Amantes de Buenos Aires. Alberto S. Santos

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Amantes de Buenos Aires - Alberto S. Santos

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      –Dijo que se iba a Santiago. Habló vagamente de un tratamiento o de una operación… No la volvimos a ver.

      Como Marcela tenía la llave de la casa, entró para recoger algunas de sus cosas. Le conmovió ver a su muñeca de trapo, la que la madre le había regalado después de sacarla del asilo. Había sido su primer juguete. La primera amiga, con la que había dormido noches eternas, a quien le contaba sus temores y sus sueños, a la que le pedía consejos en la preadolescencia. Se abrazó a la muñeca con los ojos llenos de lágrimas. Tenerla en el regazo era como volver a una etapa de la infancia que no había tenido y a otra que sí había vivido, luego de salir del hospicio. De pronto, una mezcla de sentimientos le sacudió el corazón, que comenzó a palpitarle con tanta fuerza como si fuera a desbordarse. Aquella muñeca tenía el don de serenarla y también de despertar su inconsciente y darle la posibilidad de percibir cosas que estaban por suceder, cosas no siempre buenas, en especial cuando la apretaba contra el pecho y este se aceleraba, como si estuviera a punto de explotar. Permaneció con los sentidos alertas y empezó a mirar para todos lados, temerosa, congelada por los escalofríos que le recorrían la espalda y le erizaban la piel. Con ese extraño presentimiento aún presente, se frotó los párpados y recogió con prisa alguna ropa que todavía le podía servir. Era todo lo que llevaría consigo, además de su muñeca de trapo.

      Cuando se disponía a cerrar el baúl con sus pertenencias, en los alrededores se oyeron dos estampidos. Dos disparos, seguidos de los gritos de la vecindad. Marcela sintió una opresión en el pecho y solo atinó a pensar en Mario. Fue rápido hasta la ventana. Ricarda, Francisca y otros vecinos iban hacia el lugar donde lo había dejado. Afligida, bajó las escaleras a toda prisa, se levantó las faldas y corrió como pudo en aquella dirección. Por el camino, se chocó de costado con un muchacho apurado, que iba en sentido contrario. En ese momento, vio en sus ojos el color de la venganza y en su mente se grabó para siempre aquel rostro asesino.

      –¡Mario! –gritó repetidamente, mientras se apresuraba, agitada–. ¿Qué sucedió? –preguntó desesperada al verlo tendido en el piso, rodeado de gente y de sangre.

       5

      Buenos Aires, 2009

      El lunes a la mañana, Raquel volvió al trabajo. Antes de ir a su oficina, pasó por el bar de la librería para tomar un café con una por­ción de torta. El fin de semana había dormido poco, nerviosa por la decisión que iba a tomar. Y no disponía de mucho tiempo.

      Marcelo había viajado al sur el domingo a última hora de la tarde. Con eso, había ganado una semana para decidir, tal como habían acordado, para mitigar un poco lo vivido en los últimos días. Pero con Carmela el tiempo escaseaba. Su novio, además, le había pedido que la pusiera al tanto de su propuesta. Y el tema no dejaría de surgir esa mañana, después de la habitual reunión de las diez, que Carmela tenía todos los lunes con las distintas jefaturas que dependían de ella, para preparar la semana empleando el método Kaizen de mejora continua, algo que, con esfuerzo, Raquel la había convencido de que aplicara en la empresa. Sentía la necesidad de que alguien la aconsejara, pero no se le ocurría a quién recurrir.

      Si la abuela viviera, su inmensa sabiduría y su experiencia, de seguro, le habrían dado una respuesta certera, aunque no siempre fuese lógica ni evidente. Y sin duda le habría contado una historia para ejemplificar el consejo, como aquella vez que Raquel no sabía si debía seguir la carrera de Letras o la de Gestión, y la abuela le regaló una vieja muñeca de trapo, y le contó que había pertenecido a su madre y que era la mejor guía en los momentos de duda.

      –¡Vamos, abuela! ¿Cómo puede ser? Una muñeca de trapo… ¿Dónde se vio?

      –Vamos, no te rías. Esta muñeca siempre ha acompañado a las mujeres de nuestra familia. Ella iluminó a tu abuela y también a mí en muchas decisiones a lo largo de la vida. Me encantaría que te la quedaras y la guardases con cariño. Vas a ver que será una excelente consejera, un hombro amigo cuando lo precises.

      Al día siguiente, en el desayuno, la abuela le preguntó, divertida:

      –Entonces, mi amor, ¿qué te dijo el oráculo de la muñeca durante la noche?

      –¿Cómo sabés que dormí con la muñeca, abuela! –replicó Raquel, recordando que le había parecido que la puerta se había abierto y cerrado en medio de la noche, y sabiendo, además, que la abuela nunca dejaba nada sin corroborar. Le hizo un guiño cómplice y respondió–: ¿Querés saber? Soñé que debía seguir las dos carreras. Como ves, la muñeca no resolvió mi dilema. ¡¿Dos carreras?! Tengo mejores cosas que hacer.

      Al recordar ese episodio, perdido en la memoria, Raquel sonrió. ¿Cómo era posible? Había sucedido exactamente lo que había soñado la noche en que durmió con la vieja muñeca de trapo. Nunca le había pasado nada semejante.

      Cuando llegó a la oficina, todo estaba como lo había dejado el viernes anterior. La silla desacomodada y el libro de autoayuda cerrado, con el sobre sin abrir adentro.

      Se sentó y volvió a agarrarlo con cuidado. Era del tamaño de una postal, de esas que antiguamente se compraban durante los viajes para enviar saludos a amigos y familiares desde los lugares que se visitaban en las vacaciones y los viajes de placer o de negocios, y que ya casi nadie utilizaba. Las nuevas tecnolo­gías permitían disponer de soluciones más baratas y atractivas, que incluso daban la posibilidad de llegar a cientos de ami­gos al mismo tiempo, mediante una foto sacada con un simple teléfono celular.

      La blancura del sobre estaba apenas salpicada por su nombre en letras negras. Antes de abrirlo, volvió a pensar en quién podría haber enviado esa misteriosa carta. Pero, descartando a Marcelo, no se le ocurría ninguna otra idea. Hasta que una espantosa nube negra le oscureció el pensamiento. ¿Habría sido Guido? ¿Una carta de despedida, a pesar de que le había dicho que lo que más quería era vivir y escribir poemas hasta el último suspiro? Angustiada, pasó la lámina plateada del abrecartas a través del doblez. De pronto, sentía urgencia de leer su contenido.

      Adentro, encontró una tarjeta de color marfil, elegante, del tamaño de una postal. En el ángulo superior izquierdo, un nombre impreso en caracteres Old English: Márcio Franco. Sus ojos se desviaron automáticamente hacia un punto fijo, arriba, a la derecha de la oficina. Su mente pasó revista a todos los nombres que recordaba. Sin embargo, aquel le era desconocido. Ni siquiera conocía a nadie con ese apellido. Enseguida, leyó lo que estaba manuscrito, en una letra de trazos elegantes, firmes y bien dibujados:

      Señorita Raquel Contreras:

      Sé que esta carta le provocará intriga, pues nunca ha oído de mí. Pero preciso verla con máxima urgencia. Soy extranjero y vine a Buenos Aires con el propósito de hablar con usted. Mi estadía será breve, por lo que le propongo que nos encontremos el lunes, a las diez de la mañana, en el bar del hotel Dorá, en Maipú 963.

      Disculpe las molestias, pero como ya podrá comprobar, el tema es de sumo interés para usted.

      Márcio Franco

      Atónita, Raquel releyó la misiva, buscando alguna lógica, algún sentido a aquellas palabras. ¡Pero no lo encontró! No lograba imaginar por qué motivo un extranjero podía querer hablar con ella. De nuevo pensó

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