Amantes de Buenos Aires. Alberto S. Santos
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Miró su reloj: 9.27. Conocía bien ese hotel, en cuyo restaurante alguna vez había almorzado, cuando estaba abocada al estudio de Jorge Luis Borges, quien solía comer y reunirse allí con sus amigos intelectuales para conversar sobre literatura, filosofía y diversos temas de la actualidad de su época. La angosta calle Maipú cortaba la avenida Santa Fe. Pero, incluso si hubiera podido volar sobre el tránsito de esa mañana de lunes, no habría logrado llegar a tiempo. Y, además, si iba, tendría que faltar por primera vez a la sagrada reunión semanal con Carmela, precisamente cuando debía hablar sobre su propuesta, aunque fuera para solicitarle una semana más de tiempo.
Se puso de pie y miró a través de la ventana, hacia la Recoleta, y le pidió a su abuela que la aconsejara. Una vez más, debía decidir. Releyó la tarjeta. Quien firmaba aducía tener máxima urgencia en hablarle y disponía de poco tiempo de estadía en Buenos Aires. Una mezcla de temor y curiosidad la invadió. ¿Y si en verdad era algo urgente, algo que no podía esperar? Por primera vez, sintió la imperiosa necesidad de tener a su muñeca de trapo, para preguntarle o para estrujarla con sus manos transpiradas y los dedos contraídos contra las palmas.
Tomó una lapicera, escribió unas palabras para justificar someramente la necesidad de ausentarse de la librería y dejó la nota sobre el escritorio de Carmela. A esa hora, como todos los lunes, su jefa estaba reunida con el dueño.
Con prisa, bajó las escaleras y dudó entre ir en auto o en transporte público. Fue en coche. Prefirió tratar de meterse entre las hileras de autos como pudiera a tener que soportar el ritmo imprevisible de los ómnibus o el previsible del subte. De cualquier forma, llegaría tarde.
El hotel Dorá estaba instalado en un edificio histórico que se correspondía con la típica arquitectura porteña de mediados del siglo xx. Luego de estacionar en los alrededores, Raquel entró rápido por las puertas de vidrio sobre las cuales se leía en letras plateadas el nombre del establecimiento. Miró el reloj: 10.42. Le había sido imposible llegar más temprano.
Se detuvo para ver si alguien la reconocía, pues, más allá del nombre, no sabía nada de la persona que buscaba. A esa hora, era poca la gente en las mesas y los sofás del lobby del hotel. Dos mujeres rubias, de aspecto escandinavo, hablaban animadamente, sentadas en uno de los cómodos sillones de cuero negro, mientras ojeaban un mapa de la ciudad. En el sofá de al lado, apenas separado por una mesa cuadrada sobre la que se veían cinco bolas de un material textil en una elegante bandeja de ratán, un anciano leía el diario. Pasó a su lado, para que se viera obligado a mirarla, en caso de que fuese la persona que la buscaba, pero el hombre ni siquiera alzó la vista del periódico, evidentemente compenetrado en las polémicas de la política nacional. Así que lo descartó.
Más allá, sentado a una mesa de madera para dos, un hombre de poco más de treinta años, moreno y de cabello oscuro, gesticulaba mientras hablaba por teléfono celular. Le echó una ojeada breve a la joven, le sonrió y continuó su animada charla de fútbol, apenas interrumpida por los sorbos de café que tomaba con la mano libre. Raquel también lo excluyó. Al acercarse, se dio cuenta de que hablaba en perfecto castellano. Tal vez la había reconocido de la librería. O le había retribuido una sonrisa galante al ver que ella lo miraba fijo.
En las mesas restantes, algunas parejas tomaban algo mientras conversaban. Como nadie demostraba un interés especial en su presencia, decidió sentarse a una de las mesas vacías y estudiar mejor al resto de los clientes. Estaba mirando el salón, que combinaba el blanco del cielorraso y del piso con el vidrio y la madera de las paredes, decoradas con varias esculturas y pinturas de artistas argentinos, como Juan Carlos Castagnino, Mariano Pagés, Enrique Gaimari y Roberto Rosas, cuando el mozo se acercó con el menú.
–Un té, por favor. De manzanilla.
Volvió a mirar alrededor, concentrándose sobre todo en los hombres. Y de inmediato se sintió irritada al ver que el del teléfono celular continuaba siguiendo sus movimientos y haciéndole sonrisas galantes. Entonces, empezó a sospechar que la confundía con una prostituta o con alguien disponible para algún encuentro casual. Los demás, más allá de alguna mirada curiosa o del discreto disfrute de la elegante y natural belleza de Raquel, no mostraban ningún signo de interés. Verificó la hora: 10.55.
“¡Qué tonta! Todo esto no debe de ser más que una broma. Es cierto que llegué tarde, pero, si era algo tan importante, no entiendo por qué no me esperó. Me quedo hasta la once, y si no pasa nada, me voy”, pensó molesta, mientras exhibía de forma ostensible la tarjeta y la leía una vez más, como para que todos la vieran.
No sucedió nada. Se empezó a sentir incómoda e incluso recelosa, porque no podía dominar mínimamente la situación en la que se había metido. Llamó al mozo, decidida a pagar la cuenta e irse. En ese momento, sonó su teléfono celular. Era un mensaje. Lo leyó con el corazón angustiado. Carmela estaba furiosa por sus reiteradas ausencias. Jamás le había enviado un mensaje tan duro. Le escribió una respuesta rápida: “Perdón, Carmela. Tiene que ver con el sobre que me diste. No sé qué decirte. Estoy cerca, y ya salgo para allá. Si te queda bien, almorzamos juntas y te explico todo”. Unos segundos después, un nuevo mensaje: “Arreglado. A las doce y media. ¡Sin falta!”.
Pagó y mientras el mozo le daba el vuelto en el mostrador, se dio cuenta de preguntar:
–Disculpe, ¿hay algún huésped llamado Márcio Franco?
–Déjeme ver, señorita. Márcio, Márcio… ¡Sí, aquí está! ¿Necesita dejarle algún mensaje?
–No. Quiero decir… sí. Por favor, dígale que estuvo Raquel Contreras. Con eso es suficiente.
–Aguárdeme un minuto, por favor…
El hombre estaba escribiendo el mensaje para dejar junto a la llave de la habitación del huésped, cuando advirtió que en el compartimento había otro papel, que abrió y leyó con atención.
–¡Aguarde! ¿Dijo Raquel Contreras?
–Sí, soy yo. ¿Qué pasa?
–Aquí tengo un mensaje para usted. Lo dejó el colega que sustituí a las diez y media. Se olvidó de avisarme.
–¿Qué dice?
–Solicita que, en caso de que venga Raquel Contreras, se le informe que la esperó hasta alrededor de las diez y media, pero que tuvo que dirigirse con urgencia a la Embajada de Portugal, en frente, donde se demorará cerca de media hora.
Raquel no lo podía creer, mientras escuchaba las disculpas del hombre, que se lamentaba para sí por el descuido y la falta de profesionalismo de los empleados del hotel.
–¿Raquel Contreras? –oyó detrás, en un español con cierto acento.
Se dio vuelta como movida por un resorte, y se topó con un joven de su edad, con unos profundos ojos azules, cabello negro, casi azulado y bien recortado, con un pequeño jopo. Su suave perfume la turbó ligeramente. O quizás fue su sonrisa encantadora. O la armonía de su rostro, en el que sobresalía una quijada que le daba un aspecto tan recio como atractivo. Un rostro de una franqueza increíble. Y la mano estirada, con un leve sudor en la palma…, que se demoró en estrechar, confirmándole que sí, que era Raquel Contreras y que imaginaba que él se llamaba Márcio Franco, mientras el mozo aprovechaba para salir de escena.
–¿Tiene un momento?
–Desde luego –respondió, mientras trataba