupido a caballo, por encima de las mujeres, que correspondía a la representación de la “Esencia del Tiro”, en referencia al deporte nacional suizo.
Fue en esa ocasión que se enteró de una parte de la historia familiar. La que Cleide conocía, o la que quiso contar.
–Aquí fue donde todo terminó… O donde todo comenzó –Raquel percibió que las lágrimas acompañaban la dificultad para hablar de su abuela–. Fue una herencia difícil la que recibí. No te imaginás cómo luché para triunfar en esta tierra. Ni cuántos años viví con la necesidad de vengarme a flor de piel, sin saber quién debía ser la víctima. Después, la vida terminó sosegando mis sentimientos. Ahora estoy un poco más en paz.
–Sí, abuela, sé que la vida te atemperó las emociones.
–Solo hay algo que mi corazón jamás logró resolver. Sigo con esa herida abierta. Nunca supe quién fue mi padre. Mi madre siempre me decía que él me conocía, que me amaba y que me dejaría la mejor herencia que un padre puede dejarle a una hija. Pero nunca llegó a decirme quién era ni dónde estaba esa herencia. O quizás fue mi imaginación la que, por alguna razón, fabricó ese recuerdo.
Raquel escuchaba atenta el triste relato de su abuela, conmovida por su resignado dolor, a tan avanzada edad.
–Cuando era joven, el dueño de la Librería Francesa, donde yo trabajaba, me contó una parte de la historia de Marcela y Elisa. Me quedé con la impresión de que él sabía quién era mi padre, pero murió sin decírmelo. Por eso, ni bien pude, indagué entre las comunidades gallega y portuguesa que ya estaban en Buenos Aires a su llegada, pero nadie me dijo nada concreto y hasta evitaban hablar del tema.
–¿Y hubieras querido conocer a tu padre, abuela?
–Después de la trágica muerte de mi madre, era lo que más deseaba en la vida. Si fuese más joven, regresaría al lugar donde me concibió y donde nací, hasta descubrir ese misterio que nunca me permitió sentirme totalmente completa. Cuando era niña,
me decían la Incógnita. Y ese mote me duró muchos años. No te imaginás lo que pasé en esa época. Y cómo me tuve que resignar a ese estigma, que me hacía ver como si estuviera incompleta. Después, cuando me dediqué al espectáculo, tengo que confesar que el apodo incluso me favoreció.
Una adolescente Raquel abrazó a la abuela y, con inocencia, le susurró al oído.
–No te preocupes, yo soy joven y puedo hacerlo por vos.
Cleide sonrió y la abrazó con benevolencia.
–Sé que lo harías por mí. Sos mi orgullo. Pero ya pasó demasiado tiempo, y aunque lo lograras, yo ya no estaría viva para saberlo.
Raquel la miró desconcertada.
–Pero incluso siendo así, si lo descubrís, vas a donde esté y me lo contás todo –concluyó la abuela con una sonrisa.
Con el tiempo, el episodio desapareció de su memoria, igual que otras tantas historias y hechos de su infancia. Cleide nunca más volvió a tocar el tema y Raquel lo olvidó, hasta la aparición de aquel hombre portugués.
Su corazón latía sin ritmo ni compás. Márcio la observaba . Íntimamente había esperado una reacción como esa. Aunque no sabía con exactitud lo que Raquel conocía sobre el pasado familiar, sin duda algún dato le habría llegado.
–¿Y qué información tan urgente tiene para contarme usted? Mi abuela murió. Y aquí no tengo más familiares.
–Lo sé. Para encontrarla tuve que investigar bastante. Pero, por favor, no me diga de usted. Márcio está bien.
–Y a mí puede decirme Raquel.
–Entonces será más fácil si nos tuteamos, ya que tenemos casi la misma edad.
Raquel iba a responderle que sí, cuando sonó su teléfono. Le echó un vistazo. Era Marcelo.
–Perdón, ¿no molesta si atiendo? Es mi novio.
Se levantó y regresó recién un cuarto de hora después, con el rostro desencajado. Ni siquiera haber pasado por el toilette para arreglarse el maquillaje evitó que Márcio sospechara que había estado llorando. Y tenía razón. Marcelo la había llamado para darle más detalles sobre el viaje a los Estados Unidos, pero al descubrir que Raquel no estaba en la librería y que ni siquiera se había reunido con Carmela para ponerla al tanto de la propuesta de trabajo y del casamiento, se puso furioso. Y la furia se transformó en gritos cuando ella le dijo que estaba en un hotel con un desconocido. Una vez más, los celos le turbaron el pensamiento y la amenazó con terminar la relación si no regresaba de inmediato al trabajo y no le pasaba el